martes, 25 de diciembre de 2007

¿La Lima de Papá Noel?


¿Realmente cumplimos con la navidad?
Nunca he escrito sobre la navidad, en realidad soy de los que piensan que la intromisión gringa le ha ganado, y por goleada, a la creencia religiosa sobre el nacimiento de Jesús y su respectiva celebración anual. Por ende trato de tomar la navidad como un simple ‘día especial’ a diferencia de mis años infantes cuando el 25 de Diciembre era la fecha con la que soñaba todas mis noches, y procuraba ser un niño de bien para conseguir algún buen regalo que entretuviera mis merecidas vacaciones de verano. Hoy en día las cosas son tan distintas que la palabra “pesimista” me quedaría chica. Coincido con el común de limeños en que la navidad tiene un toque distinto al resto de días, más allá del horrendo tráfico y la infartante demanda de chucherías típica de los capitalinos, no acostumbrados a manejar grandes cantidades de dinero. Pero la pura verdad es que ya no tengo esa sensación de alegría que me causaban las luces, el olor a pólvora y a pavo horneado. ¿Será que me estoy haciendo viejo?, podría ser, no descarto esa noble posibilidad, aunque un factor que pudo haber influido en ese desinfle de emociones hacia la navidad, es el comportamiento de la sociedad por esas fechas.

Cuando uno es niño no lo nota. Vas por la calle de la mano de tu papá o mamá, viendo otros niños jugando por doquier, en bicicletas o skateboards (ahora scooters), reventando cuetecillos, huyendo de calaveras, o luciendo una inocente chispita mariposa. Ves todo tan bello, tan fantasioso – “yo también quiero (papi) mami” – habremos dicho señalando alguno de esos artilugios detonantes, y nuestros padres, como siempre consentidores, habrán atinado a darnos esos deseados 2 o 5 soles para ir corriendo a la tienda a comprarlos. Qué tiempos. Qué navidades. Pues ahora la situación es distinta cuando se ve desde un punto de vista adulto. Los cuetecillos que tanto te fascinaban de niño, ahora te fastidian, te hacen brincar en tu sitio, los quieres apagar, a los cuetes y a los chiquillos que los encienden. La edad cambia mucho las cosas, las vivencias te hacen más intolerante, y hasta más vanidoso. Corrompes tu propia esencia, porque el niño de tu interior aún quiere salir con los otros niñitos a seguir reventando cuetes, o lanzando tronadores, pero como sabes que no puedes simplemente te la desquitas fingiendo odiarlos: sólo es envidia. Una vez que experimenté esos cambios internos, comencé a experimentar los externos al ver a la sociedad limeña ir en total contra de lo que significa la navidad. Al echar un vistazo a los grandes mercados limeños mi concepción de las sonadas letras “noche de paz, noche de amor…” comenzaban a esfumarse con suma cadencia por el aire. Caras sucias, malhumoradas, traumatizadas, irritadas e irritantes, sencillamente espantosas y repulsivas, insultos por doquier, en los autos, en las combies, en los taxis… tráficos descontrolados de todo tipo que sólo delatan la razón por la cual estamos tan cagados.

Cuando me di cuenta de todo este sub-mundo que encierra la mayor fiesta cristiana en nuestra capital simplemente me pregunté: “¿y la unión?, ¿y la paz?” – todo eso no existe. En Lima la navidad significa lucha, lucha por saber qué taxi o combie gana más pasajeros, lucha por conseguir mejores precios para los juguetes, lucha por aumentarlos y ganar más dinero, lucha por conseguir un mejor lugar de estacionamiento, lucha por cobrar cada vez más en cualquier producto o servicio ofertado, lucha por complacer hijos, hermanos, padres, amigos, enamoradas (os) o cualquier persona importante en nuestras vidas, deseosos de tener un regalo decente, mínimo inolvidable. Toda esa atmósfera llena de mala onda, llena de hedores insoportables, de tensión, es la que nos recubre en navidad. Es la realidad de una ciudad que, supuestamente, debería ser la más civilizada del país, pero que demuestra lo contrario con total facilidad ante los ojos de cualquiera que venga de afuera. El caos es lo primordial en una navidad limeña, y los niños, en sus casas mirando a todos lados, esperando la llegada de Santa mientras escuchan las agudas melodías de las tarjetas navideñas e inundándose la vista con las escandalosas luces del árbol de navidad, están absolutamente apartados de esa cruda situación. Finalmente, cuando los padres llegan a casa, la misión ha sido cumplida. El comando puede descansar tranquilamente, comer su pavo, o pollo, según ocasión, gustos o posibilidades; una satisfacción merecida después de una verdadera epopeya en la que el “criollismo” peruano fue llevado a un nivel extremo. Sino que te cuente tu papá cómo hizo para conseguir tan buen sitio en la cola de la caja, o tan buen lugar en el estacionamiento de la tienda. Cualquier niño creyente en Papá Noel podría hacerse la siguiente extraordinaria e inocua pregunta: “¿es esta la Lima que quiere Papá Noel?”

En fin. A pesar de todo lo relatado, y como lo dije anteriormente, la navidad no ha perdido (hasta hoy, aunque dudo mucho que lo pierda en el futuro) ese toque que la hace tan especial, y tan esperada. Un ente interno siempre nos provoca cierto escalofrío cada vez que estas fechas se acercan, y es que no debemos subestimar el poder de la sugestión, por más idealistas y tercos que seamos. Siempre surge algo que recordar en diciembre. Al menos en mi caso, esta es la primera navidad en la cual económicamente he podido hacer lo que usualmente hacen mis primos mayores: hacerme cargo de gastos realmente significativos en lo que a regalos y preparativos tradicionales se refiere. Eso me dio un cierto aire de independencia, aunque debo decir que aún me siento lejos de seguir esa maravillosa palabra a cabalidad, puesto que sigo viviendo con mis padres. En todo caso, me he sentido más cerca que otras veces. Sin lugar a dudas ha sido un año duro, pero con tremendas mejorías e inesperadas sorpresas que relataré conforme vayan brotando mis ideas. Por lo pronto les deseo (aunque tal vez tardíamente) a ustedes, mis pocos pero queridísimos lectores, una muy feliz navidad. Que el caos capitalino no manche su arbolito, o desarregle su nacimiento. Y que los regalos sean los que esperaban, o al menos no lo que no querían. Y si no les llegó ningún regalo tienen mi permiso para apelar al criollismo más lisuriento y soltar el “¡Qué chucha!” más poderoso que jamás hayan soltado.

No sé si este sea mi último post del año, va a depender mucho de los próximos días en los que, de hecho, tendré más de una cosa que hacer. Sin embargo, por si las moscas, les deseo también una buena fiesta de año nuevo. Aunque sanamente recomiendo que se queden en sus casas, con un buen vino al costado, viendo los mejores goles del 2007 o una buena película.

Después de un año tan incómodo, no hay mejor forma de recibir el nuevo año que estando lo más cómodo posible.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Entre Marte y Venus (Parte III)


El odioso cartelito del “amigo nomás”

Llego a mi casa después del trabajo, me pongo algo más cómodo, prendo la PC y entro al MSN con la esperanza de encontrar a alguien con quien conversar fluidamente. Me encuentro con una amiga que no veo desde hace muchos años y con la cual tuve un bochornoso incidente que nos separó desde ese entonces. Sí, señores, adivinaron: me le mandé y no me aceptó. ¿Qué más puedo decir?, bueno hay mucho que desglosar.

Para comenzar me gustaría reafirmar que, como he dicho en post anteriores, me he mandado a muchas chicas a lo largo de mi vida. Podría calcular fácilmente unas 50 chicas, de las cuales sólo me acepto un honroso 20%. Haciendo matemáticas simples se puede vislumbrar la cantidad de enamoradas (criollamente llamadas: “firmes”) que he tenido hasta el día de hoy. Es tácito que aquellas chicas que tuvieron la valentía de aceptar a este servidor significaron mucho en mi vida, que acumularon en mi bagaje experiencias inolvidables, no siempre agradables pero a menudo encerrando enseñanzas que me harían más fuerte, y más preparado para próximos retos amorosos. Pero el núcleo de este post es saber lo que sucedió con el 80% que rechazó mis propuestas, y que dejó a mi corazón dando vueltas como trompo.

Para nadie es secreto que las mujeres tienen una habilidad especial para el manejo del factor “hombres”. Saben lo que deben hacer, aunque carezcan de mayor experiencia, al momento de conquistar, engatusar, encaprichar, obsesionar, o por último, rechazar a algún incauto muchacho. Y Pamela (pseudónimo, no te asustes), la chica que me encontré anoche en el MSN, es un verdadero “símbolo” de ese extraño y oculto arte que las féminas tan magníficamente manejan. Me contaba ella, durante el tiempo que estuvimos estudiando juntos en la academia, que la afanaban de 10 a 25 chicos al mismo tiempo. Al 99.9% de todos ellos, ella sólo los quería como amigos y nada más, sin embargo dejaba que la afanen, que los imberbes hombrecitos, rebosantes de hormonas, soltaran sus frases y palabras más bonitas, que aumentaran su ego, y que le dieran regalos. Y siempre, al final de cada salida con ellos, se despedía diciendo: “gracias por todo, amigo”, y listo. Había ganado, una vez más, la polivalente batalla de la seducción. Vean ustedes, no era una jugadora, o al menos no cumplía con el concepto que tengo de lo que es una jugadora: aquella chica que está con varios chicos al mismo tiempo. Pamela no se ensuciaba los labios con besos no deseados. Tampoco se comprometía con promesas falsas. Ella simplemente salía con sus desesperados y reprimidos afanadores, proporcionándoles horas de entretenimiento garantizadas (siempre tiene tema de conversación, está bien informada y bien leída) y la facilidad ficticia de poder lucirse con una bella chica por las variopintas calles limeñas. Ya en su casa, por las noches, contaba con aires maléficos los regalos y cartas recibidos, y administraba perfectamente los rótulos que le colocaba cruelmente a cada uno de sus pretendientes: para prácticamente todos, el cartel decía “amigo nomás”.

Gracias a Pamela comencé a comprender mejor el extraño mundo de las mujeres y me imagino que, de haber una especie de comunidad femenina estilo “el pentágono”, sería considerada una traidora por revelarme algunos de sus más complejos secretos. De todos ellos, el que más me llamó la atención fue el de los “rótulos”. Esos rótulos con los que a veces nos jugamos en broma (“oe gordo chato, flaco, mitrón, etc., ella te ve como amiguito nomás, entiende, ¡JA, JA, JA!” – ¿ven a lo que me refiero?), pero que son reales, y ocultan la más malévola misión que el, mal llamado, “sexo débil” deberá cumplir, al menos antes de salir embarazada y condenar su vida a la servidumbre (aclaración: no comparto el machismo, pero soy conciente de que al menos en nuestro país, de cada 10 mujeres 7 terminan siendo prácticamente empleadas del hogar por el resto de sus vidas). A pesar de todos estos comentarios no tardé en experimentar una atracción hacia esa interesante combinación de dulzura y maldad que encerraba Pamela. Y por más que sabía de todas sus triquiñuelas para sacar la mayor ventaja de todos los hombres que de ella se enamoraban, terminé, al igual que ellos, enamorándome perdidamente de ella. No se lo dije así nada más. Ahí sí tuve cuidado. Traté, más bien, de esperar aunque sea la más mínima insinuación de que yo le parecía diferente a todos los demás. Claro, no creo que a los demás les haya contado lo que hacía con ellos (o sí) y eso me daba ciertos aires de ser “el distinto” en su lista de amigos y afanes – la cual seguro era una sola lista.

Por mucho que esperé por esas insinuaciones, jamás llegaron, y fue lamentable darme con la desagradable sorpresa (¿?) de que no le gustaba, o al menos, de que si le gustaba no lo demostraría como buena astuta que es. Pero la esperanza en mí no moría a pesar de la adversidad, y sujetándome de mi teoría de “el distinto” no paré hasta mandarme un día de Febrero frente al otrora Parque de la Reserva y hoy, Parque de las Piletas. La respuesta fue clara y contundente: “ay, Rubencito, tú eres mi amigo nomás” – y esbozó una sonrisa diabólica aunque de las más bellas que haya visto. En ese momento me di cuenta de que el rótulo de “amigo nomás” es algo que todas las mujeres utilizan y que uno no se puede sacar así nada más. Es casi un tatuaje que se dibuja entre tu piel y tus músculos, no puedes ni siquiera verlo, pero ellas sí, lo tienen bien presente y cada vez que te ven, sea en las mañanas con un “buenos días”, o en la noche con un “hasta mañana” lo que más resalta en los desafortunados rotulados es ese maldito cartel: “SOY TU AMIGUITO, NADA MAS”, y eso les da seguridad, les da confianza para ir con mejores ánimos a sus verdaderas batallas, las que libran con los pocos o muchos, pero OTROS, hombres que sí les gustan o por los que sí se sienten atraídas.

A veces creo que las mujeres se resisten orgullosamente al hecho de dejarse conquistar, es decir, en todo el sentido de la palabra. Soportan la presión de no sacarnos el rótulo aunque en el fondo piensen que podemos ser los hombres de sus vidas, ¿por qué?, porque prefieren tener un esclavo, a ser esclavas de sí mismas. Esa es mi teoría (como todo, con sus debidas excepciones, por supuesto) y hasta ahora no ha habido mujer que me la pueda contrariar. Y es que, si bien es cierto, las mujeres tienen ciertas habilidades ocultas para manejar bien el juego de la seducción y el cortejo, la estadística dice que son ellas las que sufren más que los hombres en lo que a temas del amor se refiere. Las mujeres, una vez que se enamoran, cambian radicalmente su postura calculadora y fría y se vuelven engreidoras, cálidas y confiables; maravillosos refugios rebalsando cariño en cada momento. Entregan todo de sí, y en eso los hombres sólo tenemos que aplaudir, porque nuestra personalidad distraída jamás podría compararse a la detallista visión de una chica enamorada, quien tratará siempre de cubrir cada vacío, cada carencia que su hombre amado tenga. Y por todo eso, cuando hay una decepción amorosa (vale aclarar, post – cortejo) ellas son las que más sufren y concluyo que eso las hace esclavas de sí mismas. Cuando ellas dicen “éste es” y se embarcan en una relación amorosa, saben que se juegan mucho, en realidad, se juegan todo, incluyendo el orgullo y la reputación. Los hombres, en cambio, podemos experimentar sufrimiento y sensaciones complicadas, pero nunca nos asemejaremos, en lo más mínimo, al universo de engorrosos sentimientos que se encuentra dentro de una mujer. Por eso sufrimos menos, por eso ellas sufren más. Y gracias a eso es que ellas han adoptado los modos manipuladores que con el tiempo han ido amoldando según las necesidades sociales que las contextúen.

Como reflexión final quedará lo siguiente: para mí sigue siendo injusto el trato que les dan las mujeres a sus pretendientes, primero, porque lo que deberían sentir al momento de enterarse de que aquel chico, tímido o no, siente una atracción por ellas, o siente algo especial que podría convertirse en amor, es a-gra-de-ci-mien-to. Sí, agradecimiento; las mujeres deberían de agradecer a cada hombre que se haya fijado en ellas – para una relación seria, obviamente – y no brindarles el pésimo trato que muchas de ellas, con aires de divas, les dan inexorablemente. Lo más probable es que las féminas que hayan leído la última línea que acabo de postear se estarán preguntando, “¿y yo por qué debo agradecer?” Pensemos por un instante. En este país, y creo que en todo el planeta, la proporción de hombres a mujeres es de 1 a 4, por lo tanto si alguno de nosotros nos fijamos en alguna de ustedes quiere decir que las elegimos entre 4 posibles candidatas, lo que deben agradecer, ya que como las elegimos a ustedes también pudimos elegir a otras. Con toda la buena fe del mundo. No lo digo yo, lo dice la estadística.

Segundo, nuestra postura distraída del mundo, a diferencia de las femeninas técnicas controladoras de situaciones, es totalmente natural y genuina. Es decir, nace con nosotros, y por ende no tenemos la culpa de ser de esa manera que tanto odian las mujeres. Ellas también nacen con predisposiciones pero, señoras, a mí no me engañan, las técnicas manipuladoras las han ido aprendiendo de generación en generación; posturas totalmente sociales que se engendraron con la errónea y primigenia idea de que a las mujeres hay que conquistarlas, en lugar de formar una teoría equitativa que hubiese favorecido a ambos sexos.

Y tercero: deberían olvidarse de los horribles rótulos. Si echan otro vistazo a las estadísticas me gustaría que le tomen especial atención a la cantidad de relaciones conyugales o matrimoniales que realmente triunfan sobre la adversidad. Diciéndolo de otra forma, ¿cuántas personas de las que eligen parejas sobre otros pretendientes llegan a ser realmente felices?, si vieron el número, ¿no les parece alarmante?, digamos que de 10 parejas sólo 1 logra una felicidad completa (y esto es, con sus respectivas dudas), yo pregunto: ¿no está sucediendo algo extraño aquí?, los hombres elegimos cualquier mujer que nos guste, pero las mujeres son las que se jactan de ser selectivas, ¿verdad?, ¿no estarán eligiendo mal a sus parejas?, yo creo que algo de eso debe de haber. Si tanto se equivocan presumo que puede ser por la increíble reducción de universo selectivo que hacen (tal vez involuntariamente, sólo por satisfacer sus egos) al colocarnos rótulos tan ridículos como el “amigo nomás” o el “posible si se arregla” (ahondaré en los rótulos en otro post, lo prometo). Si dejaran de lado ese tipo de etiquetamiento su universo sería más amplio, y en ese “amiguito” que dicen tener, podrían encontrar a la persona con la que serían felices por muy buen tiempo, y ¿por qué no?, de por vida. Es hora de que comiencen a pensar mejor las cosas, la selección es necesaria, pero hay que tener criterio; tengamos en cuenta que muchos de esos decepcionados chicos terminan involucrándose con las chicas equivocadas, precisamente porque las que tal vez eran sus chicas ideales, perdieron la chance de comenzar algo bello solamente por vanidad.

Mientras culminaba de conversar con Pamela anoche, iba pensando en decirle todo lo que escribí en este post. Me hubiese arriesgado a que me mandara al diablo, o quizás a que me diga que las cosas han cambiado y que ya no tiene esas costumbres (con todo su derecho, por cierto). Preferí no hacerlo con el único afán de concentrarme mejor en escribir estas palabras, sin resentimientos que pudieran obstruir mi fluidez de ideas, mas es mi obligación pasarle el link una vez que lo haya posteado, y si eso llega a realizar un cambio positivo ya sea en su vida, o en la de su actual novio, mi misión habrá sido cumplida.

A ustedes, nuestras musas de siempre, les dejo la última palabra.

martes, 11 de diciembre de 2007

Por ellos, aunque mal paguen


Es penoso escribir sobre este tema, y es que la verdad mis ilusiones con la selección habían aumentado desde que se hizo público el buen desempeño de nuestros futbolistas que radican en Europa, la decisión de contratar a un técnico joven, innovador e inteligente al mando del equipo, las ganas y el ambiente que se iba formando, y todos aquellos elementos que avizoré desde que la atención futbolera peruana se centró en la popular y desdeñada “blanquiroja”. En fin, ya han pasado meses desde aquel inicio de mi ilusión, aquella ilusión que me permitía ver a Jefferson anotando goles en un mundial, a Guerrero peleando con defensas altos y colorados, a Pizarro ganándole en el juego aéreo a los jugadores más aguerridos del mundo, a Solano deslumbrando con su técnica a los cientos de países que lo verían jugar, al “loco” Vargas sudando hasta la última gota de sudor para llegar lo más lejos posible en un certamen totalmente imaginario. Bueno, no tanto, porque existirá, lo veré por televisión, pero la selección peruana no estará en aquella junta de selecciones luchadoras y respetables llamada “Mundial de Fútbol”, no estará, precisamente, porque no es una selección luchadora, mucho menos respetable.

No estará porque sus jugadores no están comprometidos con su bandera, porque no sueñan tanto como el hincha que escribe, o como tantos otros hinchas que no tienen ganas de volver a saber de ellos, y los comprendo. Vaya que sí, los comprendo.

Cuando Lánder Áleman, quizás uno de los dirigentes más repudiados del fútbol peruano, anunció que, efectivamente, habría habido conductas indisciplinarias durante la concentración para el nefasto Ecuador – Perú, simplemente no lo podía creer. Cuando de su boca salían frases como “se ha confirmado que hubo indisciplina…” o “se sancionará a los jugadores involucrados…”, mi corazón se iba partiendo en pedazos. Y es que siempre puse en tela de juicio la capacidad técnica y táctica de estos jugadores, pero jamás su conducta intachable, al menos en lo que va de la era Del Solar. Es así como pagan la confianza de un pueblo que a pesar de todo los ama, y los idolatra


De “Santi” no tiene nada

Como todo admirador del fútbol, como todo patriota, festejé el gol de Santiago (ya no lo llamaré “Santi”) Acasiete al Sevilla con mucha euforia. Y pensé: “contra Ecuador tuvo un mal partido, éste es el verdadero Acasiete”. Lo admiré y me sentí orgulloso porque representó bien a nuestra nación ante los exigentes ojos españoles que se rendirían en elogios para el corpulento zaguero peruano. Y ahora, la verdad señores, si lo viera por la calle le mentaría la madre sin reparos. Y no sólo eso, si él me respondiera me le iría encima, así no le hiciera ni un maldito rasguño, al menos mis golpes servirían para descargar mi tremenda pena, mi rabia contenida, aquella que no descargo con gritos de gol o festejos de triunfo.

La vergüenza de aquel 5 a 1 en Quito es algo que jamás se me quitará de la memoria, y de sólo imaginar que parte de esa degradante actuación se la debemos a unas horas no permitidas de diversión, sexo, alcohol y demás excesos, me encrispa los vellos. Me eriza. Me revuelve el hígado. Si bien es cierto aún no sale a la luz ninguna prueba que le dé el dardo como el gran responsable o, al menos, uno de los iniciadores de la juerga que se armó el pasado domingo 18 de Noviembre en el Hotel Golf los Inkas, todos los dedos apuntan al capitán del Almería (no sé si lo siga siendo después de comprobarse estos hechos), y así no sea todo totalmente cierto, algo de real debe de haber, y con esa pizca me basta para decepcionarme totalmente de él.


¿Otla ve’, Andlé?

Era el año 2005 cuando invité a mi actual enamorada a presenciar el crucial partido que disputaría nuestra selección peruana de fútbol contra su similar de Ecuador (vaya que ese país siempre se burla de nosotros) en el coloso de José Díaz; el partido fue vibrante, y Perú, más que Ecuador que ya casi estaba clasificado, tenía la terrible necesidad de ganar para poder mantener firme el delgadísimo hilo de esperanza que aún lo aferraba a la posibilidad de llegar al mundial de Alemania 2006. El resultado final fue un 2 a 2 por demás justo, y hasta ahí todo hubiese sido normal, de no ser por un grito de gol ahogado en los botines del que se convirtió en el jugador más odiado de todo ese año: Andrés Mendoza. Las campañas que hizo la prensa y que hicieron los hinchas para desacreditar, aún más, al chinchano eran cada vez más fuertes y fui yo uno de los acérrimos opositores de aquel cargamontón que sólo se destinaba a hacer leña del árbol caído y a dañar a un peruano que dentro de todos sus defectos tenía todo el derecho a vivir tranquilo y a trabajar honradamente en Europa. En resumen, fui uno de los que perdonó a “Andlé”, absolviéndolo de sus culpas, y teniendo fe de que en estos nuevos procesos que advendrían se comportaría como todo un profesional y llenaría nuestros corazones con su entrega y su innegable capacidad para jugar al fútbol.

Bueno, no fue así. Los rumores que vienen desde el lujoso Golf Los Inkas lo señalan también como uno de los organizadores de la supuesta orgía que en aquel hotel se consumara con nuestros seleccionados como protagonistas. Y al igual que con Santiago Acasiete (insisto, “Santi” se fue), mi bronca con el moreno es bélica. No soportaría ver su sonrisa nerviosa sin romperle si quiera un diente con mis puños, no soportaría verlo caminar con sus zapatillas nuevas, tan europeas, por las calles de Lima, sin decirle sus cuatro verdades a la cara: que es un mediocre, que es un irresponsable, un traidor a la patria, y que no sirve con la selección, por lo tanto: QUE NO VUELVA MÁS.


El Pizarro que no conquistó el Perú

Que Claudio Pizarro tiene, de por sí, una gran deuda con la afición peruana, es una verdad latente e irreprochable. Y que, después de estos alborotos hoteleros, su deuda se multiplicará tanto que se requerirá un embargo, pues también es casi una ley. Si bien es cierto él nos llenó de orgullo con sus buenas actuaciones en el Bayern München, lo real es que hasta ahora no ha podido redimir ni siquiera en un 5% aquellas maravillosas actuaciones en Alemania, con la bicolor. Si se llega a comprobar que Claudio fue otro de los que participó en la juerga post-empate ante Brasil, la afición peruana no querrá verlo nunca más con la 14 blanquiroja, menos con la franja de capitán, esa que nunca mereció. Se le acabó el crédito a “Pizza”, una verdadera pena ya que es, sin duda, el futbolista peruano más exitoso de todos los tiempos.


“Claro” que no vienes más

Prendo la tele y escucho la pegajosa canción que Gianmarco compuso para una conocida empresa de telefonía local. Aparece un moreno futbolista, con gran dominio del balón, haciendo maromas con el esférico delante de calles vacías; deslumbrando a todo aquel quien lo mire tras la pantalla chica, con esa sonrisa pícara, quimbosa, tan peruana como el más rico ceviche.

Jefferson Farfán tiene (o tenía) el cariño de un pueblo que lo vio crecer en una cancha de fútbol, aplicando su gran velocidad para alcanzar un pase, apilando rivales con su famosa diagonal, o rematando potentemente para gritar algún gol. Desde ese momento hasta hoy, la “foquita”, ha gozado del apoyo popular que otros no pueden presumir, y vaya que a menudo lo ha aprovechado de maravillas. Fue el goleador peruano en el anterior proceso con 7 tantos, sólo detrás de Ronaldo en la tabla final de artilleros, y sus extraordinarias actuaciones en el PSV Eindhoven lo han hecho pieza imprescindible del otrora equipo de Gus Hiddink y que actualmente comanda Ronald Koeman.

Se ganó el cariño de la hinchada holandesa como se ganó el de la hinchada peruana: a base de entrega y un vertiginoso y emocionante fútbol que ahora lo pone a tiro de ser el jale de equipos tan poderosos como el Arsenal de Inglaterra. ¿Cómo explicar lo que está sucediendo ahora?, es cierto, a Jeffri no le pagan por santo. Tiene algunos líos de paternidad, y seguramente conoce de manera perfecta el sabor del licor. En fin, ¿Quién no lo conoce?, y a Jeffri, ¿quién no lo perdona?

Pero hay algo que Jefferson debió calcular antes de hacer la travesura del sodomítico domingo 18 de Noviembre: los peruanos ya no tenemos paciencia para nada. Ya estamos muy embaucados, engañados y burlados. Ya estamos hartos. Y por mucho que nuestro cariño a Farfán sea eterno, esta no se la íbamos a pasar. Para nada. No, Jeffri, así no. Lo único que le queda al 17 del PSV es aguardar por las pruebas y rezar para que éstas no sean tan comprometedoras como las que se vocean para Mendoza, Pizarro o Acasiete; aparentemente todo hace indicar que es el que menos juergueó aquella noche del empate ante la verdeamarelha, pero no por eso merece la mínima compasión de un pueblo peruano cada vez más asqueado de sus futbolistas y sus infantiles patrañas. Por eso, para mí, que no vuelva más.


La sonrisa del gilipollas

Muchos me comentaron con profunda indignación la sonrisa que Chemo del Solar esbozó cuando cayó el cuarto gol en el Atahualpa de Quito. La compararon con la tristemente célebre sonrisa de Andrés Mendoza luego del gol fallido ante Ecuador en Lima en el pasado proceso eliminatorio, y el criollo resumen de aquellas palabras es el siguiente: “y todavía ese ríe ese huevón”.

Quienes conocen gente tan segura de sí misma (por no decir “autosuficiente”) como el D.T. peruano saben que ese tipo de personas no aceptan tan fácilmente situaciones vergonzosas o derrotas estrepitosas; y la defensa que más rápido alcanzan es la de querer tomar las cosas con un humor inexistente. Por ende la sonrisa de Chemo fue una especie de burla hacia su propio trabajo, algo así como decir “soy un gilipollas, todo me ha salido mal, ja, ja”. Particularmente comprendo la posición de Del Solar, hasta cierto punto me identifico con él (no tanto por lo de gilipollas). ¿Quién no ha tenido alguna vez la desdicha de ser defraudado por alguien?, apliquemos esta pregunta a todos los terrenos de la vida. Son varias, ¿verdad? Son muchas las veces en las que la gente nos falla. Y a Chemo le ha pasado exactamente lo mismo.

Él pudo haberse equivocado en un planteamiento utópico, utilizando jugadores no apropiados, aplicando mal las brillantes u opacas ideas que provienen de su cabeza, pero jamás previó la displicencia absoluta que mostró su (nuestra) selección en el fatídico 5 a 1 que nos propinó la tricolor ecuatorial. Por ello, aunque para muchos el puesto le quede grande, creo que José Guillermo Del Solar debe seguir al mando de nuestra alicaída selección, y continuar un proceso que a largo plazo podría traer (quién sabe, miremos a los jóvenes “jotitas”) resultados favorables que alivien un poco las tétricas heridas que unos cuantos nos han hecho durante tantos años.


¿A quién culpar?

Fiel a mi condición de peruano picón y despechado, me hago esta inocentísima pregunta: “¿de quién es la culpa?”. En un post anterior me sumé a todos aquellos que creen que Manuel Burga es el culpable de la actual y desastrosa situación del fútbol peruano (o al menos de seguir la fracasada línea que le trazó Nicolás Delfino); pero esta vez haré un pequeño retroceso en mis ideas.

Señores, de lo que haya acontecido en el Golf los Inkas, Manuel Burga Seoane no es ni un pelo de culpable. La irresponsabilidad demostrada por los futbolistas es simplemente de ellos, de nadie más. Por más que nuestra dirigencia sea tan mediocre y corrupta, ninguno de esos inefables personajes que día a día calientan sillas y sillones en la F.P.F. tiene responsabilidad, directa al menos, de lo ocurrido. Por ende, la respuesta a la pregunta es muy sencilla: la culpa es de los jugadores. Punto. A ellos que les caiga el peso de la amargura del pueblo; la ley del hielo colectiva, si así quieren llamarlo. Los hinchas debemos ser más duros que nunca. Sí, sé que da pena. También sé que hay tantas ilusiones que parece mentira que esto esté sucediendo. Pero esos tipejos nos han engañado, nos traicionaron. Y a los traidores se les trata con mano dura e indiferencia. No yendo al aeropuerto a insultar, ni tirando objetos a sus huecas cabezas; simplemente siendo fuertes, y no darles aquella atención de la que alguna vez gozaron. Ese engreimiento que, incluso los jugadores más maduros del mundo, llegan a extrañar cuando se retiran de sus selecciones.

Insisto con el mensaje del post “Palabra de hincha”. ¡A despertar, peruanos!, no dejemos que unos cuantos nos sigan engañando. Desengañémonos y empecemos a construir nuevas bases para que nazcan nuevos jugadores con nuevos talentos y una conciencia verdaderamente patriota. Y partamos por echar al tacho todos los planes y expectativas que teníamos con los traicioneros “julbolistas” que, una vez más, nos demostraron no tener las agallas que se necesitan para cumplir los apasionados sueños de toda una generación.

El cambio empieza por uno mismo.



Lima, 5 de Diciembre del 2007.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Crónica de un boleto sagrado


Sábado 8 de Diciembre a las 7:30 a.m.

Mis padres se alistaban para el bautizo de Pepito, el hijo de Gladis, una antigua amiga de la familia. Yo comenzaba a abrir los ojos con un resplandor especial proveniente de mi borrosa ventana. La razón la sabía, pero no la creía. Qué rápido pasaron los meses. Recuerdo como si fuera ayer el caluroso abrazo que le di al flaco Perrin (sí, el de el partido con Paraguay) cuando obtuvo las entradas a Picnic. Qué día tan glorioso. “Hicimos historia”, le dije, y él sonreía (tipo Ronaldinho) mientras su frágil semblante levantaba la mano llamando un taxi: tenía que presentar un trabajo en la universidad y no había avanzado nada por estar casi todo el día haciendo la cola en Ripley. Qué rápido pasó el tiempo.


A las 7:45 a.m.

Me metí a la ducha con extraño apuro. Sabía que el flaco iba a llegar tarde a nuestro punto de encuentro, pero una fuerza interna me decía que por hoy iba a ser la excepción contra las millones de veces que me dejó esperando horas en otras circunstancias universitarias (admito que yo también le hice algunas). Salí “retocado” del baño y me puse lo que encontré. Me eché algo de colonia y bastante desodorante para no espantar a quienes estarían a mis costados cuando aplauda en Zoom o para el “¡olé, olé, olé!… ¡Soda, Soda!”. Qué rápido pasaron los minutos.

Me entretuve un poco con algunos escritos llegados desde Bolivia donde envidiaban la suerte de todos los peruanos al presenciar un evento que ellos, por razones políticas (apostaría), no verán; al menos en esta gira – esperemos que no la última – del afamado trío argentino. Respondí algunos de los e-mails con mensajes de esperanza. La fanaticada allá es grande, vaya que sí.

A las 8:30 a.m.

Tomé mi boleto, lo metí a mi billetera. Salí de casa dejándola sola. Eché llave para sentirme más tranquilo, retiré un billete del cajero, y llegué al paradero con el fin de dirigirme al cruce de la av. Arequipa con 28 de Julio, ahí esperaría hasta la llegada del flaco. Finalmente llegó (tarde como siempre y temprano como nunca) y nos fuimos a la cola. Ya estaba más o menos poblada. Como lo sospeché, había llegado gente en la madrugada para tomar los mejores sitios. A pesar de nuestra relativa tardanza el sitio que tomamos en la mencionada cola no era nada pesimista. Apenas había unas 60 personas delante de nosotros y considerando la anchura de la plataforma me emocioné imaginándome casi en la Cúpula, como los pituquitos. Qué lento empezó a correr el tiempo.



Así lució el Estadio Nacional la noche del 08 de diciembre de 2007.
Eran ya casi las 12 del medio día.
 
El sol era achicharrante y ni los helados bamba ni los periódicos abandonados podían soslayar aquel inclemente calor. A la 1 decidí ir a comer algo. Un arroz con lentejas y pescado, para los machos. Con su ensalada rusa sin sazón ni son, y su respectiva Inca Cola de “luca”. Para a cualquiera, ¿no? Regresé a la cola y la situación se iba tornando tensa. Perrin no quiso almorzar por motivos que no mencionaré por respeto a su estómago y comenzaron a llegar los invitados de honor. Esos que se llevan los premios sin sudar, y los vítores sin aparecer. Sólo están, aunque no sepas dónde, escondidos en una zanja, o metidos entre tus cejas. Esos seres tan insultados y envidiados por tener una conchudez de acero: los colones.

¡Qué calor! El sol no bajaba su intensidad y los colones eran cada vez más insultados. Los policías no sabían qué hacer. Después de todo, no es un delito ser conchudo. Aunque la gente sabe poco de eso, ellos sólo hacen caso a sus maravillosos y primitivos instintos. Finalmente las cosas se calmaron y la espera se volvía desesperante.

Llegaron las 4 de la tarde.

Hicieron su fantasmal aparición dos amigos más de la universidad. Nos caen muy bien, la verdad. Aunque no me pareció ético que se quedaran en nuestros lugares. Estaban bien bañados, sin sudar, pero no recibieron insultos. No me molestó su presencia, más bien fue entretenido volver a verlos desde… mmm… a ver, ¿el partido Perú – Brasil? Sí, desde el 18 del mes pasado no los veía. Y milagrosamente la cola empezó a avanzar.

Los problemas no se hicieron esperar, y los colones más conchudos, esos que no conocían a nadie y sólo aguardaban el mínimo espacio para interponerse entre un incauto y otro, comenzaron a dar gala de sus nefastas habilidades. Los gritos de gente que había presenciado la salida del sol tras la tribuna occidente eran a viva voz, y los inoperantes efectivos (¿?) policiales demostraron su absoluta incapacidad. La cola se hacía cada vez más larga, y la ansiedad cada vez más apetente.

Cuando dieron las 5 de la tarde mi sagrado boleto fue partido en dos.

Finalmente, entramos a toda velocidad, ocupamos un muy buen sitio y la emoción se acrecentó cuando noté la claridad con la que veía el rostro del arreglador de instrumentos que deambulaba por el escenario. “Así de claro veré a Cerati”, pensé, y nos sentamos a fumar luego de encontrarnos con otros amigos que habían estado en la cola antes que nosotros. Así es la vida.

Dieron las 6:30 p.m. de la tarde.

El cielo limeño había adoptado una linda coloración, de esas que sólo toma cuando hay cosas importantes que cobijar. Entre bromas y noticias oficiales avisaban la presentación de Max Castro, Lucía de la Cruz, el dúo Ayacucho y Eva Ayllón. Me pareció poco probable que todas estas estrellas (mal ubicadas como apertura en un concierto de Rock, por cierto) peruanas tuvieran el tiempo necesario para realizar sus actividades musicales, considerando que apenas faltaban 2 horas y media para el puntual inicio del concierto más esperado de los últimos 10 años. Dicho y hecho, no aparecieron todos.

En realidad, sólo los ayacuchanos tuvieron la valentía de dar la cara y tratar de entretener a un exigente y esquivo público. Y como suele suceder, los teloneros fueron repelidos por el respetable ansioso del más esencial rock latinoamericano. Mención honrosa para los provincianos: hicieron lo mejor que pudieron y en San Marcos siempre, pero siempre, serán bienvenidos.

No calculé bien el tiempo que estuvieron en escena, pero dudo que hayan pasado la media hora. Nos quedamos sin música en vivo durante casi dos horas, en las que nos entretuvimos de maneras poco esperadas.


El reloj de mi celular marcaba las 7:00 p.m.
 
Una extrovertida, intelectual y voluminosa mujer no se hizo problemas para incluirnos en un entretenido juego de rapidez mental. El juego se llama “Fantasma”. ¿Cómo empezó?, casi como una burla. Una total pero sonriente desconocida tuvo la hidalguía de decir “juguemos algo para no aburrirnos”. La extrovertida mujer, quien respondía al nombre de Mane, no tardó en responderle, “ok, juguemos al fantasma, ¿sabes de qué se trata?”. Yo escuchaba atento pero con la mirada en el estrado, cuando mis recuerdos de películas gringas me llevaron a un momento crucial – “le dirá que desaparezca”, pensé mientras me reía en silencio.

Aparentemente, la sonriente muchacha pensó lo mismo, y rió rendida, como sometida ante el inminente chote que iba a recibir. De forma increíble, Mane, le explicó las reglas del juego y para su buena suerte no tenía que desaparecer de su vista. Los aires de tranquilidad volvieron, y bien invitado procedí a jugar con ellas y el, también voluminoso (¿como bueno hablo?), novio de Mane. Comentar lo divertido del juego sería fatal, porque la verdad es que me han dado unas ganas incontrolables de volver a jugarlo. Sólo diré que la pasamos tan bien, que las 2 horas pasaron volando y la espera se nos hizo más corta.

Gracias Mane, aunque después nos traicionaste desde la Cúpula.

Las 8:50 p.m. venían acompañados de gritos.

Un entretenido sketch argentino proyectado en las pantallas gigantes, nos animó a corroborar la fiebre por la “sodamanía”, los comediantes que ahí hicieron algunos de sus chistes ayudaron, y mucho, a soslayar parte de la euforia contenida haciéndonos desfogarla en risas fuertes y bulliciosas. De aquel sketch sólo me queda la imagen del cantante inconcluso y su “algo está por pasar, algo está por venir, algo está por pasar, algo está por venir…”, seguramente mis risas se escucharon hasta Buenos Aires.

9:00 p.m.

Las luces se apagaron, y los gritos femeninos (que son siempre los que más se escuchan en este tipo de congregaciones) hicieron temblar el Nacional. Cerati, Zeta y Charlie salieron al escenario ante la incredulidad de aquellos hinchas, como yo, que jamás los habíamos visto en persona. Tomaron sus posiciones y comenzaron a jugar con nuestra seducción, llevándonos al extremo y haciéndonos sentir en telarañas. Intenté grabar aquel momento con mi inactivo celular japonés, pero el movimiento excesivo de los fans que me rodeaban y sobre todo el mío, evitaron que pudiera tener una grabación digna. Aunque me queda el sonido. El sonido expresa tanto de ese momento que jamás me atrevería a borrar aquel video tan mal grabado por quien escribe.

Las canciones se sucedían una tras otra, y cada una de ellas nos transportaba a mundos distintos. Hoy me preguntaron con qué presentación me quedaría, es decir, cuál fue la canción que más me gustó de la noche del sábado 8 de Diciembre. Luego de una complicadísima crisis de ideas y sensaciones, me decidí por el que quizás fue el momento más impresionante del show: Gustavo Cerati, genio musical, y maestro en el manejo de masas, hizo que todos y cada uno de los asistentes al José Díaz, encendiera cualquier cosa que pudiera encender, sea un encendedor, un celular, un láser o una bomba molotov, todos debíamos encender algo, y así lo hicimos. Irónica y acertadamente se apagaron las luces del escenario.

Cuando eché un vistazo a las tribunas no lo podía creer, era como estar en una hermosa constelación. Soda creó un ambiente único, como la banda, y rompió la oscuridad con sus luces púrpura, y el melancólico sonar de su guitarra eléctrica anunciando uno de sus mejores temas: “Fue”. Y fue… lejos, el momento más memorable de mi vida como amante de la música.

Otros momentos gratos fueron protagonizados por el, a veces incomprendido, pero siempre respetable público. Dentro del cual me incluyo, por supuesto. En los dos breaks que Soda se tomó, no los dejamos de llamar con nuestras barras, con esos vítores que los artistas tanto adoran, y que jamás olvidan. El público estuvo metido las 2 horas y media que duró el extraordinario concierto, y el mismo Cerati parecía, a ratos, no creerse tanta adoración de un público que no veían desde hacía tantos años.


Gustavo Cerati.
Poco faltaba para la media noche.

Al terminar el concierto llegó el clásico abrazo de la justamente llamada “Trilogía del Rock”, y por más de que nos esperanzamos en que volvieran a salir, tuvimos que recordar que son seres humanos, como nosotros, y que al igual que nosotros, ellos también necesitaban un merecido descanso después del éxtasis.

A las 12 de la noche.

Salimos después de una tumultuosa travesía en la que los llamados “bolsillistas” quisieron ser protagonistas eximios. Felizmente por mi lado no hubo mayores perdidas, aunque poco faltó.

Salimos del estadio con las voces roncas, y el cansancio de un soldado guerrero que luchó hasta el último para cumplir su sueño de paz. Abrazados como borrachos, el flaco y yo fuimos por unas gaseosas, y emprendimos caminata hasta la avenida Javier Prado, donde tomamos los respectivos y caros taxis que nos llevarían a nuestros lugares de siempre. Obviamente, nada sería igual.

A la 1:30 a.m.

Abrí la puerta de mi casa, tomé la poca gaseosa que me dejaron, fui al baño a lavarme y luego saludé a mi vieja y a mi hermana, quienes no tardaron en notar mi espléndido semblante de felicidad. A duras penas les pregunté por el bautizo, todo había salido bien. Pero yo seguía allá, mi mente aún no había salido del José Díaz, seguía vibrando con Soda, con la gente, con Perrin, con Julio y Verónica, con Pierina y sus amigos del trabajo, con Helen, con la chica sonriente, con Mane en la Cúpula, con su novio y con todos los elementos que, juntos, dieron a luz la experiencia más vertiginosa e inolvidable de mi vida.

Al llegar a mi cama ni siquiera tuve fuerzas para cambiarme de ropa. Revisé mi bolsillo trasero, y encontré la parte que me quedó del boleto Picnic que con tanto sacrificio logré comprar: “esto, y mis recuerdos, los pondré en un cuadro” – pensé, y me quedé profundamente dormido.

Gracias totales, Soda Stereo.

Lunes, 10 de Diciembre del 2007.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Recuerdos totales


Faltan pocos días, menos de una semana para disfrutar del concierto de Soda Stereo y vienen a mi memoria gratos recuerdos relacionados con la música profesada por esta gran banda bonaerense. Recuerdos muy variados, podríamos decir: malos y buenos. Todos entremezclados, pero inolvidables. Como cuando asistía a la academia cobijado por mi Walkman, tarareando en silencio canciones como “En camino”, “Un millón de años luz”, o “Nada personal”. En aquel entonces, como lo dije antes, mi posición ante el mundo comenzaba a tomar aires de alpinchismo desmedido, y canciones como esas llevaban mi mente a mundos imaginarios donde me sentía 100, 1000 o tal vez 10000 veces mejor que en el mundo, hipotéticamente, real, mundo lleno de hipocresías, de egocentrismos, de caos mundial, de guerras, de mujeres bellas con corazones vacíos, de hombres machistas, de familias desunidas, de corrupción, y otro largo etcétera. De modo que, Soda, hacía que me olvidara por momentos de lo terrible que significaba vivir en este mundo asqueroso y complicado. Prefería simplemente alejarme de él, y aquellas melodiosas y góticas canciones me ayudaban bastante.

Pero Soda no solamente me ayudó a alejarme de lo feo de este mundo, sino que también me ayudó a acercarme a lo bello. Cómo no recordar aquella tarde en la que me enamoré de Adela, una lindísima compañera de clase en el salón de mediobecados. Normalmente hubiese dudado en acercármele (vale la pena hacer recordar que en la academia, por cada chica linda había 4 o 5 machos en pleno cortejo), pero escuchando “El rito”, las cosas se me hicieron más simples. Esa canción es mágica, vaya que sí. Y tal fue su magia que al ritmo de sus hermosas notas tuve el atrevimiento de ofrecer mi compañía a la bella Adela, desde la academia hasta el paradero. Simple y a la vez importante, y más cuando ella aceptó, renunciando a los otros muchachos que pugnaban por una oportunidad. La tuve y no la desaproveché. Con el audífono izquierdo bien puesto, oyendo “… sueles encontrarme en aquel lugar, y ya lo sabes, nada es casualidad”, y el oído derecho expectante a cualquier insinuación sonora, le dije un discurso plagiado y a la vez encantador: “no es casualidad que esté aquí acompañándote”, soltó una hermosísima sonrisa y luego intercambiamos teléfonos: la había sonrojado. Y comenzó un romance maravilloso en pocos días. Afirmar a quién le debo aquella compañía bien complementada con besos, abrazos y ternura extrema, sería tácito. Se lo debo a Soda, a Cerati, y a la creatividad que tanto caló en los jóvenes de más de una generación.

Y hablando de generaciones. Para muchos les es difícil creer que Soda no musicalizó mi adolescencia en pleno apogeo. Más bien, comencé a interesarme en la banda luego de su separación. Hasta entonces yo era un clásico radioyente, conciente de que la banda argentina había creado “Persiana Americana”, “Prófugos”, y otra cuyo nombre no sabía, pero que me hacía enloquecer con su coro primitivo y sensual al mismo tiempo: “¡TE LLEVARÉ!, HACIA EL EXTREMO”. Luego de eso, poco y nada era lo que sabía de Soda Stereo. No sabía los nombres de los integrantes, ni siquiera una pizca de su historia. No sabía (ni me interesaba) si habían venido al Perú, ni si seguían juntos o separados. Sólo tenía en cuenta de que era una banda muy parecida a Indochina, de la que tampoco era ferviente admirador, pero que escuchaba con mucha más frecuencia. Sin embargo, por cosas que sólo la vida (si hablara) podría explicar, me desligué de lo latino para sumergirme en un grave proceso de alienación, el cual me llevó a ser fan de canales y radios que transmitían música en inglés o máximo, rock en castellano. Bajo este sombrío contexto, me hice fan de Mtv, de su “Beavis & Butt Head”, de Ruth y su sensualísima voz, de Mtv Classic, de los especiales de bandas legendarias como The Rolling Stones, REM, Aerosmith o Radiohead, y en fin, todo lo que implica ser un seguidor de la música anglo y el rock en hablahispana. Las tardes que pasaba frente al televisor, con el VHS listo para poner “REC”, eran largas e intensas, y cuando más me afanaba con mis nuevos ídolos, se anuncia algo que para mí era totalmente ajeno: El último concierto de Soda Stereo. Los especiales homenajeando a la banda, en Mtv, eran realmente desesperantes, y comenzaba a desinteresarme de el canal, por lo que encontré en M21 un buen aliado. Sin embargo poco tardé en descubrir que M21 es un canal argentino, tan hincha de Soda como el resto de los gauchos, y pasaría también homenajes miles. Entre los canales locales (los que en ese entonces sólo sabían recurrir a los Talk Shows y a los chicheritos para ganar rating) y los de cable la victoria era de la visita, y por goleada, por lo que a pesar de las pocas ganas de ver a aquel ondulado personajillo de saco marrón, me sometí a su música tratando de buscarle algo especial. Y sí que lo encontré.

No sé si haya sido la fuerza interpretativa de “De música ligera”, o las miles de almas en el estadio de River que me decían “escúchalos, malos no son”, pero ingresaron en mí unas ganas impactantes de investigar y ahondar todo lo referente a la banda. Por lo que me sumergí en la Internet, adquirí algunos discos, los grabé en cassette y listo. Ahora todo corría por cuenta de mi fiel Walkman y mi traslucida imaginación. Descubrí muchos himnos que adornaban mi simple vida de aquellos años, y me hice un fan incondicional. Aunque la pregunta de rigor llegaba junto a un melancólico lamento: ¿por qué no te conocí antes?

Lamenté durante diez años el hecho de haberme hecho el fan Nº 1 de una manera póstuma, casi homenajeando, mientras otros (varios años mayores que yo, por cierto) habían vivido la época de Soda al Máximo. Sin embargo, un día de Agosto en este año, al ritmo de “Ángel eléctrico”, escuché el rumor que provenía de la boca de un gran amigo: “SODA SE JUNTA”, mi alegría fue grande aunque algo incrédula, pues durante los últimos tres años los rumores sobre un posible reencuentro musical de la banda habían sido varios, y todos mentirosos. Sin embargo esta vez era distinto. Revisé su Web oficial, y ahí estaba, el anuncio de la gira: “Me verás volver”, lindo título, referente a otra de las históricas de Soda, “La ciudad de la furia”. Mi emoción se acrecentó. Lo que siguió fue una serie de sucesos que jugaron con mi corazón. “Sí vienen”, “no vienen”, “sólo pasarán por aquí”, etc. Finalmente se dictó el último veredicto: Soda viene en Diciembre, y ya hasta se sabe la fecha.

Han pasado casi dos meses desde que obtuve esa costosa pero justificada entrada. Y mi corazón comienza a latir a mil por hora. A pesar de las mil y un opiniones sobre el regreso de Cerati, Alberti y Bosio a la escena latinoamericana (habladurías sobre el interés económico que existe) lo cierto es que una reunión como esta jamás será negativa para nadie, ni para ellos, ni para nosotros, los fans, quienes tenemos la oportunidad de, para muchos, volver a vivir épocas de gloria, y para otros, de vivirlas por primera vez.

Y para aquellos que comparan a Soda con futbolistas parrilleros: ¿Oyeron el concierto que hicieron en Baires?, a diferencia de los parrilleros, Soda no ha disminuido su calidad. Me atrevería a decir que ahora han cuajado sus estilos musicales, y son mucho mejores que antes. Recuerden que el resentimiento y la envidia son venenos que uno se traga pensando en que el otro morirá.

Nos vemos el 8, y gracias totales por volver al Perú.



Lima, 3 de Diciembre del 2007.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Palabra de hincha


A despertar

Otra humillante derrota y los ánimos volvieron a quedar calcinados. Nuevamente, los grandes perdedores fueron los hinchas, sí, aquellos que gastamos tiempo, dinero, aliento, vida en alentar a un equipo irregular. Un equipo que por momentos nos hace soñar, y de pronto nos sumerge en las más terribles pesadillas. Ecuador no fue el gran equipo de ayer, yo diría que hizo lo que cualquier otro equipo haría enfrentando a una selección sin alma, sin corazón, sin ganas de nada; yo diría, más bien, que Perú fue el peor equipo de ayer. Una selección sin espíritu puede ser derrotada por cualquier equipo del mundo y no sería exageración pensar que Islas Feroe, Jamaica, o cualquier nación incipiente en lo que al fútbol se refiere, podría tomarnos el pelo, bailarnos la canción más movida en nuestras narices, sacarnos cachita, hacer que su público vitoree “OLE” por cada rincón del estadio, porque esa es nuestra cruda y terrible realidad. Este equipo es la representación deportiva (¿?) de la falta de emociones al jugar, no sintieron la derrota hasta que el árbitro Carlos Chandía decretó el pitazo final. Fue entonces cuando se habrán preguntado “¿Qué fue?, ¿ganamos?, ¿perdimos?, ¿empatamos?, ¿qué me dirán mis viejos?, ¿mi novia?, ¿mi esposa?, ¿mis hijos?, ¿mis amigos?, ¿la prensa?, ¿los hinchas?, 5 a 1, ¡asu!, no lo esperaba”, y créannos, nadie lo esperaba, ni siquiera los ecuatorianos.

Esta es, pues, la historia más repetida de nuestra nefasta vida futbolística peruana, al menos para los que tenemos menos de 25 años. Una historia llena de fracasos, llena de “casis”, llena de desilusión y desesperanza. Una historia que además de todo eso, nos engaña periódicamente, haciéndonos creer que podemos lograr cosas importantes, pero luego haciéndonos chocar espectacularmente con la realidad. Y lo más lamentable es que esta especie de infidelidad futbolera (el fútbol peruano nos engatusa ofreciéndonos triunfos y al final nos engaña yéndose de la mano con la derrota) nos ha acostumbrado a aceptarla; Perú se ha convertido en un país acomodado a la forma de las derrotas, y no hay nada más lamentable que ser un país verdaderamente perdedor.

La gran interrogante que nace en lo profundo de mi cerebro es: ¿Qué haremos con esta selección y con la federación que la acredita?

Las respuestas pueden ser variadas y cada uno de ustedes, mis estimados lectores, tendrá la suya, y les pido permítanme compartir la mía: Nada, yo no haré nada. El IPD quiere intervenir en la FPF lo que haría que la FIFA nos deslinde de sus filas, nos olvidaríamos del fútbol reglamentario durante un larguísimo tiempo, si no es eterno. Y yo, ¿qué haré?, nada. La selección perdió estrepitosamente, y espera Junio del 2008 para desquitarse ante una Colombia que ha demostrado ser un serio candidato a ocupar una de las plazas para Sudáfrica. Sé que perderemos, lo sé. Nadie tiene que contagiarme su pesimismo porque yo tengo algo aún más terrible, tengo realismo, ¿qué haré?: NADA. Recurriré a una frase que suena horrible pero que expresa perfectamente lo que siento por todo esto: Ya me llegó todo al pincho. Y es así, porque ellos mismos (jugadores, técnicos, dirigentes, etc.) nos colmaron la paciencia, ellos mismos nos alejan de los estadios, ellos mismos hacen que dejemos de confiar. Y aunque muchos periodistas salgan en sus distintos programas a decir “esto recién comienza”, “unámonos”, etc., yo les digo: “Esto no comienza recién, ¿por qué?, porque hace años que nos tienen con lo mismo; nos ilusionan y nos hacen presa de farsas; y luego nos meten la rata hasta el fondo con actuaciones deplorables y vergüenzas inolvidables”, y seguramente ninguno de ellos tendrá palabra o gesto alguno que pueda hacerme retractar. Yo soy hincha y el hincha ya se cansó. Y la palabra del hincha en este país debe respetarse a conciencia. Los dirigentes, especializados en la más rochosa demagogia, creen que sacando técnicos y trayendo figuras queridas van a poder dar fe de su “pasapiolismo”, y nosotros, ignorantes, les terminamos creyendo y se burlan mientras levantan las manos en señal de triunfo: “ya la hicimos, más plata pa’ acá”, y cuando consiguen el objetivo principal (llenarse de dinero) dicen: “cumplimos con ustedes, sacamos a ese, metimos al otro, ¿qué nos reclaman?” y se acabó el mundo. Ganaron, como siempre.

Ya es hora de que los hinchas peruanos despertemos de nuestro largo sueño, sueño en el cual muchos “líderes” dirigenciales hicieron con nosotros lo que quisieron, abusaron de nuestra confianza, jugaron con nuestra necesidad, con nuestra avidez de alegría; eso, señores, no tiene perdón. El doc. Burga y sus secuaces no sólo deberían ser expulsados de la FPF sino también desterrados del país por traicionar a la patria, sin dudas, porque lo que hicieron fue una enorme y dolorosa traición. No hablo como un humalista borracho, créanme, estoy tranquilo, pero indignado hasta los huesos. Suelo no representar tan crudamente mis emociones cuando escribo, pero esta vez me fue imposible, si es que ofendí alguna susceptibilidad pido las disculpas del caso, de verdad, perdón. Sólo espero que estas letras hayan servido para contribuir a la nueva conciencia revolucionaria que los peruanos debemos adoptar para salir de esta horrorosa crisis deportiva. Basta ya de robos en la FPF, basta de corrupción, basta de dictaduras.

Señor Burga, la gente no lo quiere, usted tiene la última palabra, y nosotros, la última acción.
Lima, 22 de Noviembre del 2007.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Cartas cobardes nunca enviadas (Parte I)

A Fiorella Z.


“Hola:

De seguro no te acuerdas de mí, ¿verdad?, estarás pensando ‘¿quién será este enfermo que ha puesto este papel debajo de mi puerta?’. Es obvio que no te acuerdes de mí si con las justas me hablaste en el colegio. Aquellos maravillosos días en el año 94, cuando terminábamos sexto de primaria y no teníamos idea de todo lo que se nos venía al crecer. Tiempos aquellos, ¿no?, ahora es tan difícil aceptar que las cosas han cambiado, y causa frustración saber que no se puede retroceder el tiempo, y menos cuando se trata de hacer cosas que ahora nos arrepentimos de no haber hecho. Creo que es parte de la desilusión total que encierra la vida.

Pero no quiero aburrirte con mis frases poéticas.

La verdad es que desde que entré a la secundaria, y no te vi sentada en uno de los pupitres del lado de la ventana, no pude dejar de pensar en ti y en qué estarías haciendo. Escuché rumores de que fuiste a Europa con tus hermanas (cómo no recordarlas) y que se quedarían a vivir allá. Pero hace poco, sí, apenas hace unos días, revisé un oficio de la SBS (parte de mi chamba) donde aparecía una persona con un apellido muy similar al tuyo, y te recordé en carne viva; teniendo acceso a la página de la RENIEC se me ocurrió la genial (aunque tardía) idea de buscarte por ese medio. Y grata fue mi sorpresa cuando te encontré y vi tu foto, qué distinta estás, pero tu rostro curvo no ha cambiado en nada, y tu sonrisa tampoco; lo que me llenó de satisfacción. Con un color de cabello muy oscuro, distinto al castaño claro con el que te recordaba, y unos dientes totalmente arreglados, casi opuestos a tu adolescente dentadura de aquellos años. Pero en resumen sigues tan bella como siempre y eso demuestra que hay cosas que no cambian aunque pasen tantos años. Y mira, ya son casi 13 años desde entonces. A pesar de todo eso lo que más alegría me causó fue saber que sigues viviendo en Lima. Dentro de todo es menos imposible comunicarme contigo mientras estés por estos lares.

Sólo por curiosidad vi también a tus hermanas. El cambio no fue ajeno a ellas, y también están totalmente diferentes (claro si me vieras a mí ahora dirías exactamente lo mismo y hasta más), sobre todo la pequeña Antonella, la recordaba mucho porque parecía una muñeca de porcelana a pilas, y ahora está hecha una señorita. Me siento viejo cuando vivo cosas así.

Pero bueno, no es exactamente de tus cambios físicos de lo que deseo hablarte en esta pequeña misiva. La verdad es que escribo, entre otras cosas, para confesarte lo mucho que me gustabas (no tiene sentido ahora, pero sé que tampoco hubiese tenido sentido decírtelo en ese entonces), sí Fiore, me encantabas. Tu rostro, tu cabello, tu caminar, todo. Sé que ahora puedes estarte riendo, ya que no debo de ser el primero en enviarte una carta como esta. Ya imagino la cantidad de personas a las que cautivaste con tan sólo una sonrisa y no los culparía de caer rendidos ante semejantes encantos como los que tienes; pero te pido por favor que trates de excluir estas palabras de otras que hayas tenido la oportunidad de leer.

Trata de imaginar (aunque aún no sepas quién soy – si es que aún no has revisado el pie de la carta) que pasé gran parte de mi pubertad pensando en experimentar mis primeros besos contigo, y que, a pesar de que sabía que quien te gustaba era mi mejor amigo de esa época, me tragaba mi pena para poder seguir teniéndote cerca. Qué típico, ¿verdad?, ahora me río de todo lo que he vivido; pero si hay algo que quisiera arreglar sería justamente mi timidez de aquel entonces. No hubiese sido capaz de declararme así me hubiese enterado de que te gustaba, te lo digo con toda certeza. Ahora, que dentro de todas mis limitaciones me siento mucho más seguro de mí mismo, daría todo para retroceder el tiempo y, por lo menos, tratar de enamorarte y hacerte soñar, algo que dicho sea el paso mi amigo no hizo; quizás porque en ese entonces poco le interesaban las mujeres.

Fuera del tema, recuerdo las pocas pero significativas vivencias que juntos pasamos, y que extrañamente se encuentran grabadas en un antiguo y desgastado video: día de la madre de aquél año. ¿Te acuerdas?, hiciste de mamá, de mi mamá. Fue tan divertido, sobre todo cuando tu personaje falleció y yo, como hijo, me tuve que deprimir y me tocó tomarme ese horrible trago, sí, había trago en la botella que supuestamente estaba totalmente vacía y limpia, así que mi cara de ebrio (la cual ahora hago con relativa frecuencia y sin fingir) no fue tan actuada después de todo. Buenos días que extraño de vez en cuando.

No te sientas mal si no recuerdas nada de lo que te estoy escribiendo, no me extrañaría, de repente no fue una experiencia muy grata para ti el haber pasado por el C.E.G.N.E. “Á. de la P.”, entre pequeños salones, misios quioscos y cortos recreos. Largas jornadas escolares que de repente no han tenido mucha injerencia en tu vida actual. Como te digo, no te culparía, ya que hay cosas que he vivido en ese colegio que trato de no recordar y muchas ya las debo de haber olvidado. Pero lo que nunca olvidaré son los buenos amigos que me dejó esa linda etapa, y créeme, me hubiese gustado (encantado) que hayas estado en esa lista. A pesar de todo eso hablo con muy pocos: con Sara S., no sé si la recordarás, ya tiene una hija y viven tranquilas por el edificio El Dorado. Luego, a quien veo a veces es a Vanessa, creo que no la llegaste a conocer, no me acuerdo bien… tendría que mirar la foto de la promoción. De Juan R. sí te debes de acordar, a él también me lo cruzo de vez en cuando. Y, bueno, de Manuel sólo sé que vive en USA desde hace años, y hace unos cuantos regresó al Perú de visita y estuvo por mi casa un par de veces. Mmm… recuerdo que María Gracia R. (de ella sí te debes de acordar, es más, tal vez aún sean amigas; sería espectacular) me confesó, contigo a su lado, que le gustaba Roberto, ¿lo recuerdas?, también se hizo mi amigo, estudiamos juntos en 4to de secundaria en el R. L. V (sí, también anduve por ahí), hasta que dejó de estudiar por dedicarse a algunos inmencionables vicios. Lo último que supe de él es que estaba en un centro de rehabilitación, o quizás fue una rumorada que no debemos considerar.

Como verás, todos tomaron rumbos distintos.

Me gustaría saber qué andas haciendo. Te cuento que estoy trabajando en la torre principal de Interbank (sí, esa que anda medio chueca, je), en el área de Depósitos y Clientes, por lo que me fue fácil darme cuenta de que tienes una CTS en el banco (qué chismoso, ¿no?). Además estoy estudiando en la San Marcos, aunque si todo sale bien el próximo año estaría convalidando en la UPC para terminar mi carrera ahí. ¿Y tú?, ¿qué será de tu vida? No sé si te llegue a mandar esta carta, podría convertirse fácilmente en una de las decenas de cartas que no he enviado a sus destinatarios por temor a malas interpretaciones o a simple vergüenza. Pero ten por seguro de que si llegó hasta ti es porque hubo un enorme esfuerzo de mi parte, algo así como una lucha interna que ganó el hecho de querer volver a contactarme contigo, un deseo sin segundas intenciones, por lo que puedes estar más que tranquila.

Eres libre de responder esta carta, como verás sólo te dejo el e-mail que me ha proporcionado el banco, por lo que ya podrás deducir fácilmente mi nombre, aunque a estas alturas ya debes de saber quién soy, si es que de algo te acuerdas, claro está. Lo único que sé es que estaré esperando alguna señal tuya, algo que me diga que en verdad te queda algo del ímpetu adolescente que mostrabas en los 90’s. Debe de haber tanto por contarnos que las cartas quedarían chicas. Espero que tú y tu familia estén bien, y que si no me llegas a escribir, al menos haya alguna forma de saber que todo te está saliendo bien, ¿recurriré a la RENIEC otra vez?, de nosotros depende.

Cuídate mucho, hasta pronto.

Rubén.
mravelo@intercorp.com.pe


PD: Disculpa lo atrevido que tenga esta carta.”
Lima, 12 de Septiembre del 2007

lunes, 19 de noviembre de 2007

Rapsodias del 2003


Aquellos días en el año 2003. Cómo olvidarlos. Días que dejaron huellas imborrables en mi vida, huellas que hasta ahora veo con orgullo y alegría, y que me siguen a donde vaya como fieles sombras con la más pura necedad.

Salvo algunas clases en la universidad, mi vida en aquel entonces era bastante bohemia. A pesar de no contar con recursos monetarios tan flagrantes como los de algunos amigos, me las ingeniaba para pasarla bien en cualquier ambiente al cual ingresaba ya sea por casualidad, causalidad u obligación social. Veía el mundo de una manera simple y fácil, como un inmenso carrusel al cual podía subirme en cualquier momento y montando cualquier caballo, sin presiones, sin tapujos, sólo relajándome. Y cuando las cosas no salían como quería no tardaba en reírme de lo hecho y pensar: “a la otra no fallo”. El Bencho de esa época fue, sin duda, el más “alpinchista” de todos. No pensaba en enamoramientos ni amarres prematuros. No pensaba en mayores responsabilidades que sus libros (cuando los leía), algunos trabajos de la universidad, y los días u horas en las que tomaría, junto a sus compinches, su buen ron barato con su respectivo vino (más barato aún) de compañía. Era todo tan simple, tan convencional. Todo tan bueno. Sí, sigo pensando que esas épocas eran las mejores. No tenía mayores sufrimientos, mi barba andaba de lo más abultada y encantadora, al menos para mí, y mi cabello era el palpable y ondeado reflejo de mi desorden.

Las chicas no faltaban en mi vida. Me repleté de amigas en un abrir y cerrar de ojos y sin pensarlo dos veces aproveché al máximo todas las oportunidades de relax que algunas de ellas me ofrecieron. Y finalmente, al llegar a mi casa, en las frías madrugadas, me refugiaba en mi habitación de madera; la del fondo, la que de a pocos se apolillaba, la que en su interior soportaba mi peso, mis movimientos y mi olor a licor, y que guardaba en sus adentros mis pocas y amadas pertenencias: una tele de 19 pulgadas, un minicomponente, unos cuantos discos compactos, un Súper Nintendo, y un espejo pequeño para ver, cada vez que me despertaba, qué nuevo defecto en forma de grano brotaba en mi peludo e infantil rostro. Una habitación que también soportó unas cuantas aventuras efervescentes, camufladas bajo la oscuridad de un jardín poco cuidado, y bajo las sombras de mi casa ante los oídos sordos de mis durmientes padres.

“Una vida sin problemas”, pudo haber sido el título perfecto para describir mi vida en esos maravillosos meses lejos de los problemas. Aún con todos esos beneficios, mi alma, ansiosa de tormentos y situaciones engorrosas, decidió darse la oportunidad de entablar una informal pero experimental relación amorosa. Aquella persona a la que llamaré “Cristina”, despertó muchas sensaciones físicas en mí. Al margen de su innegable sensualidad y exotismo, Cristina no tenía problema alguno en calmar mis impetuosidades casi adolescentes con sus besos, abrazos y posiciones poco descriptibles en este blog apto para todo público.

Llegué a encariñarme mucho con ella y en muy poco tiempo, lo que provocó cierto temor en mi entorno mental. Pensaba en las miles de posibilidades que existían respecto a sus infidelidades (nunca comprobadas, por cierto), y aunque no era un tema que me quitase el sueño, no era fácil concentrarme en mis actividades habituales de ese entonces. Por todo ello traté de llevar dicha relación de la manera más somera y superflua posible, sin llamadas obligatorias ni citas previsibles, todo espontáneo, como me gusta. Ella aceptaba sin problemas, ya que siendo cuatro años menor que yo su vida recién comenzaba en los ámbitos del amor y simplemente no tenía porqué engancharse en mí, ni en nadie más. De modo que pasamos así varios meses de satisfacciones banales completas y placenteras, incluso nos dimos el lujo de terminar en repetidas ocasiones y darnos grandes intervalos de tiempo sin necesidad de despegarnos de nuestros placeres más eróticos, ni de nuestra vagabunda compañía. Los parques que visitábamos eran siempre los testigos máximos de nuestras proezas amorosas y nuestros amigos en común, quienes solían acompañarnos de vez en cuando en aquellos paseos, trataban de seguirnos los pasos, mas siempre, al final, quedaban como simples espectadores de un espectáculo lleno de fluidos y cariño desmedido.

Cuando todo esto me parecía perfecto, una pequeña lanza de Longinus atravesó mi coraza despreocupada. La situación económica en mi hogar entraba en una terrible crisis, y la conocidísima película de terror llamada “pobreza” comenzaba a lanzar sus primeros spots publicitarios en las mentes de mis padres. El tiempo libre que tenía y la cantidad de dinero que, en teoría, gastaba en diversiones, fueron las excusas perfectas que ellos necesitaban para solicitar que me ponga el overol, y comience a ejercer ayuda real en la casa. Es decir, debía dejar de ser un zángano impúdico, para convertirme en un nuevo soporte chispeante de responsabilidad. Antes había trabajado, esporádicamente y por pequeñas temporadas, en diversos oficios, pero además de lo poco que recibí de esos cachuelos nunca pensé en otra cosa que no fuera gastar ese dinero en mí y en nadie más que en mí. Adquiriendo discos compactos, cassettes, videos, o comprando lassagnas, sanguchones, pollo a la brasa, y un largo y delicioso etcétera. Ante esta situación, y sabiendo lo difícil que sería hacer cambiar mi hábitat en tan poco tiempo, mis padres sacaron a relucir la paciencia más fuerte de todas en la historia de su matrimonio. Más fuerte incluso que la que me tuvieron cuando era un bebé llorón, renegón y comelón (esto último ha empeorado con los años); trataron de cambiar mis hábitos y a pesar de los fracasados primeros días, lograron crear en mí una conciencia de trabajador bastante bien elaborada, conciencia que me obligaba a revisar los periódicos cada domingo, y salir cada lunes, martes o miércoles, terno en cuerpo, desde las 7 de la mañana, a volantear mi ridículo C.V. por todas las empresas de la capital.

Tras incontables derrotas en entrevistas y demás intentos por conseguir actividades lucrativas, mis esperanzas comenzaban a reducirse. Mi autoestima (bien ganada en batallas de todo tipo) empezaba a bajar de modo desmesurado e inclemente. Me comencé a sentir un ser nulo, incapaz, indeseable y además limitado. Lo que antes me parecía simple, se me hacía cada vez más complicado. El castillo de naipes que había construido a base de naturalidad y despreocupación, se venía abajo gracias a un sistema burocrático e injusto. Hasta que de pronto las esperanzas volvieron.

Se dio una llamada al teléfono fijo de mi casa, ese que sólo recibía llamadas y nada más; una llamada que pudo cambiar el rumbo de la historia, y en realidad lo cambió aunque no tanto por motivos laborales en sí. Luego de una entrevista con el gerente pasé a capacitación junto a unos cuantos muchachos de mi edad. Misteriosamente el número de capacitados se fue reduciendo con el pasar de los días, mientras que el salario que nos ofrecían era cada vez más jugoso. Una pizarra blanca y unos cuantos plumones, era lo único que necesitaban los encargados de la capacitación para ir lavándonos el cerebro de a pocos. Y de repente ya me encontraba trabajando para una incipiente academia de inglés. Mi trabajo era simple y la remuneración era vistosa. Sólo tenía que matricular gente. Simple, ¿verdad?, eso parecía. Los 20 dólares que me ofrecían por cada persona matriculada me hacían pensar en la magnífica suma que podría lograr en un mes lleno de suerte y voluntad. Sin embargo me daría nuevamente contra la pared. A pesar de la insistencia y la capacitación constante que nos daban en la empresa, las “ventas” eran invisibles. Amigos, amigas, familiares, todos eran víctimas de mi labia, de mi intento de convencimiento, lo cual, paradójicamente, me convenció a mí mismo de que no servía para vendedor. Le iba diciendo “adiós” a los 1000 dólares mensuales que había presupuestado tan fantasiosamente, mientras, por otro lado, el andar con un terno tan elegante y decir “estoy trabajando” daban sus buenos frutos.

Cristina, quien estudiaba a tan sólo 3 cuadras de aquella empresa, me esperaba a la 1:30 p.m., todos los días, para almorzar juntos. Decir que ella “me esperaba” es bastante relativo y hasta metafórico, porque a las finales era siempre yo el que se quedaba afuera soportando el sol cuyo calor era multiplicado por el grueso saco que llevaba encima; y siendo observado por sus amigas, quienes murmuraban de manera evidente sobre mí. Al salir, ella me sonreía y luego se quedaba hablando con su numeroso grupo amical, mientras que yo, en la vereda del frente, caminaba en círculos, de ida y vuelta en un perímetro de dos metros, para disimular mi nerviosismo, aunque esa actitud sólo lo evidenciaba. Ella levantaba la vista de rato en rato, y dejaba brillar su blanca dentadura sonriendo, mientras sus amigas intentaban hacer lo mismo.

De pronto se despedían y era mi turno de tomar protagonismo acercándome con el objetivo de darle un largo y candente beso que elevara más la temperatura ambiental y que de paso cree una envidia acelerada en sus chismosas compañeras escolares, quienes miraban atentas todas las incidencias del encuentro. Acto seguido, nos íbamos a cualquier restaurante. Mientras caminábamos de la mano por las calles sanborjinas, notaba en Cristina un semblante bastante extraño. Sonriente a más no poder, se le notaba contenta. La palabra era “orgullosa”. Estaba orgullosa de tener un enamorado “trabajador”, y además en terno. Que aparentara tener cierta estabilidad económica poco comparable con la escasez que podía encontrar en los bolsillos de los enamorados de sus amigas. En otras palabras, tenía un enamorado “distinto”, de “otro nivel”, y eso, sin lugar a dudas, genera cierta presunción. Comencé a notar, entonces, los beneficios no lucrativos de trabajar. Y eso, aunque muchos no lo crean, empezó a cambiar mi forma de ver el mundo.

Me comenzaba a sentir más serio, más señorial. Ya no había barba ni ropa andrajosa sin lavar. No había semblante despreocupado, ahora era un trabajador, una persona que aportaba al PBI. Mi frente se levantó y el mundo, que hasta hace poco tiempo me parecía tan interesante y cosmopolita, se me redujo a dos marcadísimos clubes: trabajadores y vagabundos. Y me sentía parte del club más respetable. No tarde en insinuarle a Cristina mi idea de “enamorada de un señor” y le propuse cambiar algunos aspectos de su apariencia. Ciertos cachivaches que eran parte de su deliciosa adolescencia quinceañera, y que no combinaban con mi terno plomizo y opaco: sus ganchos, sus pulseras, sus aretes, sus collares, todo de colores vivos, todo de bajo precio; me parecía una burla, un desacierto para nuestro nuevo status, y ella, mirándome con extrañeza, se preguntaba qué demonios estaba pasando en mí. A pesar de ello, Cristina trató de adaptarse a mis nuevas tendencias, y a manera de juego buscaba la forma de complacerme en mis nuevos y ridículos requerimientos. Lo más irónico de todo es que aún no recibía ni un centavo por parte de la empresa que “supuestamente” me cobijaba y asalariaba. Las únicas monedas que solía tener en el bolsillo eran las que mi padre me prestaba esperanzado en que le pagaría y además comenzaría a retribuir, como hijo y humano, todo lo que él ha hecho por mí durante los 19 años que me había mantenido. Unas cuantas de 50 céntimos, para los cigarros, 2 de un sol, para mis pasajes, y una de 5 para mi almuerzo. Luego, lo demás, era sólo amor al aire, a lo gratuito, y Cristina, sin mayores requerimientos que mis abrazos y protección, parecía comprender perfectamente mi real situación, a pesar de mi apariencia ostentosa.

En resumen, trató de seguirme la corriente, pero no por propias convicciones, sino por cariño a la payasada. Y le resultó todo muy divertido, hasta que en un extraño arranque de formalidad, le demostré mi deseo de “fortalecer” nuestra relación. Era todo tan simple y relajado para ella que ese pedido le resultó asesino y tronante, simplemente lo rechazó por instinto, como cuidando su propio bienestar. Yo, al darme cuenta de lo inapropiada que había resultado mi compañera, me alejé de su lado, esta vez sin placeres banales por complacer, era algo definitivo. La siguiente lección que la vida me dio me hizo renunciar a mi trabajo. Tenía tres semanas perteneciendo a esa infausta legión empresarial, y no había hecho ninguna matricula. Lo único que había conseguido era gastar decenas de soles en restaurantes, en pasajes y en llamadas a teléfonos fijos y celulares con la esperanza de conseguir aquella matrícula que pueda alumbrarme con sus verdes remuneraciones. Mi padre no tardó en darse cuenta de que trabajar “por comisión” no era lo mío, al igual que las ventas, y además de verme regado por toda la avenida Aviación preguntándole a cualquier desconocido “¿estás interesado en estudiar en idioma inglés en tan sólo 8 meses?” derramando, a costa de mi timidez, mi amor propio debido a los rotundos y vergonzosos rechazos a los que era sometido sin piedad alguna. Me di cuenta por mi mismo de lo soberbia que es la capital, y de que los limeños, en su mayoría, no pierden la más mínima oportunidad para hacer prevalecer su supuesta superioridad sobre alguien también supuestamente inferior: alguien que necesite algo del otro. Viéndome en mi fútil lecho, mi padre sugirió mi renuncia y así lo hice. Cuando el gerente, sí, el mismo que se mostró tan buena gente y motivador al principio, leyó la misiva, poco le faltó para romperla en mi cara, diciéndome que tenía que respetar el contrato que había firmado.

Al principio traté de ser amable y cordial con él, dentro de todo me dio la chance, una chance difícil, total, me la jugué y no fue la primera vez que lo hice. Me fue mal. Tampoco fue mi primer fracaso, pero lo importante es que su oportunidad me enseñó muchas cosas y ese es el valor que traté de encontrar en toda la vorágine del matriculador. Es decir, fue la excusa para apaciguar mis ganas de mandarlo a la mierda. Cuando él comenzaba a exasperarse, mi instinto oscuro comenzaba a renacer en mí, aquella violencia que no me gusta utilizar pero que tan bien sirve a la hora de poner las cosas en claro, y siendo él apenas un pigmeo en buenas telas, sólo me bastó pararme y decirle “me largo, y punto”, para que deje de hablar cuanta sandez se le viniera a la cabeza. Se quedó callado, firmó mi carta y me preguntó muy tímidamente “¿no me debes nada?” – “¡¿qué?!” – contrapregunté asombrado, ¿todavía tenía el descaro de cobrar deudas?, lo peor es que esas deudas no existían al menos en el sentido fiduciario; casi de inmediato aclaró: “no sé, alguna ficha de matrícula que no me hayas dado, algún posible cliente, alguna base de datos que nos pertenezca”, respondí: “no les debo nada, todo lo que sea de ustedes, se queda con ustedes” (lo que es mío, se va conmigo).

Al día siguiente se habían acabado los paseos en terno, se habían terminado las ideas vagas de un futuro aristócrata, con sueldo alocados, carros del año, y Cristinas vestidas de Versace. Regresé a mi realidad. Al desempleo más puro y crudo que jamás haya vivido, pero de a pocos fui retomando mi esencia alpinchista, esa que tanto adoro y que trato de conservar incluso hasta estos días. Cristina y yo no nos volvimos a ver sino hasta 2 meses después, cuando fue a mi casa a repetir la vieja historia conocida con el mismo final feliz, luego nos fuimos viendo cada vez menos, hasta que, ya en el año 2004 encontraría el trabajo más serio, dúctil y útil que había tenido hasta entonces. Y con las experiencias pasadas, logré continuar una racha de idas y vueltas emocionales, que de seguro tendré la oportunidad de narrar en alguna otra ocasión.

Hasta entonces, seguiré releyendo y recordando.





Lima, 19 de Noviembre del 2007

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Entre Marte y Venus (Parte II)

(Escribí este pequeño párrafo después de terminar este post, y debo decir que pensé por un momento en no publicar esta segunda parte. Me pareció tan “autoayudístico” que simplemente tardé en digerirlo. Pero una vez que lo hice me sentí tan alimentado que tomé la decisión final de compartirlo, espero que lo disfruten, o al menos no lo tachen de santurrón. Un abrazo.)



El valor de la compañía

Todos huimos de lo cursi, lo más lejos posible. Tememos a todo aquello que nos pudiese avergonzar delante de nuestros amigos, conocidos o familiares. Tememos, también, que nuestras, en teoría, fuertes personalidades, se vean afectadas en cuestiones de imagen. En resumen, tenemos miedo de quedar como débiles, o ridículos al momento de hablar de amor. Sin embargo hay un momento extraño pero casi en un mismo formato para todos. Un momento único, en el cual hasta el más duro de los seres humanos sucumbe sus propios ideales de rudeza y fortaleza emocional. De pronto decimos “te amo, soy muy feliz contigo”; y todos sus derivados. Derivados que ponen rojo a cualquiera, a quien los dice, a quien los escucha, a quien los escribe, o a quien los gesticula.

Decir frases de este tipo es todo un evento en los oídos de las mujeres, quienes ven en los hombres lo que ellas siempre estuvieron buscando: una persona detallista y que las llene de halagos. Porque el amor, según ellas, se alimenta de esos pequeños detalles, y por mucho que se tengan todas las comodidades del mundo, si los hombres no hacemos “cosas por ellas” simplemente la relación fracasará de manera inevitable. Además de las frases cursis, es nuestro deber “como enamorados” hacerles variopintos presentes que puedan servirles de recuerdo: quizás peluches, cartas (con sus respectivos stickers de corazoncitos, y coloreadas a más no poder) perfumadas, globos en formas alusivas al amor, tal vez una caja de bombones, etc. La verdadera idea del amor que podamos tener es lo de menos cuando de exigir detalles se trata, ya que para ellas, el amor empieza por ahí, por los detalles. Sin embargo, el lado más valioso de todo este interminable juego llamado “relación amorosa” es la compañía que obtienes. Entonces los esfuerzos que se hacen se ven espléndidamente recompensados.

Llegan los malos tiempos, y con ellos la terrible y siempre temida soledad; de pronto te das cuenta de que aquella persona es más que besos, abrazos, sexo o demás banalidades físicas. Aquella persona se convierte en algo abstracto y presumiblemente profundo: se convierte en compañía. Podemos ser diferentes, tener muchas discrepancias, discutir cada tres segundos, terminar cada fin de semana; pero nadie puede negar que nos necesitamos (y de qué forma) cuando las cosas no marchan como quisiéramos, y nos sentimos vapuleados por la vida y sus desgracias. El paquete completo de vivir, siempre necesita un soporte que nos evite caer en el abismo, y una relación amorosa, entre tantos otros placeres que podamos disfrutar, puede ser el soporte más fuerte para el hombre o la mujer que sepa valorar la compañía y la lealtad absoluta. Y no hay vuelta que darle, simplemente solos no podríamos salir de tales depresivos momentos.

El valor de la compañía puede llegar a ser más fuerte que muchas otras virtudes encontradas en una relación, y toco siempre el tema del sexo porque los seres humanos (sobre todo desde los 16 hasta los 40 años) priorizamos el placentero aspecto sexual antes que muchos valores dentro de una relación. Tal es así que muchas parejas finalizan su relación por no sentirse satisfechos en ese asunto. Sin embargo, algunas parejas, sobre todo las que maduran reforzando siempre su deseo de ser mejores cada día, llegan a un punto en el cual las relaciones sexuales pasan a un segundo plano. Prefieren, por ejemplo, pasar una noche viendo películas y comiendo canchita, a tener unas horas de sexo desenfrenado que, en teoría, haría sentir más hombre o más mujer a cualquier mortal. Otras parejas (y de esto soy testigo) llegan incluso a visitar hoteles sólo para dormir abrazados, o conversar libremente sobre cualquier tema que no podrían discutir en otros ambientes tan llenos de ojos observadores, críticos y juzgadores. Y yendo al extremo, hay casos en los cuales, hombres y mujeres recurren a líneas telefónicas de amigas o amigos, o incluso a nigthclubes; sólo pidiendo a gritos silenciosos aquel valor tan grande y poco valorado llamado “compañía”.

En estos tiempos más que en otros, la compañía se ha vuelto algo escaso. No cualquiera puede ofrecer una compañía leal, sincera y convincente. Y quienes se ven perjudicados a la hora del desengaño, son aquellos que la necesitan, y que de pronto comienzan a sentirse más solos y decepcionados que nunca. Por ello, dentro de una relación amorosa se debe cultivar ese tremendo e importante valor por encima de otros que socialmente puedan ser más importantes: como la cantidad de sexo que tienen, los precios de los regalos que se hacen, la frecuencia con la que salen a lugares caros, los planes de matrimonio, la iglesia donde será, dónde será la luna de miel, etc. No pretendo fomentar una aberración al sexo (aunque quisiera hacerlo sólo conseguiría fomentar una aberración hacia mí), ni nada por el estilo. Debo decir que disfruto de esos placeres tanto como ustedes; que el calor de una mujer es algo maravilloso, que los besos pueden llevarte al cielo por un instante, que los planes a futuro pueden convertirse en un interesante, divertido y peligroso juego que jamás me negaré a jugar; pero, no sé… quizás me estoy haciendo viejo tan rápido que comienzo a valorar lo que recién hace unos meses avizoró mi abuelo cuando se dio cuenta de que a sus 85 años y después de destapar sus 345 millones (a la “n”) de defectos, su esposa sigue a su lado, dispuesta e incansable; su compañera de siempre.

Las reflexiones pueden ser muchas, y sé que muchos me dirán que lo mejor es que dejemos las lecciones para cuando envejezcamos, sin embargo los exhorto a no esperar tanto, y a pensar en el futuro; cuando de pronto nos veamos tendidos en una cama sin poder ejecutar ningún sinuoso movimiento sensual para complacer damas ansiosas, y pidamos a viva voz lo que antes no supimos valorar. Y si algo en común tenemos los de Marte con las de Venus, es que a nadie le gusta la soledad, y menos cuando se le siente tan cerca.


Pongámonos a prueba.






Lima 07 de Noviembre del 2007.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Entre Marte y Venus (Parte I)


Manipulación y dominio

Los empalmes drásticos que ocurren entre los sexos son realmente fascinantes cuando uno trata de estudiarlos y comprenderlos. El hecho de ser humano y ver el mundo de una forma, para luego encontrar otro humano distinto (física, sexual y mentalmente) que ve todo de forma diferente, siempre trae consecuencias; muchas veces explosivas, otras veces hilarantes, y si tienes suerte, las consecuencias son más que placenteras. Eso sucede cuando un hombre trata con una mujer. Qué tremendo choque de sensaciones. Qué extraña forma de conocer lo que realmente es la discrepancia en todo su sentido. La atracción física se hace fuerte, mientras que la detracción de ideas jala en sentido contrario, pero no nos importa, porque a las finales siempre queremos estar ahí… situaciones extrañas que hacen de la relación “Macho – Hembra” la más interesante del universo.

No podría comenzar a expresar mis ideas sin antes decir que la vida me ha dejado cicatrices en cuanto a mujeres se trata, y que quizás por eso encuentren en estas letras un poco de resentimiento, mas vale decir que estoy siendo lo más objetivo posible, incluyendo en mis conclusiones experiencias vividas por amigos y conocidos que han probado el exquisito sabor de una linda chica, y el amargo sabor del asfalto que comes cuando te encuentras con una frustración.

Los hombres somos, por excelencia, simples; vemos las cosas de un modo totalmente sencillo. Para nosotros no hay cortejos que valgan, ni observaciones obligatorias de gestos y expresiones; no hay coquetería “interesante”, ni miradas con mensajes subliminales. El hombre común y corriente (rubro en el que me incluyo) es distraído, y se preocupa en las cosas más básicas, y poco más que eso irrumpe en su orbita cerebral. Para nosotros las cosas son, o no son.

Las mujeres, en cambio, parecen no creerse que las cosas sean tan simples, y tratan de llenarlo todo de detalles y complementos. Para ellas “las cosas no son así”, el cortejo debe ser largo para que se demuestre un real interés por ellas, la coquetería es obligatoria, las miradas deben de ser insinuantes y a la vez se debe de demostrar indiferencia; luchan por tener un control de la situación que a los hombres no nos interesa en lo más mínimo. Como si no quisiéramos ver televisión y ellas traten de decirnos: “por si acaso el control lo manejo yo, ah”. Luego viene su desdicha, al darse cuenta de que, en realidad, poco nos importan sus complementos, y nos llaman “cavernícolas”, “primates”, “simios”, y además nos acusan de sólo quererlas para el sexo. Injusto pero real y hasta natural.

La incomprensión entre los sexos opuestos (y vaya que se oponen en casi todo) es por demás extraña e irónica. Recuerdo que a los 13 años tuve mi primera enamorada, cortesía de una alcahuetería de mi hermana, ya que a esa edad las únicas mujeres que me interesaban eran Chun Li, Samus Arán, y la tía que atendía en el vicio, a la vuelta de la manzana. En el tercer piso de mi casa, lugar donde no había más que ropa tendida y paredes sin tarrajear, solía pasar parte de mis tardes con ella y mi hermana haciendo quién sabe qué; sólo recuerdo que en uno de esos días mi hermana nos declaró “marido y mujer” delante del tendedero y el cielo gris. Graciela (así la llamaré) se lo había tomado más que en serio, y cuando mi hermana dijo algo así como “puede besar a la novia”, no tardó en estirar sus labios de una forma que me pareció más que graciosa, súper cómica. Reí a carcajadas sin compasión mientras que el rostro de Graciela se tornaba cada vez más rojo, y el de mi hermana se iba convirtiendo en un enorme signo de interrogación. Aún con ese bochornoso incidente Graciela y yo duramos dos extrañas semanas.

Aquellos días marcaron un hito en mi experiencia, me di cuenta de que tener enamorada no era como lo pintaban mis amigos del colegio, quienes solían lucirse transitando de la mano con alguna chiquilla por el patio, a la hora del recreo. A pesar de que en esa época era 30 o 40 veces más distraído que ahora, pude darme cuenta de que algo extraño estaba pasando con mi vida. Mis actividades diarias iban cambiando lentamente de administrador. De pronto las llamadas por teléfono y las citas obligatorias eran mis nuevas tareas cotidianas: “te espero a las 8”, “voy a tu casa a las 5”, “me acompañas al complejo el domingo”, “me llamas a las 6”, y un largo, larguísimo, etcétera. Se acabaron mis visitas al vicio, se terminaron mis encuentros con Chun Li y Samus. Mi espacio se había convertido en su espacio. Y todo de una forma realmente automática y con un mínimo esfuerzo de su parte. Me había hecho de su propiedad y eso me hacía sentir raro y hasta melancólico. Sin embargo los beneficios sociales hacían el contrapeso. La innegable belleza de Graciela subía mi “nivel social” de una forma sorprendente, pasando de ser el clásico “gordito sin flaca” del salón, acusado de “jeropa”, a un “gordito pendejo”, que ya tenía en sus brazos a una “jermita” con quien “debutar”; qué fácil de entender es la jerarquía infantil, ¿verdad?

Aun cumpliendo a cabalidad con los requerimientos de Graciela (quien tenía unos 11 o 12 años en aquel momento), fue ella misma la que le dio fin a nuestra marketeada relación, excusándose del “poco tiempo que tenemos para vernos”. Y sin preguntar “por qués” o entristecerme, le dije “bueno, gracias”, y me fui de su portal directamente al vicio de la vuelta, a reconciliarme con Chun y con Sa’. Tiempo después me confesó que tomó ese “gracias” como un “gracias por haberme elegido, fueron dos semanas maravillosas”, y se quedó tranquila.

Lo que nunca supo ni sabrá es que ese “gracias” fue un “gracias por devolverme mi libertad”.

La manipulación será siempre parte de la mecánica de una mujer. No digo, y aquí quisiera enfatizar, que sean malas o malintencionadas, ni que los hombres seamos inocentes palomitas. Es simplemente naturaleza. Y así como aceptamos a la naturaleza y a todo lo que ella implica (llámese terremotos, sabanas, animales, plantas, etc.) también debemos aceptar que la misma naturaleza nos hizo distintos. ¿Qué nos queda? Simplemente aceptarnos y juntar nuestros dos ángulos para ver el mundo de una manera más completa. Después de todo, la vida misma está compuesta de cosas básicas y cosas complementarias, y unas no podrían existir sin las otras.

Con los hombres y las mujeres, sucede exactamente lo mismo.






Lima, 31 de Octubre de 2007