Aquellos días en el año 2003. Cómo olvidarlos. Días que dejaron huellas imborrables en mi vida, huellas que hasta ahora veo con orgullo y alegría, y que me siguen a donde vaya como fieles sombras con la más pura necedad.
Salvo algunas clases en la universidad, mi vida en aquel entonces era bastante bohemia. A pesar de no contar con recursos monetarios tan flagrantes como los de algunos amigos, me las ingeniaba para pasarla bien en cualquier ambiente al cual ingresaba ya sea por casualidad, causalidad u obligación social. Veía el mundo de una manera simple y fácil, como un inmenso carrusel al cual podía subirme en cualquier momento y montando cualquier caballo, sin presiones, sin tapujos, sólo relajándome. Y cuando las cosas no salían como quería no tardaba en reírme de lo hecho y pensar: “a la otra no fallo”. El Bencho de esa época fue, sin duda, el más “alpinchista” de todos. No pensaba en enamoramientos ni amarres prematuros. No pensaba en mayores responsabilidades que sus libros (cuando los leía), algunos trabajos de la universidad, y los días u horas en las que tomaría, junto a sus compinches, su buen ron barato con su respectivo vino (más barato aún) de compañía. Era todo tan simple, tan convencional. Todo tan bueno. Sí, sigo pensando que esas épocas eran las mejores. No tenía mayores sufrimientos, mi barba andaba de lo más abultada y encantadora, al menos para mí, y mi cabello era el palpable y ondeado reflejo de mi desorden.
Las chicas no faltaban en mi vida. Me repleté de amigas en un abrir y cerrar de ojos y sin pensarlo dos veces aproveché al máximo todas las oportunidades de relax que algunas de ellas me ofrecieron. Y finalmente, al llegar a mi casa, en las frías madrugadas, me refugiaba en mi habitación de madera; la del fondo, la que de a pocos se apolillaba, la que en su interior soportaba mi peso, mis movimientos y mi olor a licor, y que guardaba en sus adentros mis pocas y amadas pertenencias: una tele de 19 pulgadas, un minicomponente, unos cuantos discos compactos, un Súper Nintendo, y un espejo pequeño para ver, cada vez que me despertaba, qué nuevo defecto en forma de grano brotaba en mi peludo e infantil rostro. Una habitación que también soportó unas cuantas aventuras efervescentes, camufladas bajo la oscuridad de un jardín poco cuidado, y bajo las sombras de mi casa ante los oídos sordos de mis durmientes padres.
“Una vida sin problemas”, pudo haber sido el título perfecto para describir mi vida en esos maravillosos meses lejos de los problemas. Aún con todos esos beneficios, mi alma, ansiosa de tormentos y situaciones engorrosas, decidió darse la oportunidad de entablar una informal pero experimental relación amorosa. Aquella persona a la que llamaré “Cristina”, despertó muchas sensaciones físicas en mí. Al margen de su innegable sensualidad y exotismo, Cristina no tenía problema alguno en calmar mis impetuosidades casi adolescentes con sus besos, abrazos y posiciones poco descriptibles en este blog apto para todo público.
Llegué a encariñarme mucho con ella y en muy poco tiempo, lo que provocó cierto temor en mi entorno mental. Pensaba en las miles de posibilidades que existían respecto a sus infidelidades (nunca comprobadas, por cierto), y aunque no era un tema que me quitase el sueño, no era fácil concentrarme en mis actividades habituales de ese entonces. Por todo ello traté de llevar dicha relación de la manera más somera y superflua posible, sin llamadas obligatorias ni citas previsibles, todo espontáneo, como me gusta. Ella aceptaba sin problemas, ya que siendo cuatro años menor que yo su vida recién comenzaba en los ámbitos del amor y simplemente no tenía porqué engancharse en mí, ni en nadie más. De modo que pasamos así varios meses de satisfacciones banales completas y placenteras, incluso nos dimos el lujo de terminar en repetidas ocasiones y darnos grandes intervalos de tiempo sin necesidad de despegarnos de nuestros placeres más eróticos, ni de nuestra vagabunda compañía. Los parques que visitábamos eran siempre los testigos máximos de nuestras proezas amorosas y nuestros amigos en común, quienes solían acompañarnos de vez en cuando en aquellos paseos, trataban de seguirnos los pasos, mas siempre, al final, quedaban como simples espectadores de un espectáculo lleno de fluidos y cariño desmedido.
Cuando todo esto me parecía perfecto, una pequeña lanza de Longinus atravesó mi coraza despreocupada. La situación económica en mi hogar entraba en una terrible crisis, y la conocidísima película de terror llamada “pobreza” comenzaba a lanzar sus primeros spots publicitarios en las mentes de mis padres. El tiempo libre que tenía y la cantidad de dinero que, en teoría, gastaba en diversiones, fueron las excusas perfectas que ellos necesitaban para solicitar que me ponga el overol, y comience a ejercer ayuda real en la casa. Es decir, debía dejar de ser un zángano impúdico, para convertirme en un nuevo soporte chispeante de responsabilidad. Antes había trabajado, esporádicamente y por pequeñas temporadas, en diversos oficios, pero además de lo poco que recibí de esos cachuelos nunca pensé en otra cosa que no fuera gastar ese dinero en mí y en nadie más que en mí. Adquiriendo discos compactos, cassettes, videos, o comprando lassagnas, sanguchones, pollo a la brasa, y un largo y delicioso etcétera. Ante esta situación, y sabiendo lo difícil que sería hacer cambiar mi hábitat en tan poco tiempo, mis padres sacaron a relucir la paciencia más fuerte de todas en la historia de su matrimonio. Más fuerte incluso que la que me tuvieron cuando era un bebé llorón, renegón y comelón (esto último ha empeorado con los años); trataron de cambiar mis hábitos y a pesar de los fracasados primeros días, lograron crear en mí una conciencia de trabajador bastante bien elaborada, conciencia que me obligaba a revisar los periódicos cada domingo, y salir cada lunes, martes o miércoles, terno en cuerpo, desde las 7 de la mañana, a volantear mi ridículo C.V. por todas las empresas de la capital.
Tras incontables derrotas en entrevistas y demás intentos por conseguir actividades lucrativas, mis esperanzas comenzaban a reducirse. Mi autoestima (bien ganada en batallas de todo tipo) empezaba a bajar de modo desmesurado e inclemente. Me comencé a sentir un ser nulo, incapaz, indeseable y además limitado. Lo que antes me parecía simple, se me hacía cada vez más complicado. El castillo de naipes que había construido a base de naturalidad y despreocupación, se venía abajo gracias a un sistema burocrático e injusto. Hasta que de pronto las esperanzas volvieron.
Se dio una llamada al teléfono fijo de mi casa, ese que sólo recibía llamadas y nada más; una llamada que pudo cambiar el rumbo de la historia, y en realidad lo cambió aunque no tanto por motivos laborales en sí. Luego de una entrevista con el gerente pasé a capacitación junto a unos cuantos muchachos de mi edad. Misteriosamente el número de capacitados se fue reduciendo con el pasar de los días, mientras que el salario que nos ofrecían era cada vez más jugoso. Una pizarra blanca y unos cuantos plumones, era lo único que necesitaban los encargados de la capacitación para ir lavándonos el cerebro de a pocos. Y de repente ya me encontraba trabajando para una incipiente academia de inglés. Mi trabajo era simple y la remuneración era vistosa. Sólo tenía que matricular gente. Simple, ¿verdad?, eso parecía. Los 20 dólares que me ofrecían por cada persona matriculada me hacían pensar en la magnífica suma que podría lograr en un mes lleno de suerte y voluntad. Sin embargo me daría nuevamente contra la pared. A pesar de la insistencia y la capacitación constante que nos daban en la empresa, las “ventas” eran invisibles. Amigos, amigas, familiares, todos eran víctimas de mi labia, de mi intento de convencimiento, lo cual, paradójicamente, me convenció a mí mismo de que no servía para vendedor. Le iba diciendo “adiós” a los 1000 dólares mensuales que había presupuestado tan fantasiosamente, mientras, por otro lado, el andar con un terno tan elegante y decir “estoy trabajando” daban sus buenos frutos.
Cristina, quien estudiaba a tan sólo 3 cuadras de aquella empresa, me esperaba a la 1:30 p.m., todos los días, para almorzar juntos. Decir que ella “me esperaba” es bastante relativo y hasta metafórico, porque a las finales era siempre yo el que se quedaba afuera soportando el sol cuyo calor era multiplicado por el grueso saco que llevaba encima; y siendo observado por sus amigas, quienes murmuraban de manera evidente sobre mí. Al salir, ella me sonreía y luego se quedaba hablando con su numeroso grupo amical, mientras que yo, en la vereda del frente, caminaba en círculos, de ida y vuelta en un perímetro de dos metros, para disimular mi nerviosismo, aunque esa actitud sólo lo evidenciaba. Ella levantaba la vista de rato en rato, y dejaba brillar su blanca dentadura sonriendo, mientras sus amigas intentaban hacer lo mismo.
De pronto se despedían y era mi turno de tomar protagonismo acercándome con el objetivo de darle un largo y candente beso que elevara más la temperatura ambiental y que de paso cree una envidia acelerada en sus chismosas compañeras escolares, quienes miraban atentas todas las incidencias del encuentro. Acto seguido, nos íbamos a cualquier restaurante. Mientras caminábamos de la mano por las calles sanborjinas, notaba en Cristina un semblante bastante extraño. Sonriente a más no poder, se le notaba contenta. La palabra era “orgullosa”. Estaba orgullosa de tener un enamorado “trabajador”, y además en terno. Que aparentara tener cierta estabilidad económica poco comparable con la escasez que podía encontrar en los bolsillos de los enamorados de sus amigas. En otras palabras, tenía un enamorado “distinto”, de “otro nivel”, y eso, sin lugar a dudas, genera cierta presunción. Comencé a notar, entonces, los beneficios no lucrativos de trabajar. Y eso, aunque muchos no lo crean, empezó a cambiar mi forma de ver el mundo.
Me comenzaba a sentir más serio, más señorial. Ya no había barba ni ropa andrajosa sin lavar. No había semblante despreocupado, ahora era un trabajador, una persona que aportaba al PBI. Mi frente se levantó y el mundo, que hasta hace poco tiempo me parecía tan interesante y cosmopolita, se me redujo a dos marcadísimos clubes: trabajadores y vagabundos. Y me sentía parte del club más respetable. No tarde en insinuarle a Cristina mi idea de “enamorada de un señor” y le propuse cambiar algunos aspectos de su apariencia. Ciertos cachivaches que eran parte de su deliciosa adolescencia quinceañera, y que no combinaban con mi terno plomizo y opaco: sus ganchos, sus pulseras, sus aretes, sus collares, todo de colores vivos, todo de bajo precio; me parecía una burla, un desacierto para nuestro nuevo status, y ella, mirándome con extrañeza, se preguntaba qué demonios estaba pasando en mí. A pesar de ello, Cristina trató de adaptarse a mis nuevas tendencias, y a manera de juego buscaba la forma de complacerme en mis nuevos y ridículos requerimientos. Lo más irónico de todo es que aún no recibía ni un centavo por parte de la empresa que “supuestamente” me cobijaba y asalariaba. Las únicas monedas que solía tener en el bolsillo eran las que mi padre me prestaba esperanzado en que le pagaría y además comenzaría a retribuir, como hijo y humano, todo lo que él ha hecho por mí durante los 19 años que me había mantenido. Unas cuantas de 50 céntimos, para los cigarros, 2 de un sol, para mis pasajes, y una de 5 para mi almuerzo. Luego, lo demás, era sólo amor al aire, a lo gratuito, y Cristina, sin mayores requerimientos que mis abrazos y protección, parecía comprender perfectamente mi real situación, a pesar de mi apariencia ostentosa.
En resumen, trató de seguirme la corriente, pero no por propias convicciones, sino por cariño a la payasada. Y le resultó todo muy divertido, hasta que en un extraño arranque de formalidad, le demostré mi deseo de “fortalecer” nuestra relación. Era todo tan simple y relajado para ella que ese pedido le resultó asesino y tronante, simplemente lo rechazó por instinto, como cuidando su propio bienestar. Yo, al darme cuenta de lo inapropiada que había resultado mi compañera, me alejé de su lado, esta vez sin placeres banales por complacer, era algo definitivo. La siguiente lección que la vida me dio me hizo renunciar a mi trabajo. Tenía tres semanas perteneciendo a esa infausta legión empresarial, y no había hecho ninguna matricula. Lo único que había conseguido era gastar decenas de soles en restaurantes, en pasajes y en llamadas a teléfonos fijos y celulares con la esperanza de conseguir aquella matrícula que pueda alumbrarme con sus verdes remuneraciones. Mi padre no tardó en darse cuenta de que trabajar “por comisión” no era lo mío, al igual que las ventas, y además de verme regado por toda la avenida Aviación preguntándole a cualquier desconocido “¿estás interesado en estudiar en idioma inglés en tan sólo 8 meses?” derramando, a costa de mi timidez, mi amor propio debido a los rotundos y vergonzosos rechazos a los que era sometido sin piedad alguna. Me di cuenta por mi mismo de lo soberbia que es la capital, y de que los limeños, en su mayoría, no pierden la más mínima oportunidad para hacer prevalecer su supuesta superioridad sobre alguien también supuestamente inferior: alguien que necesite algo del otro. Viéndome en mi fútil lecho, mi padre sugirió mi renuncia y así lo hice. Cuando el gerente, sí, el mismo que se mostró tan buena gente y motivador al principio, leyó la misiva, poco le faltó para romperla en mi cara, diciéndome que tenía que respetar el contrato que había firmado.
Al principio traté de ser amable y cordial con él, dentro de todo me dio la chance, una chance difícil, total, me la jugué y no fue la primera vez que lo hice. Me fue mal. Tampoco fue mi primer fracaso, pero lo importante es que su oportunidad me enseñó muchas cosas y ese es el valor que traté de encontrar en toda la vorágine del matriculador. Es decir, fue la excusa para apaciguar mis ganas de mandarlo a la mierda. Cuando él comenzaba a exasperarse, mi instinto oscuro comenzaba a renacer en mí, aquella violencia que no me gusta utilizar pero que tan bien sirve a la hora de poner las cosas en claro, y siendo él apenas un pigmeo en buenas telas, sólo me bastó pararme y decirle “me largo, y punto”, para que deje de hablar cuanta sandez se le viniera a la cabeza. Se quedó callado, firmó mi carta y me preguntó muy tímidamente “¿no me debes nada?” – “¡¿qué?!” – contrapregunté asombrado, ¿todavía tenía el descaro de cobrar deudas?, lo peor es que esas deudas no existían al menos en el sentido fiduciario; casi de inmediato aclaró: “no sé, alguna ficha de matrícula que no me hayas dado, algún posible cliente, alguna base de datos que nos pertenezca”, respondí: “no les debo nada, todo lo que sea de ustedes, se queda con ustedes” (lo que es mío, se va conmigo).
Al día siguiente se habían acabado los paseos en terno, se habían terminado las ideas vagas de un futuro aristócrata, con sueldo alocados, carros del año, y Cristinas vestidas de Versace. Regresé a mi realidad. Al desempleo más puro y crudo que jamás haya vivido, pero de a pocos fui retomando mi esencia alpinchista, esa que tanto adoro y que trato de conservar incluso hasta estos días. Cristina y yo no nos volvimos a ver sino hasta 2 meses después, cuando fue a mi casa a repetir la vieja historia conocida con el mismo final feliz, luego nos fuimos viendo cada vez menos, hasta que, ya en el año 2004 encontraría el trabajo más serio, dúctil y útil que había tenido hasta entonces. Y con las experiencias pasadas, logré continuar una racha de idas y vueltas emocionales, que de seguro tendré la oportunidad de narrar en alguna otra ocasión.
Hasta entonces, seguiré releyendo y recordando.
Lima, 19 de Noviembre del 2007
Salvo algunas clases en la universidad, mi vida en aquel entonces era bastante bohemia. A pesar de no contar con recursos monetarios tan flagrantes como los de algunos amigos, me las ingeniaba para pasarla bien en cualquier ambiente al cual ingresaba ya sea por casualidad, causalidad u obligación social. Veía el mundo de una manera simple y fácil, como un inmenso carrusel al cual podía subirme en cualquier momento y montando cualquier caballo, sin presiones, sin tapujos, sólo relajándome. Y cuando las cosas no salían como quería no tardaba en reírme de lo hecho y pensar: “a la otra no fallo”. El Bencho de esa época fue, sin duda, el más “alpinchista” de todos. No pensaba en enamoramientos ni amarres prematuros. No pensaba en mayores responsabilidades que sus libros (cuando los leía), algunos trabajos de la universidad, y los días u horas en las que tomaría, junto a sus compinches, su buen ron barato con su respectivo vino (más barato aún) de compañía. Era todo tan simple, tan convencional. Todo tan bueno. Sí, sigo pensando que esas épocas eran las mejores. No tenía mayores sufrimientos, mi barba andaba de lo más abultada y encantadora, al menos para mí, y mi cabello era el palpable y ondeado reflejo de mi desorden.
Las chicas no faltaban en mi vida. Me repleté de amigas en un abrir y cerrar de ojos y sin pensarlo dos veces aproveché al máximo todas las oportunidades de relax que algunas de ellas me ofrecieron. Y finalmente, al llegar a mi casa, en las frías madrugadas, me refugiaba en mi habitación de madera; la del fondo, la que de a pocos se apolillaba, la que en su interior soportaba mi peso, mis movimientos y mi olor a licor, y que guardaba en sus adentros mis pocas y amadas pertenencias: una tele de 19 pulgadas, un minicomponente, unos cuantos discos compactos, un Súper Nintendo, y un espejo pequeño para ver, cada vez que me despertaba, qué nuevo defecto en forma de grano brotaba en mi peludo e infantil rostro. Una habitación que también soportó unas cuantas aventuras efervescentes, camufladas bajo la oscuridad de un jardín poco cuidado, y bajo las sombras de mi casa ante los oídos sordos de mis durmientes padres.
“Una vida sin problemas”, pudo haber sido el título perfecto para describir mi vida en esos maravillosos meses lejos de los problemas. Aún con todos esos beneficios, mi alma, ansiosa de tormentos y situaciones engorrosas, decidió darse la oportunidad de entablar una informal pero experimental relación amorosa. Aquella persona a la que llamaré “Cristina”, despertó muchas sensaciones físicas en mí. Al margen de su innegable sensualidad y exotismo, Cristina no tenía problema alguno en calmar mis impetuosidades casi adolescentes con sus besos, abrazos y posiciones poco descriptibles en este blog apto para todo público.
Llegué a encariñarme mucho con ella y en muy poco tiempo, lo que provocó cierto temor en mi entorno mental. Pensaba en las miles de posibilidades que existían respecto a sus infidelidades (nunca comprobadas, por cierto), y aunque no era un tema que me quitase el sueño, no era fácil concentrarme en mis actividades habituales de ese entonces. Por todo ello traté de llevar dicha relación de la manera más somera y superflua posible, sin llamadas obligatorias ni citas previsibles, todo espontáneo, como me gusta. Ella aceptaba sin problemas, ya que siendo cuatro años menor que yo su vida recién comenzaba en los ámbitos del amor y simplemente no tenía porqué engancharse en mí, ni en nadie más. De modo que pasamos así varios meses de satisfacciones banales completas y placenteras, incluso nos dimos el lujo de terminar en repetidas ocasiones y darnos grandes intervalos de tiempo sin necesidad de despegarnos de nuestros placeres más eróticos, ni de nuestra vagabunda compañía. Los parques que visitábamos eran siempre los testigos máximos de nuestras proezas amorosas y nuestros amigos en común, quienes solían acompañarnos de vez en cuando en aquellos paseos, trataban de seguirnos los pasos, mas siempre, al final, quedaban como simples espectadores de un espectáculo lleno de fluidos y cariño desmedido.
Cuando todo esto me parecía perfecto, una pequeña lanza de Longinus atravesó mi coraza despreocupada. La situación económica en mi hogar entraba en una terrible crisis, y la conocidísima película de terror llamada “pobreza” comenzaba a lanzar sus primeros spots publicitarios en las mentes de mis padres. El tiempo libre que tenía y la cantidad de dinero que, en teoría, gastaba en diversiones, fueron las excusas perfectas que ellos necesitaban para solicitar que me ponga el overol, y comience a ejercer ayuda real en la casa. Es decir, debía dejar de ser un zángano impúdico, para convertirme en un nuevo soporte chispeante de responsabilidad. Antes había trabajado, esporádicamente y por pequeñas temporadas, en diversos oficios, pero además de lo poco que recibí de esos cachuelos nunca pensé en otra cosa que no fuera gastar ese dinero en mí y en nadie más que en mí. Adquiriendo discos compactos, cassettes, videos, o comprando lassagnas, sanguchones, pollo a la brasa, y un largo y delicioso etcétera. Ante esta situación, y sabiendo lo difícil que sería hacer cambiar mi hábitat en tan poco tiempo, mis padres sacaron a relucir la paciencia más fuerte de todas en la historia de su matrimonio. Más fuerte incluso que la que me tuvieron cuando era un bebé llorón, renegón y comelón (esto último ha empeorado con los años); trataron de cambiar mis hábitos y a pesar de los fracasados primeros días, lograron crear en mí una conciencia de trabajador bastante bien elaborada, conciencia que me obligaba a revisar los periódicos cada domingo, y salir cada lunes, martes o miércoles, terno en cuerpo, desde las 7 de la mañana, a volantear mi ridículo C.V. por todas las empresas de la capital.
Tras incontables derrotas en entrevistas y demás intentos por conseguir actividades lucrativas, mis esperanzas comenzaban a reducirse. Mi autoestima (bien ganada en batallas de todo tipo) empezaba a bajar de modo desmesurado e inclemente. Me comencé a sentir un ser nulo, incapaz, indeseable y además limitado. Lo que antes me parecía simple, se me hacía cada vez más complicado. El castillo de naipes que había construido a base de naturalidad y despreocupación, se venía abajo gracias a un sistema burocrático e injusto. Hasta que de pronto las esperanzas volvieron.
Se dio una llamada al teléfono fijo de mi casa, ese que sólo recibía llamadas y nada más; una llamada que pudo cambiar el rumbo de la historia, y en realidad lo cambió aunque no tanto por motivos laborales en sí. Luego de una entrevista con el gerente pasé a capacitación junto a unos cuantos muchachos de mi edad. Misteriosamente el número de capacitados se fue reduciendo con el pasar de los días, mientras que el salario que nos ofrecían era cada vez más jugoso. Una pizarra blanca y unos cuantos plumones, era lo único que necesitaban los encargados de la capacitación para ir lavándonos el cerebro de a pocos. Y de repente ya me encontraba trabajando para una incipiente academia de inglés. Mi trabajo era simple y la remuneración era vistosa. Sólo tenía que matricular gente. Simple, ¿verdad?, eso parecía. Los 20 dólares que me ofrecían por cada persona matriculada me hacían pensar en la magnífica suma que podría lograr en un mes lleno de suerte y voluntad. Sin embargo me daría nuevamente contra la pared. A pesar de la insistencia y la capacitación constante que nos daban en la empresa, las “ventas” eran invisibles. Amigos, amigas, familiares, todos eran víctimas de mi labia, de mi intento de convencimiento, lo cual, paradójicamente, me convenció a mí mismo de que no servía para vendedor. Le iba diciendo “adiós” a los 1000 dólares mensuales que había presupuestado tan fantasiosamente, mientras, por otro lado, el andar con un terno tan elegante y decir “estoy trabajando” daban sus buenos frutos.
Cristina, quien estudiaba a tan sólo 3 cuadras de aquella empresa, me esperaba a la 1:30 p.m., todos los días, para almorzar juntos. Decir que ella “me esperaba” es bastante relativo y hasta metafórico, porque a las finales era siempre yo el que se quedaba afuera soportando el sol cuyo calor era multiplicado por el grueso saco que llevaba encima; y siendo observado por sus amigas, quienes murmuraban de manera evidente sobre mí. Al salir, ella me sonreía y luego se quedaba hablando con su numeroso grupo amical, mientras que yo, en la vereda del frente, caminaba en círculos, de ida y vuelta en un perímetro de dos metros, para disimular mi nerviosismo, aunque esa actitud sólo lo evidenciaba. Ella levantaba la vista de rato en rato, y dejaba brillar su blanca dentadura sonriendo, mientras sus amigas intentaban hacer lo mismo.
De pronto se despedían y era mi turno de tomar protagonismo acercándome con el objetivo de darle un largo y candente beso que elevara más la temperatura ambiental y que de paso cree una envidia acelerada en sus chismosas compañeras escolares, quienes miraban atentas todas las incidencias del encuentro. Acto seguido, nos íbamos a cualquier restaurante. Mientras caminábamos de la mano por las calles sanborjinas, notaba en Cristina un semblante bastante extraño. Sonriente a más no poder, se le notaba contenta. La palabra era “orgullosa”. Estaba orgullosa de tener un enamorado “trabajador”, y además en terno. Que aparentara tener cierta estabilidad económica poco comparable con la escasez que podía encontrar en los bolsillos de los enamorados de sus amigas. En otras palabras, tenía un enamorado “distinto”, de “otro nivel”, y eso, sin lugar a dudas, genera cierta presunción. Comencé a notar, entonces, los beneficios no lucrativos de trabajar. Y eso, aunque muchos no lo crean, empezó a cambiar mi forma de ver el mundo.
Me comenzaba a sentir más serio, más señorial. Ya no había barba ni ropa andrajosa sin lavar. No había semblante despreocupado, ahora era un trabajador, una persona que aportaba al PBI. Mi frente se levantó y el mundo, que hasta hace poco tiempo me parecía tan interesante y cosmopolita, se me redujo a dos marcadísimos clubes: trabajadores y vagabundos. Y me sentía parte del club más respetable. No tarde en insinuarle a Cristina mi idea de “enamorada de un señor” y le propuse cambiar algunos aspectos de su apariencia. Ciertos cachivaches que eran parte de su deliciosa adolescencia quinceañera, y que no combinaban con mi terno plomizo y opaco: sus ganchos, sus pulseras, sus aretes, sus collares, todo de colores vivos, todo de bajo precio; me parecía una burla, un desacierto para nuestro nuevo status, y ella, mirándome con extrañeza, se preguntaba qué demonios estaba pasando en mí. A pesar de ello, Cristina trató de adaptarse a mis nuevas tendencias, y a manera de juego buscaba la forma de complacerme en mis nuevos y ridículos requerimientos. Lo más irónico de todo es que aún no recibía ni un centavo por parte de la empresa que “supuestamente” me cobijaba y asalariaba. Las únicas monedas que solía tener en el bolsillo eran las que mi padre me prestaba esperanzado en que le pagaría y además comenzaría a retribuir, como hijo y humano, todo lo que él ha hecho por mí durante los 19 años que me había mantenido. Unas cuantas de 50 céntimos, para los cigarros, 2 de un sol, para mis pasajes, y una de 5 para mi almuerzo. Luego, lo demás, era sólo amor al aire, a lo gratuito, y Cristina, sin mayores requerimientos que mis abrazos y protección, parecía comprender perfectamente mi real situación, a pesar de mi apariencia ostentosa.
En resumen, trató de seguirme la corriente, pero no por propias convicciones, sino por cariño a la payasada. Y le resultó todo muy divertido, hasta que en un extraño arranque de formalidad, le demostré mi deseo de “fortalecer” nuestra relación. Era todo tan simple y relajado para ella que ese pedido le resultó asesino y tronante, simplemente lo rechazó por instinto, como cuidando su propio bienestar. Yo, al darme cuenta de lo inapropiada que había resultado mi compañera, me alejé de su lado, esta vez sin placeres banales por complacer, era algo definitivo. La siguiente lección que la vida me dio me hizo renunciar a mi trabajo. Tenía tres semanas perteneciendo a esa infausta legión empresarial, y no había hecho ninguna matricula. Lo único que había conseguido era gastar decenas de soles en restaurantes, en pasajes y en llamadas a teléfonos fijos y celulares con la esperanza de conseguir aquella matrícula que pueda alumbrarme con sus verdes remuneraciones. Mi padre no tardó en darse cuenta de que trabajar “por comisión” no era lo mío, al igual que las ventas, y además de verme regado por toda la avenida Aviación preguntándole a cualquier desconocido “¿estás interesado en estudiar en idioma inglés en tan sólo 8 meses?” derramando, a costa de mi timidez, mi amor propio debido a los rotundos y vergonzosos rechazos a los que era sometido sin piedad alguna. Me di cuenta por mi mismo de lo soberbia que es la capital, y de que los limeños, en su mayoría, no pierden la más mínima oportunidad para hacer prevalecer su supuesta superioridad sobre alguien también supuestamente inferior: alguien que necesite algo del otro. Viéndome en mi fútil lecho, mi padre sugirió mi renuncia y así lo hice. Cuando el gerente, sí, el mismo que se mostró tan buena gente y motivador al principio, leyó la misiva, poco le faltó para romperla en mi cara, diciéndome que tenía que respetar el contrato que había firmado.
Al principio traté de ser amable y cordial con él, dentro de todo me dio la chance, una chance difícil, total, me la jugué y no fue la primera vez que lo hice. Me fue mal. Tampoco fue mi primer fracaso, pero lo importante es que su oportunidad me enseñó muchas cosas y ese es el valor que traté de encontrar en toda la vorágine del matriculador. Es decir, fue la excusa para apaciguar mis ganas de mandarlo a la mierda. Cuando él comenzaba a exasperarse, mi instinto oscuro comenzaba a renacer en mí, aquella violencia que no me gusta utilizar pero que tan bien sirve a la hora de poner las cosas en claro, y siendo él apenas un pigmeo en buenas telas, sólo me bastó pararme y decirle “me largo, y punto”, para que deje de hablar cuanta sandez se le viniera a la cabeza. Se quedó callado, firmó mi carta y me preguntó muy tímidamente “¿no me debes nada?” – “¡¿qué?!” – contrapregunté asombrado, ¿todavía tenía el descaro de cobrar deudas?, lo peor es que esas deudas no existían al menos en el sentido fiduciario; casi de inmediato aclaró: “no sé, alguna ficha de matrícula que no me hayas dado, algún posible cliente, alguna base de datos que nos pertenezca”, respondí: “no les debo nada, todo lo que sea de ustedes, se queda con ustedes” (lo que es mío, se va conmigo).
Al día siguiente se habían acabado los paseos en terno, se habían terminado las ideas vagas de un futuro aristócrata, con sueldo alocados, carros del año, y Cristinas vestidas de Versace. Regresé a mi realidad. Al desempleo más puro y crudo que jamás haya vivido, pero de a pocos fui retomando mi esencia alpinchista, esa que tanto adoro y que trato de conservar incluso hasta estos días. Cristina y yo no nos volvimos a ver sino hasta 2 meses después, cuando fue a mi casa a repetir la vieja historia conocida con el mismo final feliz, luego nos fuimos viendo cada vez menos, hasta que, ya en el año 2004 encontraría el trabajo más serio, dúctil y útil que había tenido hasta entonces. Y con las experiencias pasadas, logré continuar una racha de idas y vueltas emocionales, que de seguro tendré la oportunidad de narrar en alguna otra ocasión.
Hasta entonces, seguiré releyendo y recordando.
Lima, 19 de Noviembre del 2007
Larguísimo tu blog eh!! jeje XD, el año 2003 creo que fue bueno pa todos, la verdad que me conmovio tu historia y me vi reflejado en mucho d el q escribiste, sobre too con eso de las pocas monedas y tener una chica exotica, jaja, de verdad que bueno compartir esto a traves de los bloggers, salu2 desde Stgo, Chile.
ResponderEliminar