lunes, 15 de octubre de 2007

Lo de siempre, y los de siempre

Es un lunes y estoy sentado frente a mi PC dispuesto a seguir realizando mis habituales actividades laborales. Con un voluble fin de semana encima, me dispongo a escribir unas cuantas letras; lo cual tiene un objetivo claro: expresar todo lo que encierro, y desfogar ciertas erupciones avecinadas. No cabe la menor duda que el toque que le dio cierto sinsabor a mi fin de semana fue el empate a cero de nuestra querida selección de fútbol con su similar de Paraguay. Al menos en mi caso particular, ese era un partido muy esperado y con el cual tenía mil y un expectativas. Para comenzar, una victoria hubiese alegrado mi sábado y posteriormente mi domingo, luego mi semana, y el fin del mes de Octubre habría sido totalmente favorable para esta pobre alma ansiosa de contenturas. Sin embargo mucho distó la realidad de la ilusión, y nuevamente los futbolistas peruanos dieron muestras de mediocridad, poca entrega y sobre todo inseguridad. Los peruanos, en general, tenemos como mayores características (sobre todo como paradigma frente a los extranjeros) justo esos tres horripilantes factores, sumados a la ya típica “viveza peruana”, y a la “capacidad” que tenemos de hacer negocios turbios tomando siempre el camino más fácil, los “peruchos” (y perdonen la cantidad de comillas, pero es parte de nuestra idiosincrasia) estamos, más que mal parados, desparramados delante de gente de otros países, quienes ya no confían en nosotros; y razones no les faltan. En resumen, pasó lo de siempre.

Pero más allá de reflexiones periodísticas, para las cuales tendremos tiempo después, trataré de narrar un poco más de mi sentir.

En mi casa los preparativos ya estaban hechos. Los piqueos y el vino ya habían sido adquiridos gastando una significativa suma de dinero que había salido de mis bolsillos. Días antes, había invitado a mis amigos de la universidad para que vayan a ver el partido a mi casa. Las entradas estaban muy caras por lo que supuse que muy pocos, sino ninguno, irían al estadio; de modo que aproveché la oportunidad para fomentar la unión que alguna vez tuvimos cuando todos estudiábamos en un solo salón y salíamos a una misma hora directamente a cualquier bar o cancha deportiva para divertirnos a nuestro modo. Ahora que todos trabajamos y que algunos ya pudieron finalizar la carrera, se nos hace cada vez más difícil juntarnos, por ello, un partido de Perú siempre será una buena excusa (tal vez sea lo único bueno del fútbol peruano, después de todo) para volver, aunque sea por unas horas, a nuestras andanzas de antaño. Sin embargo, y uno a uno, mis amigos fueron cancelando mi invitación. En aquel momento, cuando revisaba los mensajes de texto llenos de “sorrys” y “no puedos”, iba reflexionando sobre ciertos temas, muchos, demasiados para escribirlos aquí y en este momento. “¿Hasta qué punto importa la amistad?”, era una de mis interrogantes al imaginar la razón por la cual muchos de mis amigos comenzaban a cancelarme. No había que ser brujo ni vidente para saber que el factor “planeta” era seguramente el determinante para decidir si se iba o no a una reunión de patas (admito que de chibolo yo también lo hacía seguido). Incluso uno de ellos me lo dijo específicamente y sin vergüenza: “Gordito, tengo un planeta, sorry no creo que la haga, ya te contaré después jeje” – obviamente sé que nada me contará, porque sabe que conmigo la cagó y tratará de no tocar el tema. En cuanto al resto, pues pienso que simplemente no fueron tan sinceros como mi mencionado amigo, pero hicieron cosas similares, o parecidas, quizás ver el partido con otro grupo de amigos en el cual se encuentra una chica que les gusta, quizás invitar a una chica al estadio, o de repente salir con sus familias a algún club con el recóndito objetivo de robarle un beso, o algo más, a una despampanante prima, o tía. Quién sabe. Hay tantas cosas relativas a las mujeres que me faltarían todas las hojas de Word de todas las PC’s del mundo para narrarlas sólo parcialmente.

El tema de “chicas por amigos” siempre ha llamado mi atención. En mi caso, una vez alcanzada cierta madurez (aproximadamente a los 19 años) dejé de priorizar a las chicas sobre mis amigos. Gracias a muchas dolorosas experiencias, había aprendido a diferenciar el inconmensurable valor de un amigo frente al, muchas veces superficial, beneficio de tener una enamorada, amiga cariñosa, agarre o como quiera llamársele. Y para mí mis amigos siempre eran los grandes ganadores cuando estas dos enormes fuerzas sociales se enfrentaban al momento de pedirme una drástica decisión: “de hecho estoy allá, espérenme con los tragos”, solía contestar una llamada a algún amigo delante de alguna enamorada, por más significativa que haya sido esa relación y sin importarme sus ególatras reclamos. Hace poco, inclusive, me di la libertad de escribir una canción referente al tema, la cual ya tiene melodía (cortesía de Pornostar) y que pienso cantar a fuerte voz apenas tenga la divina oportunidad de hacerlo: “ellas pasan, los amigos quedan”. Y qué razón tienen sus letras. En pocas palabras, priorizo y priorizaré el resto de mi vida a mis amigos sobre otras diversiones (con sus debidas y justificadas excepciones por supuesto), y no creo equivocarme en ese punto de mi ideología de vida. Donde sí me equivoco es en esperar que los demás hagan lo mismo que yo. Craso error. Y caro se pagó.

Mi segunda reflexión fue “¿Hasta qué punto les importo?”; sí, sé que puede sonar egocéntrico, algo vanidoso, o engreído, quizás; pero nadie puede negar que ante situaciones como la que acabo de pasar el fin de semana, el amor propio, la autoestima o el mismo ego, siempre quedan afectados. Más aún cuando sabes que si hubiese sido otro el que convocó la reunión la respuesta hubiese sido más positiva; si hubiese sido un chico “popular” y no el habitual “gordito” del grupo, no se hubiese pensado el asunto: “él pone las flacas”, se diría; “el pone las chelas”, se rumorearía, todo un mito andante se crearía entorno a ese idealizado personaje asediado por amigas enamoradas, y patas sobones y franeleros. Yo, en cambio, jamás fui popular, y aunque me siento querido por mis amigos jamás pensé que el momento de poner a prueba mi somera influencia amical (vale decir que es la primera vez que yo mismo convoco una reunión de esa naturaleza en mi casa) sería tan decepcionante y triste.

Sin embargo, entre las sombras de la impopularidad, una luz se vislumbró como estrella fugaz; mi gran amigo Carlos (te menciono porque eres grande, flaco) no faltó a mi convocatoria, y llevó bien puesta la camiseta sanmarquina representando a una sarta de “fallas” con la mayor de las dignidades y la más grande valentía. Él se comió mi cólera, la cual se la expresé tratando de disimularla, se dio cuenta y simplemente me hizo olvidar el mal rato con su amena forma de ser y su sonrisa tipo Ronaldinho Gaucho. Luego, otro de los leales apareció, mi pata “Pecoso”, de esos que también andan contigo en las malas. No faltó a la cita y, junto a Carlos, animó lo que parecía convertirse en una tétrica noche futbolera. Los de siempre, estuvieron conmigo y eso me bastó. Luego llegó mi viejo, y un pequeño sobrino que nadie sabe de dónde salió. Fueron ellos mi compañía en aquél sábado. Saqué los piqueos, y luego descorché el vino; empezamos a sufrir con un partido para el infarto, en el cual Paraguay demostró de qué está hecho (de acero), y Perú, que no está para el mundial, definitivamente.

Tras la decepción de ver un equipo partido y sin corazón con la franja roja en el pecho, empezamos a tratar de olvidar las malas vibras tomando lo que quedaba del vino, comiendo los últimos restos de los piqueos, bromeando a más no poder, y divirtiéndonos jugando Mario Kart, y luego el clásico “winazo”. Al margen de los resultados (muy favorables para este servidor, por cierto), saqué varias conclusiones pasado el último sábado; la principal: más vale calidad que cantidad.


Gracias muchachos.



Lima, 15 de Octubre de 2007

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