miércoles, 3 de octubre de 2007

El emblema de la familia



Hace casi un año empecé a escribir sobre el emblema de nuestra familia. En esa ocasión no terminé de completar mis oraciones escritas, porque no lo vi necesario. Preferí, en cambio, celebrar, y disfrutar el renacer de una esperanza encarnada en un ser alejado de todo mal sentimiento, de toda mala intención, y de todo truculento plan para hacer el mal según su conveniencia. Un ser que confirmó mi teoría más humana (supuestamente) no siéndolo. Por ella creí en un amor incondicional, en ese amor que a veces soñamos o esperamos ver en una persona, en una mujer, en un hombre, en algún familiar. Un amor sin barreras, sin obstáculos, simple y alimentador.

Para ese entonces yo trabajaba solitariamente en un módulo del banco ubicado en un minimercado, en San Martín de Porres. A pesar de que aquel punto tenía fama de ser el más concurrido entre todos los puntos, en ese momento, sólo por esos días, tuvo a la soledad como cliente más asiduo, y a mí, como su cajero preferido. Mi cerebro estaba en otro lado, junto a ella. Sabía que la operarían quirúrgicamente para curar una peligrosa infección al útero. Sabía, también, que a sus once años ya no era una saludable y resistente cachorra capaz de soportar los constantes golpes de su perruna vida. Por eso, y quizás otras cosas más que apenas podría traer a mi mente, comenzaba a despedirme de Monchi, en silencio. Mis esperanzas se perdieron cuando la misma doctora veterinaria, que tenía la enorme responsabilidad de velar por su vida, le dijo a mi madre que lo mejor era que se hiciera la idea de perderla, ya que aquella operación sería casi irresistible hasta para un Rottweiler. Los llantos y las autoculpas no se hicieron esperar por parte de los miembros de mi familia, mientras Monchi, sólo mirando todo como si nada le incomodara, parecía tratar de tranquilizarnos con su semblante calmado y siempre cándido; recostada sobre el suelo, o sobre la delgada colchoneta que representaba para ella la cama más cómoda.

Ya dentro de mi módulo parecía desvanecerse mi fuerza, aquella fuerza que traía conmigo desde mi infancia, y que yo creía suficiente para enfrentar cualquier circunstancia de la vida por dura que esta sea.

Sumergido en la pena (esa que es especial porque trae consigo el orgullo de haber tenido lo que se está perdiendo) comencé a relacionar a Monchi con aquellos emblemas familiares tan famosos en la historia de la humanidad. Sobre todo en épocas medievales, cuando las familias no eran sólo eso, sino también poderosas empresas, consorcios y agrupaciones, quienes buscaban siempre una imagen que vaya de acuerdo con sus pomposos apellidos y con sus ilimitados intereses. Por lo general las insignias familiares llevaban tallados, o en gravados, animales con reputación de tener virtudes tales como la valentía, la potencia física, la velocidad, la ternura con sus hijos, la inteligencia, la sagacidad, la astucia, el volumen corporal, la autoridad, etc. Los ejemplos sobran, aunque tal vez los más conocidos tengan que ver con aquellas familias inglesas que adoptaban en sus insignias la forma de un león parado en sus patas traseras, con el hocico abierto en forma amenazante y las patas delanteras en posición de ataque. Pues bien, nosotros no somos, para nada, como aquellas poderosas y adineradas familias. Tampoco tenemos más intereses que el hecho de vivir tranquilos, sólo con lo necesario y un poquito más para sentirnos cada vez mejor y más unidos. Si tuviésemos que buscar un símbolo para una insignia familiar, definitivamente no habría mejor silueta que la de Monchi para definirnos ante la “sociedad”. Un sentimiento hecho mascota, de raza indefinida, como la mía, como la de mi familia, siempre buscando el momento para descansar, como nosotros. De mirada tierna, como la de mi madre; de fuerza inconmensurable, como la de mi padre. De gran sentido del humor, como el de mi hermana. De mucho apetito, como yo. Pero siempre deseando la unión, como los Ravelo Ruljancic intentamos siempre, cada día, cada domingo, cada fecha feriada. Buscando siempre un bienestar que por momentos parece dejarnos la miel en los labios, y de pronto se siente lejano, y nuevamente en la lucha nos encontramos; y cuando nos creen vencidos, ahí nos ven, parados sobre un muro, mirando fijamente a los ojos de quienes quieran abatirnos, y dando nuestra ayuda a quienes la necesiten: Monchi representa la esencia de mi familia, y por eso es el emblema familiar.

De pronto, aquel mes del año 2006, se volvió a marcar un hito en la historia de tan adorado ser viviente. La operación a la que fue sometida fue todo un éxito, y se recuperó rápida y satisfactoriamente contra todos los pronósticos dados por su doctora particular. Monchi era, otra vez, la Ravelo de los milagros. La alegría de todos los que habían tenido la oportunidad de conocerla era evidente, y prácticamente el barrio se había convertido en un carnaval. Volvimos a disfrutar de Monchi, como en los “viejos” tiempos. Volvió a correr, a jugar con mi padre, a revolcarse en las camas, a tomar bastante agua, y a asustar a los pequeños niños que se acercaban a mi madre, según ella, para quitarle su lugar.

Un año más para nosotros, y siete para ella. Dicen los entendidos que lo que para nosotros es “uno”, en cuestiones de tiempo, para los perros es “siete”. Por lo tanto, tenerla un año más fue para ella siete veces más significativo. Sin embargo fue una bendición disfrazada de bomba de tiempo. Sabíamos que aquella infección era la advertencia de una serie de males que se acrecentarían luego. Pero preferimos gozar junto a ella tantos meses como podamos. Y el tiempo nos quedó corto. Un año, entre terremotos y demás acontecimientos, pasó tan rápido como un rayo solar. Y Monchi, nuestra Monchi, volvió a enfermar.

Hoy he vuelto a escribir sobre ella, porque la vida me ha dado la oportunidad de disponer nuevamente de una computadora en mi centro de labores. Durante muchos meses mi trabajo fue en campo, y por ende se me hacía muy complicado (a pesar de contar con otra computadora en mi hogar) escribir sobre las distintas situaciones a las que mi cuerpo, mente y alma pueden ser sometidos. Pero aquella misteriosa y poderosa fuerza a la que llamamos “vida”, ha vuelto a hacer de las suyas y a hacer caso egoístamente a sus propios clamores. Y justo ahora que puedo usar ciertos ratos libres para escribir, me pone la prueba más difícil a la que me he enfrentado hasta ahora: soportar el dolor por la muerte de un ser querido. He pasado por muchas cosas, pero nada ha sido tan doloroso como ver a un ser que tanto quieres siendo atraído por la muerte. Siendo derrotado por los mismos estragos de un organismo esquivo e inclemente. Viendo cómo aquel ser que te recibía en las noches danzando su cola para ti, y acompañándote en lo que sea que hayas estado haciendo, está ahora tendido sobre la cama en la que tantas veces se revolcó de felicidad. Cuesta creerlo, pero la vida es así. Porque dicen que la muerte es parte de la vida y no su antítesis. Y ahí estaba ella, recostada en su cama, esa delgada colchoneta, abrigada y sobre una almohada. En un momento no previsto, dejó de respirar, y murió frente a todos, a mi hermana, a mis padres, a mi enamorada, a mi cuñado, a mi mejor amigo, y frente a mí. Todos sumergidos en un llanto inconsolable entre los que sobresalía con más fuerza el de mi madre, su madre también. Porque perdí a una hermana.

Monchi muere feliz, muere contenta por haber sido la mascota más amada que se haya conocido. Casi adorada como un dios, por momentos. Querida como si compartiésemos la misma sangre. Uniéndonos hasta el final de sus días, porque su muerte fue un domingo de septiembre a las dos de la tarde. Día en el que estamos todos, y hora en la que todos estamos, por lo general, despiertos. Ella pareció elegir el día de su muerte, soportando un intenso dolor reflejado en su hemorragia interna, mas nunca expresó un solo quejido, nunca claudicó ni se obsesionó en sus intentos de aferrarse a la vida, lo hizo a su estilo, a su manera, y lo consiguió, porque ahora es inmortal. Nadie olvidará que hubo alguien llamada Monchi y que hizo feliz a una familia entera y a muchos más, durante doce años consecutivos, sobreviviendo a atropellos, mordeduras, enfermedades e infecciones, y derrotada por el tiempo, porque sólo algo tan poderoso e invencible, puede ser capaz de tender a Monchi en una cama, y llevarla a las manos de un, cada vez más ininteligible Dios. Y a Él, nada que reclamarle, después de todo, si tú fueras Dios, ¿no querrías a Monchi como mascota? Esperanzador por donde se mire.

Descansa en paz, Monchi, sigue representando a los Ravelo Ruljancic en el cielo, sigue siendo nuestro emblema, y personalmente, gracias por hacerme (un niño, adolescente, y hombre) muy feliz.






Lima, 1 de Octubre del 2007

5 comentarios:

  1. HAY AMIGO ERES LO MAXIMO SUERTE EN TODO, TE KIERO MUCHO!!! ME ENCANTO ESTO QUE ESCRIBISTE SOBRE "MONCHI" ESTA MUY LINDO AMIGUITO,MONCHI DEBE ESTAR EN EL CIELO MUY FELIZ DE QUE LA RECORDEMOS ASI.. BYE

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  2. TIO RECIEN LEO TU PRIMER BLOG. NO DEJES DE ESCRIBIR. TIENES PASTA PARA ESTO. UN ABRAZO BENCHITO

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  3. rubencito me hiciste llorar de la emocion de saber que eres uno de los nuestros me refiero a tus uenos sentimientos te quiero mucho no cambies eres la cara de nuestra familia besos tuti keke

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  4. Dios mio, que conmovedor escribes lindo

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