Siempre imaginé aquel día en el que el eclipse vital llegaría para Monchi. El día en el que, tarde o temprano, yo dejaría de poseer la bendición de tener un ser viviente tan fiel y tan leal a mi lado. Imaginaba que en algún momento vería desaparecer su cuerpo, su fragancia, su mirada, y sus movimientos. Sin embargo mi imaginación llegaba a un tope, al tope de idear a Monchi muerta, con los ojos abiertos, y con la lengua afuera; terrorífica imagen que no quiero recordar. Era entonces cuando mi imaginación se deshacía, cuando yo mismo me encargaba de removerla, para que comenzara a maquinar ocupándose en otras cosas, como por ejemplo lo que haría esa tarde con mis amigos, si comernos un sándwich, o ir al cine; lo que haría con mi enamorada el fin de semana, el trabajo de la universidad, el libro que compraría, lo que vería esta noche en televisión, o lo que jugaría en el Play Station; en fin, trataba de alejarme de esa tétrica y poco atractiva idea.
Hoy, una vez vivido el momento más difícil de mi vida (para los que subestiman la muerte de una mascota seguramente estoy hablando piedras), y después de tres días de su muerte, puedo gritar a viva voz que no hay algo más horrible que ver a un ser tan querido en estado de fallecimiento. Y ahora entiendo porqué no se tarda tanto en enterrar a los muertos, más que cuestiones religiosas, o biológicas (descomposición química), la verdad es que no queremos ver a los muertos; no soportamos sus rostros expresando inexpresión, ni sus miradas vacías, no soportamos su involuntaria dejadez, la forma como se les puede mover sin que ellos opongan mayor resistencia que la inercia, la manera como comienzan a bajar su temperatura.
Toda esa visión, todo ese antiespectáculo, es lo que en el fondo se desea evitar al momento de enterrar a un fallecido. Y ahora lo comprendo mejor que nunca. Ya que, al menos por ahora, más que las innumerables alegrías que mi adorada hermana (“mascota” para los promedio) me ha regalado, no se va de mi mente aquel rostro tan extraño y sin intenciones que su cuerpo le adhirió cuando llegó su hora. Me trajo a la mente recuerdos traumáticos de cuando veía el Discovery Channel y observaba la muerte de impalas, gacelas o demás animales nacidos para ser presas. Al momento de ser asesinados adoptaban, todos, la misma expresión; aquella expresión que hasta ahora no comprendo, pero que asusta, traumatiza, desvela la mente, y las que son “voladoras” como la mía lo deben de sufrir aún más.
No sé cuánto tiempo vaya a durar todo este suplicio, el hecho de, no sólo extrañar a Monchi, sino también recordarla no como la gran canina que fue, sino por esa última expresión (sin expresión) que puso antes de marcharse. He hasta soñado con ese rostro. Si a eso le sumamos la tensión y preocupación que me causa el estado emocional de mi madre, a quien le afectó mucho más que a cualquiera, estamos hablando de días realmente difíciles, días en los que el emblema de la familia comienza a borrarse lentamente de nuestros mejores recuerdos, desgarrándose cual tatuaje de una delicada piel.
El cambio es por demás complicado, pero confío en que nos acostumbraremos a vivir sin Monchi, lo que no implica que no la recordaremos siempre, porque ese lugar en nuestras memorias ella se lo ganó. Y lo hizo aplicando la ley del mínimo esfuerzo, la misma ley que aplica Ronaldinho Gaucho cuando juega, la misma ley que aplican los luchadores de la WWE: simplemente hacen los que su corazón les dicta, lo que sus virtudes les encomiendan (y lo mejor es que ganan millones haciendo lo que más les gusta). Por ello sus esfuerzos son mínimos, simplemente preparación física en el caso de los deportistas mencionados; en el caso de Monchi, soportar la incomprensión de un mundo autodenominado “humano”, pero que poco hace para que esa autodenominación sea justificada. Y es que, si “humano” significa, entre otras cosas, tener sentimientos, meditación antes de actuar, y sensibilidad absoluta, entonces no me cabe la menor duda de que Monchi fue más humana que más de la mitad de seres humanos de este planeta (sí, ¿por qué no?, me incluyo en la lista).
Por lo tanto, se nos fue un gran ser humano.
Lima, 3 de Octubre del 2007.
Hoy, una vez vivido el momento más difícil de mi vida (para los que subestiman la muerte de una mascota seguramente estoy hablando piedras), y después de tres días de su muerte, puedo gritar a viva voz que no hay algo más horrible que ver a un ser tan querido en estado de fallecimiento. Y ahora entiendo porqué no se tarda tanto en enterrar a los muertos, más que cuestiones religiosas, o biológicas (descomposición química), la verdad es que no queremos ver a los muertos; no soportamos sus rostros expresando inexpresión, ni sus miradas vacías, no soportamos su involuntaria dejadez, la forma como se les puede mover sin que ellos opongan mayor resistencia que la inercia, la manera como comienzan a bajar su temperatura.
Toda esa visión, todo ese antiespectáculo, es lo que en el fondo se desea evitar al momento de enterrar a un fallecido. Y ahora lo comprendo mejor que nunca. Ya que, al menos por ahora, más que las innumerables alegrías que mi adorada hermana (“mascota” para los promedio) me ha regalado, no se va de mi mente aquel rostro tan extraño y sin intenciones que su cuerpo le adhirió cuando llegó su hora. Me trajo a la mente recuerdos traumáticos de cuando veía el Discovery Channel y observaba la muerte de impalas, gacelas o demás animales nacidos para ser presas. Al momento de ser asesinados adoptaban, todos, la misma expresión; aquella expresión que hasta ahora no comprendo, pero que asusta, traumatiza, desvela la mente, y las que son “voladoras” como la mía lo deben de sufrir aún más.
No sé cuánto tiempo vaya a durar todo este suplicio, el hecho de, no sólo extrañar a Monchi, sino también recordarla no como la gran canina que fue, sino por esa última expresión (sin expresión) que puso antes de marcharse. He hasta soñado con ese rostro. Si a eso le sumamos la tensión y preocupación que me causa el estado emocional de mi madre, a quien le afectó mucho más que a cualquiera, estamos hablando de días realmente difíciles, días en los que el emblema de la familia comienza a borrarse lentamente de nuestros mejores recuerdos, desgarrándose cual tatuaje de una delicada piel.
El cambio es por demás complicado, pero confío en que nos acostumbraremos a vivir sin Monchi, lo que no implica que no la recordaremos siempre, porque ese lugar en nuestras memorias ella se lo ganó. Y lo hizo aplicando la ley del mínimo esfuerzo, la misma ley que aplica Ronaldinho Gaucho cuando juega, la misma ley que aplican los luchadores de la WWE: simplemente hacen los que su corazón les dicta, lo que sus virtudes les encomiendan (y lo mejor es que ganan millones haciendo lo que más les gusta). Por ello sus esfuerzos son mínimos, simplemente preparación física en el caso de los deportistas mencionados; en el caso de Monchi, soportar la incomprensión de un mundo autodenominado “humano”, pero que poco hace para que esa autodenominación sea justificada. Y es que, si “humano” significa, entre otras cosas, tener sentimientos, meditación antes de actuar, y sensibilidad absoluta, entonces no me cabe la menor duda de que Monchi fue más humana que más de la mitad de seres humanos de este planeta (sí, ¿por qué no?, me incluyo en la lista).
Por lo tanto, se nos fue un gran ser humano.
Lima, 3 de Octubre del 2007.
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