miércoles, 31 de octubre de 2007

Entre Marte y Venus (Parte I)


Manipulación y dominio

Los empalmes drásticos que ocurren entre los sexos son realmente fascinantes cuando uno trata de estudiarlos y comprenderlos. El hecho de ser humano y ver el mundo de una forma, para luego encontrar otro humano distinto (física, sexual y mentalmente) que ve todo de forma diferente, siempre trae consecuencias; muchas veces explosivas, otras veces hilarantes, y si tienes suerte, las consecuencias son más que placenteras. Eso sucede cuando un hombre trata con una mujer. Qué tremendo choque de sensaciones. Qué extraña forma de conocer lo que realmente es la discrepancia en todo su sentido. La atracción física se hace fuerte, mientras que la detracción de ideas jala en sentido contrario, pero no nos importa, porque a las finales siempre queremos estar ahí… situaciones extrañas que hacen de la relación “Macho – Hembra” la más interesante del universo.

No podría comenzar a expresar mis ideas sin antes decir que la vida me ha dejado cicatrices en cuanto a mujeres se trata, y que quizás por eso encuentren en estas letras un poco de resentimiento, mas vale decir que estoy siendo lo más objetivo posible, incluyendo en mis conclusiones experiencias vividas por amigos y conocidos que han probado el exquisito sabor de una linda chica, y el amargo sabor del asfalto que comes cuando te encuentras con una frustración.

Los hombres somos, por excelencia, simples; vemos las cosas de un modo totalmente sencillo. Para nosotros no hay cortejos que valgan, ni observaciones obligatorias de gestos y expresiones; no hay coquetería “interesante”, ni miradas con mensajes subliminales. El hombre común y corriente (rubro en el que me incluyo) es distraído, y se preocupa en las cosas más básicas, y poco más que eso irrumpe en su orbita cerebral. Para nosotros las cosas son, o no son.

Las mujeres, en cambio, parecen no creerse que las cosas sean tan simples, y tratan de llenarlo todo de detalles y complementos. Para ellas “las cosas no son así”, el cortejo debe ser largo para que se demuestre un real interés por ellas, la coquetería es obligatoria, las miradas deben de ser insinuantes y a la vez se debe de demostrar indiferencia; luchan por tener un control de la situación que a los hombres no nos interesa en lo más mínimo. Como si no quisiéramos ver televisión y ellas traten de decirnos: “por si acaso el control lo manejo yo, ah”. Luego viene su desdicha, al darse cuenta de que, en realidad, poco nos importan sus complementos, y nos llaman “cavernícolas”, “primates”, “simios”, y además nos acusan de sólo quererlas para el sexo. Injusto pero real y hasta natural.

La incomprensión entre los sexos opuestos (y vaya que se oponen en casi todo) es por demás extraña e irónica. Recuerdo que a los 13 años tuve mi primera enamorada, cortesía de una alcahuetería de mi hermana, ya que a esa edad las únicas mujeres que me interesaban eran Chun Li, Samus Arán, y la tía que atendía en el vicio, a la vuelta de la manzana. En el tercer piso de mi casa, lugar donde no había más que ropa tendida y paredes sin tarrajear, solía pasar parte de mis tardes con ella y mi hermana haciendo quién sabe qué; sólo recuerdo que en uno de esos días mi hermana nos declaró “marido y mujer” delante del tendedero y el cielo gris. Graciela (así la llamaré) se lo había tomado más que en serio, y cuando mi hermana dijo algo así como “puede besar a la novia”, no tardó en estirar sus labios de una forma que me pareció más que graciosa, súper cómica. Reí a carcajadas sin compasión mientras que el rostro de Graciela se tornaba cada vez más rojo, y el de mi hermana se iba convirtiendo en un enorme signo de interrogación. Aún con ese bochornoso incidente Graciela y yo duramos dos extrañas semanas.

Aquellos días marcaron un hito en mi experiencia, me di cuenta de que tener enamorada no era como lo pintaban mis amigos del colegio, quienes solían lucirse transitando de la mano con alguna chiquilla por el patio, a la hora del recreo. A pesar de que en esa época era 30 o 40 veces más distraído que ahora, pude darme cuenta de que algo extraño estaba pasando con mi vida. Mis actividades diarias iban cambiando lentamente de administrador. De pronto las llamadas por teléfono y las citas obligatorias eran mis nuevas tareas cotidianas: “te espero a las 8”, “voy a tu casa a las 5”, “me acompañas al complejo el domingo”, “me llamas a las 6”, y un largo, larguísimo, etcétera. Se acabaron mis visitas al vicio, se terminaron mis encuentros con Chun Li y Samus. Mi espacio se había convertido en su espacio. Y todo de una forma realmente automática y con un mínimo esfuerzo de su parte. Me había hecho de su propiedad y eso me hacía sentir raro y hasta melancólico. Sin embargo los beneficios sociales hacían el contrapeso. La innegable belleza de Graciela subía mi “nivel social” de una forma sorprendente, pasando de ser el clásico “gordito sin flaca” del salón, acusado de “jeropa”, a un “gordito pendejo”, que ya tenía en sus brazos a una “jermita” con quien “debutar”; qué fácil de entender es la jerarquía infantil, ¿verdad?

Aun cumpliendo a cabalidad con los requerimientos de Graciela (quien tenía unos 11 o 12 años en aquel momento), fue ella misma la que le dio fin a nuestra marketeada relación, excusándose del “poco tiempo que tenemos para vernos”. Y sin preguntar “por qués” o entristecerme, le dije “bueno, gracias”, y me fui de su portal directamente al vicio de la vuelta, a reconciliarme con Chun y con Sa’. Tiempo después me confesó que tomó ese “gracias” como un “gracias por haberme elegido, fueron dos semanas maravillosas”, y se quedó tranquila.

Lo que nunca supo ni sabrá es que ese “gracias” fue un “gracias por devolverme mi libertad”.

La manipulación será siempre parte de la mecánica de una mujer. No digo, y aquí quisiera enfatizar, que sean malas o malintencionadas, ni que los hombres seamos inocentes palomitas. Es simplemente naturaleza. Y así como aceptamos a la naturaleza y a todo lo que ella implica (llámese terremotos, sabanas, animales, plantas, etc.) también debemos aceptar que la misma naturaleza nos hizo distintos. ¿Qué nos queda? Simplemente aceptarnos y juntar nuestros dos ángulos para ver el mundo de una manera más completa. Después de todo, la vida misma está compuesta de cosas básicas y cosas complementarias, y unas no podrían existir sin las otras.

Con los hombres y las mujeres, sucede exactamente lo mismo.






Lima, 31 de Octubre de 2007

miércoles, 17 de octubre de 2007

Una vez más, tú

Tal y como se especulaba en la mayoría de medios, la selección chilena venció, sin transpirar, a nuestra selección peruana. La guerra la volvieron a ganar y esta vez gastando apenas unos cuantos cartuchos. Trataré de ser lo más optimista posible y también de no hacer que mis comentarios se parezcan a los de Fleischman o Núñez; menos a los de Beingolea, Butters o Peredo. La verdad es que me pareció haber visto mejorías. Sí, mejorías.
No, no estoy loco, ni ciego, aunque uso lentes pero el partido lo vi en pantalla gigante. Vi un mejor Perú, al menos en los minutos que prosiguieron del repetitivo (en la última eliminatoria también nos anotaron, las dos veces, de cabeza) gol de Suazo. Tampoco soy amante del Voley, me apasiona el fútbol desde que tengo uso de memoria y no creo que deba rendir a nadie explicaciones sobre mi percepción del “deporte rey”. Tengo una opinión formada en base a mi observación de todas las ligas que he podido ver, y todos los jugadores que he podido admirar o calificar de distintas maneras; obviamente todo esto a título personal, porque de periodista poco tengo. Dadas estas circunstancias me atrevo a reafirmar mi hipótesis: Perú jugó mejor contra Chile que contra Paraguay. Vayamos al desglose.

En los primeros minutos del partido se vio un encuentro casi parejo, ligeramente favorable a Chile en el dominio del balón. A esas alturas yo estaba sentado en el auditorio del banco con gente totalmente desconocida y que me comentaba de vez en cuando sobre las incidencias. Por mi parte me concentraba en ver lo que hacía Solano y Pizarro por el sector derecho de la zona de ataque, y trataba de descifrar lo que hacía Jayo Legario, quien parecía un opaco ente perdido en la cancha de juego. Sin situaciones de gol en ninguna de las dos áreas imaginé que el poderío chileno se centraría en su más promocionado jugador, Matías Fernández, y en sus ponzoñosos remates de tiro libre, la otra posibilidad, era el juego aéreo, en el cual los peruanos desde hace no menos de quince años tenemos serios problemas que nos cuestan goles, partidos, eliminaciones y, lo peor, frustraciones en los hinchas. Y lamentablemente no me equivoqué: antes de los quince minutos, el “chupete” marcaba el primero enviando el balón pegado al palo con su calva testa, tras un excelente servicio desde la esquina de “Matigol”. Doloroso reencuentro con la realidad después de las clásicas especulaciones previas a partidos de esta naturaleza; pero ahí estaban los hinchas, alentando, aunque lamentándose de no haber podido elegir dónde nacer (Brasil estaría sobrepoblado). Y luego, la mejora de Perú.

El toque de balón y la recuperación tuvieron una notable alza en su calidad ofensiva. Tanto Acasiete como De La Haza empezaron a impulsar el equipo desde abajo, a veces apresurándose, pero mostrando momentos de tranquilidad y precisión que llevaron al equipo peruano a tener al menos tres oportunidades claras del gol de cara al arco de Bravo (la más clara, la de Farfán – tapadón del chileno). Todo esto mencionado ni siquiera se logró avizorar en el partido con Paraguay. No hubo, en aquel partido del fin de semana pasado, ni siquiera conatos de esas intenciones tan interesantes que nuestra selección demostró hoy ser capaz de llevar a cabo. Si bien es cierto Paraguay es cuadro por cuadro superior a Chile, debemos recordar que contra los guaraníes jugamos en propio feudo, mientras que contra los mapochinos jugamos como visitantes, y en una cancha (aunque hoy mucho más tranquila que otras veces) siempre hostil como la del Nacional de Santiago. Eso es lo que resalto de Perú. Puntualmente no hubo mayores mejorías: Farfán apagado, Pizarro de espaldas al arco, Vargas demasiado impetuoso, Solano siempre desesperado tratando de encontrar espacios y momentos para sus mágicos pases, Jayo y De La Haza siguieron sin marcar diferencias (ni chilenos), Galliquio y Vílchez con poquísimas e infructuosas proyecciones, y dos backs intermitentes, con unas de cal y otras de arena blanca, como Acasiete y Rodriguez.

Luego, ya en el segundo tiempo, Perú siguió fallando ocasiones de gol como si se tratase de recibir lo que sobra, desaprovechando oportunidades que un equipo, con aspiraciones a un mundial, no puede fallar. Y en lo que considero “el mejor momento de Perú” (dentro de lo mediocre del partido), apareció una genialidad de Vidal, genialidad que conjugó muy bien con una desatención de “Tyson”, y dejó sólo a Matías para batir de manera efectiva al cancerbero peruano. 2 a 0, se acabó el partido para todos. Desde ahí Perú perdió lo que había avanzado, y nuevamente recurrió a las faltas peligrosas, a las imprecisiones, y a la desmedida confianza de que “Ñol”, “Jeffri” o “Pizza” se salieran del libreto con alguna jugada sensacional digna de liga europea, y salvaran la vergüenza, la poca que aún nos queda. Se bajaron los brazos y nos entregamos a un resultado que pudo ser peor si es que Chile no desperdiciaba algunas ocasiones de gol que tuvo.

Oscar Julián Ruíz fue quizás la pila más baja en el partido. Con faltas compradas, amarillas inventadas y decisiones discutidas, se hizo, por momentos, protagonista de un juego que él sólo debía dirigir, mas no eclipsar con sus fallas. Aunque, obviamente, la mala actuación del referee cafetero no justifica en absoluto la derrota peruana.

Increíblemente Leao Butrón fue mi gran decepción de esta tarde noche; no por haber tenido un mal desempeño como arquero (en los goles no tuvo nada que hacer) sino por no haber hecho hervir su sangre como debe ser en este tipo de partidos. Parecía, por momentos, estar jugando un partido de práctica entre la San Martín y el América Cochahuayco. Demoraba en los saques, parecía hacer tiempo, y además de todo ello, no pude ver ningún saque de meta suyo que no terminara en la cabeza, pecho o pies de algún jugador chileno. En cuanto al resto de peruanos vi una conciencia de triunfo (o de empate) que no vi contra Paraguay, y por eso pienso que se mejoró. Léase bien: para mí, Perú mejoró. Lo que no quiere decir que ande bien y que estemos listos para clasificar a Sudáfrica.

Hay un camino largo que la selección peruana deberá seguir para lograr una, al menos ahora, lejana (lejanísima) clasificación. Y en ese camino habrá más de una guerra en cancha. Los lamentos sirven de poco cuando nada se aprende de las experiencias vividas. El “Chemo” (al que no le encuentro mayores responsabilidades que las habituales en esta derrota) tendrá que trabajar más de la cuenta con este grupo de jugadores que quieren formar un equipo. Sí, hoy vi sus ganas de ser equipo, y dentro de todo lo que significa perder contra el rival “de siempre”, eso es lo más positivo, o quizás lo único, que podría resaltar.

Las ganas están, ahora a mejorar para que los hinchas dejen de comer ganas, y comiencen a degustar triunfos.




Lima, 17 de Octubre de 2007

lunes, 15 de octubre de 2007

Otra vez tú

Desde muy niños los peruanos somos, directa o indirectamente, instruidos usando una ideología antichilena muy marcada. Se habla de las guerras, de los asesinatos, de los ataques cobardes, de los antiguos buques de guerra, de Miguel Grau, y una serie de acontecimientos que montan un teatro en el cual los chilenos toman con honores el papel de “malos”, dejando a los peruanos como los sanos e inocentes “buenos” que lucharon incansablemente por la justicia. Muchos de nosotros, los peruanos, crecemos generación tras generación con cierta aberración hacia nuestros vecinos del sur, debido a que nuestros padres y profesores nos hacen creer, con historias y héroes muertos, que el ejercito mapochino siempre nos tiene y nos tendrá en la mira de sus matonescas pretensiones; y que además, nos humillan con un marcado lenguaje racista y discriminatorio. Crece de a pocos una cultura chauvinista bastante preocupante, y lo es para ambos países, ya que Chile no es ajeno a las mismas historias cambiadas, modificadas especialmente para que los peruanos tomen el papel de “malos” que en nuestro feudo lucen los chilenos. De modo que en ambos países, niños inocentes y de mente pura son diariamente corrompidos por entes educativos con claros intereses políticos en sus espaldas; siendo la única verdad que en la guerra no hay buenos ni malos, y que además, dichas situaciones suelen sacar lo peor de la gente.

Por mucho que algunos intentamos poner paños fríos al asunto, la autosugestión mutua (suena a paráfrasis pero analicen bien) es tan fuerte que hasta los mismos políticos, intelectuales, incluso deportistas, caen en la misma tontería: la de pensar que desde nuestro nacimiento ya tenemos rivales de por vida, los chilenos. Y para nuestra mala fortuna, los enfrentamientos políticos son cada vez más agudos y acentuados; y definitivamente, la fecha de las eliminatorias que se aproxima, será una excelente oportunidad para seguir caldeando los ánimos: Chile se enfrenta a Perú en el Nacional de Santiago. Por lo que, luego de la deslucida actuación de nuestros seleccionados ante Paraguay, y a pesar de que ya sabíamos con anticipación el fixture que debíamos enfrentar, lo primero que pensé cuando recordé a nuestro próximo rival fue: “otra vez tú”.

Y es que después de tantas batallas por el dominio de este fragmento del Océano Pacífico, la prensa y demás personas públicas no han hecho más que rivalizar por años a los mencionados dos países que, para sorpresa de muchos, tienen más cosas en común de lo que pueda creer la mayoría. Son culturas bastante similares, con costumbres igual de similares, y razas también similares (no olvidemos que Chile también es un país andino). Ambos países están en vías de desarrollo, el estanco económico peruano parece haber terminado y la situación para nosotros mejora, mientras que Chile, tras haber alcanzado un nivel de desarrollo superior al de casi toda Sudamérica, se ha consolidado como un país lleno de empresas con afanes de inversión y expansión, viendo en el Perú una enorme gama de posibilidades para producir rentabilidad, generando miles de puestos de trabajo. Por lo tanto, los que en teoría son rivales, en la práctica son dos poderosos aliados que, de no ser por tonterías políticas, serían aún más fuertes como bloque económico andino.

La otra cara de la moneda la representan los peruanos que van a Chile en busca de “un futuro mejor” (y resalto las comillas). Muchos de los inmigrantes peruanos en Chile poseen un bajo nivel de educación y una cultura social que deja mucho que desear. Lima (aunque ahora mejor) sigue siendo, por ratos, un basural con aspecto de ciudad, o tal vez a la inversa, y gran parte de los que abandonan el Perú para trabajar en Chile, creen que pueden redimir sus costumbres antihigiénicas en calles santiaguinas. Si a esto le agregamos la delincuencia peruana que allá encuentra refugio pues entonces se puede concluir que el mítico odio del chileno hacia el peruano, no es sólo cuestión de enseñanzas escolares, historias sobre O’Higgins o de cuentos familiares. La verdad es que nosotros mismos nos hacemos odiar. O mejor dicho, unos pocos hacen que nos odien a todos.

Todo este ambiente hostil es el que encuentran nuestras selecciones peruanas cada vez que les toca visitar Santiago de Chile ya sea por partidos amistosos u oficiales. La reacción del público chileno siempre es la misma, presión total a base de insultos y humillaciones. Nuestros jugadores no sólo han estado obligados a prepararse física y tácticamente, sino también mentalmente. Afinando la fortaleza de sus personalidades y enriqueciendo su carácter para defenderse de cualquier “peruano culiao’” o “cholo asqueroso”, entre otras joyitas sureñas que bajan constantemente de la tribuna. De modo que el llamado “clásico del pacífico” tiene siempre una sazón especial que muy pocos clásicos en el mundo tienen; dos naciones con dos personalidades distintas cada una: la que dice “te necesito pare seguir creciendo” y la otra que clama “no quiero que existas”. Y esto no es ajeno en la cancha. Generalmente los partidos entre ambos seleccionados terminan con roces y broncas innecesarias, con jugadores exaltados y con discutidos fallos arbitrales; sin embargo algunos peruanos terminan jugando en ligas chilenas, y viceversa. Todo un espectáculo sólo comparable con aquellas luchas de la época de emperadores romanos que se daban en el coliseo de la capital italiana de aquella época. Serán los DT’s quienes levanten o bajen el pulgar, para decidir quién sigue o quién no en el próximo partido, y serán los dirigentes quienes hagan lo propio con respecto a sus técnicos.

Los resultados que han obtenido las últimas selecciones son, por demás, desalentadores. Mas la esperanza no se debe de perder, porque en una guerra no siempre gana el más fuerte, o el que tiene más gente en sus trincheras, sino el que plantea inteligentemente sus estrategias, teniendo en cuenta sus limitaciones y dando el golpe de gracia en el momento justo. Sólo queda apoyar y dejar que nuestros instintos antichilenos actúen por sólo dos horas, en las cuales nuestra selección necesitará más apoyo del que tenían los gladiadores romanos.

Veremos qué pasa.



Lima 15 de Octubre de 2007

Lo de siempre, y los de siempre

Es un lunes y estoy sentado frente a mi PC dispuesto a seguir realizando mis habituales actividades laborales. Con un voluble fin de semana encima, me dispongo a escribir unas cuantas letras; lo cual tiene un objetivo claro: expresar todo lo que encierro, y desfogar ciertas erupciones avecinadas. No cabe la menor duda que el toque que le dio cierto sinsabor a mi fin de semana fue el empate a cero de nuestra querida selección de fútbol con su similar de Paraguay. Al menos en mi caso particular, ese era un partido muy esperado y con el cual tenía mil y un expectativas. Para comenzar, una victoria hubiese alegrado mi sábado y posteriormente mi domingo, luego mi semana, y el fin del mes de Octubre habría sido totalmente favorable para esta pobre alma ansiosa de contenturas. Sin embargo mucho distó la realidad de la ilusión, y nuevamente los futbolistas peruanos dieron muestras de mediocridad, poca entrega y sobre todo inseguridad. Los peruanos, en general, tenemos como mayores características (sobre todo como paradigma frente a los extranjeros) justo esos tres horripilantes factores, sumados a la ya típica “viveza peruana”, y a la “capacidad” que tenemos de hacer negocios turbios tomando siempre el camino más fácil, los “peruchos” (y perdonen la cantidad de comillas, pero es parte de nuestra idiosincrasia) estamos, más que mal parados, desparramados delante de gente de otros países, quienes ya no confían en nosotros; y razones no les faltan. En resumen, pasó lo de siempre.

Pero más allá de reflexiones periodísticas, para las cuales tendremos tiempo después, trataré de narrar un poco más de mi sentir.

En mi casa los preparativos ya estaban hechos. Los piqueos y el vino ya habían sido adquiridos gastando una significativa suma de dinero que había salido de mis bolsillos. Días antes, había invitado a mis amigos de la universidad para que vayan a ver el partido a mi casa. Las entradas estaban muy caras por lo que supuse que muy pocos, sino ninguno, irían al estadio; de modo que aproveché la oportunidad para fomentar la unión que alguna vez tuvimos cuando todos estudiábamos en un solo salón y salíamos a una misma hora directamente a cualquier bar o cancha deportiva para divertirnos a nuestro modo. Ahora que todos trabajamos y que algunos ya pudieron finalizar la carrera, se nos hace cada vez más difícil juntarnos, por ello, un partido de Perú siempre será una buena excusa (tal vez sea lo único bueno del fútbol peruano, después de todo) para volver, aunque sea por unas horas, a nuestras andanzas de antaño. Sin embargo, y uno a uno, mis amigos fueron cancelando mi invitación. En aquel momento, cuando revisaba los mensajes de texto llenos de “sorrys” y “no puedos”, iba reflexionando sobre ciertos temas, muchos, demasiados para escribirlos aquí y en este momento. “¿Hasta qué punto importa la amistad?”, era una de mis interrogantes al imaginar la razón por la cual muchos de mis amigos comenzaban a cancelarme. No había que ser brujo ni vidente para saber que el factor “planeta” era seguramente el determinante para decidir si se iba o no a una reunión de patas (admito que de chibolo yo también lo hacía seguido). Incluso uno de ellos me lo dijo específicamente y sin vergüenza: “Gordito, tengo un planeta, sorry no creo que la haga, ya te contaré después jeje” – obviamente sé que nada me contará, porque sabe que conmigo la cagó y tratará de no tocar el tema. En cuanto al resto, pues pienso que simplemente no fueron tan sinceros como mi mencionado amigo, pero hicieron cosas similares, o parecidas, quizás ver el partido con otro grupo de amigos en el cual se encuentra una chica que les gusta, quizás invitar a una chica al estadio, o de repente salir con sus familias a algún club con el recóndito objetivo de robarle un beso, o algo más, a una despampanante prima, o tía. Quién sabe. Hay tantas cosas relativas a las mujeres que me faltarían todas las hojas de Word de todas las PC’s del mundo para narrarlas sólo parcialmente.

El tema de “chicas por amigos” siempre ha llamado mi atención. En mi caso, una vez alcanzada cierta madurez (aproximadamente a los 19 años) dejé de priorizar a las chicas sobre mis amigos. Gracias a muchas dolorosas experiencias, había aprendido a diferenciar el inconmensurable valor de un amigo frente al, muchas veces superficial, beneficio de tener una enamorada, amiga cariñosa, agarre o como quiera llamársele. Y para mí mis amigos siempre eran los grandes ganadores cuando estas dos enormes fuerzas sociales se enfrentaban al momento de pedirme una drástica decisión: “de hecho estoy allá, espérenme con los tragos”, solía contestar una llamada a algún amigo delante de alguna enamorada, por más significativa que haya sido esa relación y sin importarme sus ególatras reclamos. Hace poco, inclusive, me di la libertad de escribir una canción referente al tema, la cual ya tiene melodía (cortesía de Pornostar) y que pienso cantar a fuerte voz apenas tenga la divina oportunidad de hacerlo: “ellas pasan, los amigos quedan”. Y qué razón tienen sus letras. En pocas palabras, priorizo y priorizaré el resto de mi vida a mis amigos sobre otras diversiones (con sus debidas y justificadas excepciones por supuesto), y no creo equivocarme en ese punto de mi ideología de vida. Donde sí me equivoco es en esperar que los demás hagan lo mismo que yo. Craso error. Y caro se pagó.

Mi segunda reflexión fue “¿Hasta qué punto les importo?”; sí, sé que puede sonar egocéntrico, algo vanidoso, o engreído, quizás; pero nadie puede negar que ante situaciones como la que acabo de pasar el fin de semana, el amor propio, la autoestima o el mismo ego, siempre quedan afectados. Más aún cuando sabes que si hubiese sido otro el que convocó la reunión la respuesta hubiese sido más positiva; si hubiese sido un chico “popular” y no el habitual “gordito” del grupo, no se hubiese pensado el asunto: “él pone las flacas”, se diría; “el pone las chelas”, se rumorearía, todo un mito andante se crearía entorno a ese idealizado personaje asediado por amigas enamoradas, y patas sobones y franeleros. Yo, en cambio, jamás fui popular, y aunque me siento querido por mis amigos jamás pensé que el momento de poner a prueba mi somera influencia amical (vale decir que es la primera vez que yo mismo convoco una reunión de esa naturaleza en mi casa) sería tan decepcionante y triste.

Sin embargo, entre las sombras de la impopularidad, una luz se vislumbró como estrella fugaz; mi gran amigo Carlos (te menciono porque eres grande, flaco) no faltó a mi convocatoria, y llevó bien puesta la camiseta sanmarquina representando a una sarta de “fallas” con la mayor de las dignidades y la más grande valentía. Él se comió mi cólera, la cual se la expresé tratando de disimularla, se dio cuenta y simplemente me hizo olvidar el mal rato con su amena forma de ser y su sonrisa tipo Ronaldinho Gaucho. Luego, otro de los leales apareció, mi pata “Pecoso”, de esos que también andan contigo en las malas. No faltó a la cita y, junto a Carlos, animó lo que parecía convertirse en una tétrica noche futbolera. Los de siempre, estuvieron conmigo y eso me bastó. Luego llegó mi viejo, y un pequeño sobrino que nadie sabe de dónde salió. Fueron ellos mi compañía en aquél sábado. Saqué los piqueos, y luego descorché el vino; empezamos a sufrir con un partido para el infarto, en el cual Paraguay demostró de qué está hecho (de acero), y Perú, que no está para el mundial, definitivamente.

Tras la decepción de ver un equipo partido y sin corazón con la franja roja en el pecho, empezamos a tratar de olvidar las malas vibras tomando lo que quedaba del vino, comiendo los últimos restos de los piqueos, bromeando a más no poder, y divirtiéndonos jugando Mario Kart, y luego el clásico “winazo”. Al margen de los resultados (muy favorables para este servidor, por cierto), saqué varias conclusiones pasado el último sábado; la principal: más vale calidad que cantidad.


Gracias muchachos.



Lima, 15 de Octubre de 2007

miércoles, 3 de octubre de 2007

El emblema de la familia (Parte II)



Siempre imaginé aquel día en el que el eclipse vital llegaría para Monchi. El día en el que, tarde o temprano, yo dejaría de poseer la bendición de tener un ser viviente tan fiel y tan leal a mi lado. Imaginaba que en algún momento vería desaparecer su cuerpo, su fragancia, su mirada, y sus movimientos. Sin embargo mi imaginación llegaba a un tope, al tope de idear a Monchi muerta, con los ojos abiertos, y con la lengua afuera; terrorífica imagen que no quiero recordar. Era entonces cuando mi imaginación se deshacía, cuando yo mismo me encargaba de removerla, para que comenzara a maquinar ocupándose en otras cosas, como por ejemplo lo que haría esa tarde con mis amigos, si comernos un sándwich, o ir al cine; lo que haría con mi enamorada el fin de semana, el trabajo de la universidad, el libro que compraría, lo que vería esta noche en televisión, o lo que jugaría en el Play Station; en fin, trataba de alejarme de esa tétrica y poco atractiva idea.

Hoy, una vez vivido el momento más difícil de mi vida (para los que subestiman la muerte de una mascota seguramente estoy hablando piedras), y después de tres días de su muerte, puedo gritar a viva voz que no hay algo más horrible que ver a un ser tan querido en estado de fallecimiento. Y ahora entiendo porqué no se tarda tanto en enterrar a los muertos, más que cuestiones religiosas, o biológicas (descomposición química), la verdad es que no queremos ver a los muertos; no soportamos sus rostros expresando inexpresión, ni sus miradas vacías, no soportamos su involuntaria dejadez, la forma como se les puede mover sin que ellos opongan mayor resistencia que la inercia, la manera como comienzan a bajar su temperatura.

Toda esa visión, todo ese antiespectáculo, es lo que en el fondo se desea evitar al momento de enterrar a un fallecido. Y ahora lo comprendo mejor que nunca. Ya que, al menos por ahora, más que las innumerables alegrías que mi adorada hermana (“mascota” para los promedio) me ha regalado, no se va de mi mente aquel rostro tan extraño y sin intenciones que su cuerpo le adhirió cuando llegó su hora. Me trajo a la mente recuerdos traumáticos de cuando veía el Discovery Channel y observaba la muerte de impalas, gacelas o demás animales nacidos para ser presas. Al momento de ser asesinados adoptaban, todos, la misma expresión; aquella expresión que hasta ahora no comprendo, pero que asusta, traumatiza, desvela la mente, y las que son “voladoras” como la mía lo deben de sufrir aún más.

No sé cuánto tiempo vaya a durar todo este suplicio, el hecho de, no sólo extrañar a Monchi, sino también recordarla no como la gran canina que fue, sino por esa última expresión (sin expresión) que puso antes de marcharse. He hasta soñado con ese rostro. Si a eso le sumamos la tensión y preocupación que me causa el estado emocional de mi madre, a quien le afectó mucho más que a cualquiera, estamos hablando de días realmente difíciles, días en los que el emblema de la familia comienza a borrarse lentamente de nuestros mejores recuerdos, desgarrándose cual tatuaje de una delicada piel.

El cambio es por demás complicado, pero confío en que nos acostumbraremos a vivir sin Monchi, lo que no implica que no la recordaremos siempre, porque ese lugar en nuestras memorias ella se lo ganó. Y lo hizo aplicando la ley del mínimo esfuerzo, la misma ley que aplica Ronaldinho Gaucho cuando juega, la misma ley que aplican los luchadores de la WWE: simplemente hacen los que su corazón les dicta, lo que sus virtudes les encomiendan (y lo mejor es que ganan millones haciendo lo que más les gusta). Por ello sus esfuerzos son mínimos, simplemente preparación física en el caso de los deportistas mencionados; en el caso de Monchi, soportar la incomprensión de un mundo autodenominado “humano”, pero que poco hace para que esa autodenominación sea justificada. Y es que, si “humano” significa, entre otras cosas, tener sentimientos, meditación antes de actuar, y sensibilidad absoluta, entonces no me cabe la menor duda de que Monchi fue más humana que más de la mitad de seres humanos de este planeta (sí, ¿por qué no?, me incluyo en la lista).

Por lo tanto, se nos fue un gran ser humano.




Lima, 3 de Octubre del 2007.

El emblema de la familia



Hace casi un año empecé a escribir sobre el emblema de nuestra familia. En esa ocasión no terminé de completar mis oraciones escritas, porque no lo vi necesario. Preferí, en cambio, celebrar, y disfrutar el renacer de una esperanza encarnada en un ser alejado de todo mal sentimiento, de toda mala intención, y de todo truculento plan para hacer el mal según su conveniencia. Un ser que confirmó mi teoría más humana (supuestamente) no siéndolo. Por ella creí en un amor incondicional, en ese amor que a veces soñamos o esperamos ver en una persona, en una mujer, en un hombre, en algún familiar. Un amor sin barreras, sin obstáculos, simple y alimentador.

Para ese entonces yo trabajaba solitariamente en un módulo del banco ubicado en un minimercado, en San Martín de Porres. A pesar de que aquel punto tenía fama de ser el más concurrido entre todos los puntos, en ese momento, sólo por esos días, tuvo a la soledad como cliente más asiduo, y a mí, como su cajero preferido. Mi cerebro estaba en otro lado, junto a ella. Sabía que la operarían quirúrgicamente para curar una peligrosa infección al útero. Sabía, también, que a sus once años ya no era una saludable y resistente cachorra capaz de soportar los constantes golpes de su perruna vida. Por eso, y quizás otras cosas más que apenas podría traer a mi mente, comenzaba a despedirme de Monchi, en silencio. Mis esperanzas se perdieron cuando la misma doctora veterinaria, que tenía la enorme responsabilidad de velar por su vida, le dijo a mi madre que lo mejor era que se hiciera la idea de perderla, ya que aquella operación sería casi irresistible hasta para un Rottweiler. Los llantos y las autoculpas no se hicieron esperar por parte de los miembros de mi familia, mientras Monchi, sólo mirando todo como si nada le incomodara, parecía tratar de tranquilizarnos con su semblante calmado y siempre cándido; recostada sobre el suelo, o sobre la delgada colchoneta que representaba para ella la cama más cómoda.

Ya dentro de mi módulo parecía desvanecerse mi fuerza, aquella fuerza que traía conmigo desde mi infancia, y que yo creía suficiente para enfrentar cualquier circunstancia de la vida por dura que esta sea.

Sumergido en la pena (esa que es especial porque trae consigo el orgullo de haber tenido lo que se está perdiendo) comencé a relacionar a Monchi con aquellos emblemas familiares tan famosos en la historia de la humanidad. Sobre todo en épocas medievales, cuando las familias no eran sólo eso, sino también poderosas empresas, consorcios y agrupaciones, quienes buscaban siempre una imagen que vaya de acuerdo con sus pomposos apellidos y con sus ilimitados intereses. Por lo general las insignias familiares llevaban tallados, o en gravados, animales con reputación de tener virtudes tales como la valentía, la potencia física, la velocidad, la ternura con sus hijos, la inteligencia, la sagacidad, la astucia, el volumen corporal, la autoridad, etc. Los ejemplos sobran, aunque tal vez los más conocidos tengan que ver con aquellas familias inglesas que adoptaban en sus insignias la forma de un león parado en sus patas traseras, con el hocico abierto en forma amenazante y las patas delanteras en posición de ataque. Pues bien, nosotros no somos, para nada, como aquellas poderosas y adineradas familias. Tampoco tenemos más intereses que el hecho de vivir tranquilos, sólo con lo necesario y un poquito más para sentirnos cada vez mejor y más unidos. Si tuviésemos que buscar un símbolo para una insignia familiar, definitivamente no habría mejor silueta que la de Monchi para definirnos ante la “sociedad”. Un sentimiento hecho mascota, de raza indefinida, como la mía, como la de mi familia, siempre buscando el momento para descansar, como nosotros. De mirada tierna, como la de mi madre; de fuerza inconmensurable, como la de mi padre. De gran sentido del humor, como el de mi hermana. De mucho apetito, como yo. Pero siempre deseando la unión, como los Ravelo Ruljancic intentamos siempre, cada día, cada domingo, cada fecha feriada. Buscando siempre un bienestar que por momentos parece dejarnos la miel en los labios, y de pronto se siente lejano, y nuevamente en la lucha nos encontramos; y cuando nos creen vencidos, ahí nos ven, parados sobre un muro, mirando fijamente a los ojos de quienes quieran abatirnos, y dando nuestra ayuda a quienes la necesiten: Monchi representa la esencia de mi familia, y por eso es el emblema familiar.

De pronto, aquel mes del año 2006, se volvió a marcar un hito en la historia de tan adorado ser viviente. La operación a la que fue sometida fue todo un éxito, y se recuperó rápida y satisfactoriamente contra todos los pronósticos dados por su doctora particular. Monchi era, otra vez, la Ravelo de los milagros. La alegría de todos los que habían tenido la oportunidad de conocerla era evidente, y prácticamente el barrio se había convertido en un carnaval. Volvimos a disfrutar de Monchi, como en los “viejos” tiempos. Volvió a correr, a jugar con mi padre, a revolcarse en las camas, a tomar bastante agua, y a asustar a los pequeños niños que se acercaban a mi madre, según ella, para quitarle su lugar.

Un año más para nosotros, y siete para ella. Dicen los entendidos que lo que para nosotros es “uno”, en cuestiones de tiempo, para los perros es “siete”. Por lo tanto, tenerla un año más fue para ella siete veces más significativo. Sin embargo fue una bendición disfrazada de bomba de tiempo. Sabíamos que aquella infección era la advertencia de una serie de males que se acrecentarían luego. Pero preferimos gozar junto a ella tantos meses como podamos. Y el tiempo nos quedó corto. Un año, entre terremotos y demás acontecimientos, pasó tan rápido como un rayo solar. Y Monchi, nuestra Monchi, volvió a enfermar.

Hoy he vuelto a escribir sobre ella, porque la vida me ha dado la oportunidad de disponer nuevamente de una computadora en mi centro de labores. Durante muchos meses mi trabajo fue en campo, y por ende se me hacía muy complicado (a pesar de contar con otra computadora en mi hogar) escribir sobre las distintas situaciones a las que mi cuerpo, mente y alma pueden ser sometidos. Pero aquella misteriosa y poderosa fuerza a la que llamamos “vida”, ha vuelto a hacer de las suyas y a hacer caso egoístamente a sus propios clamores. Y justo ahora que puedo usar ciertos ratos libres para escribir, me pone la prueba más difícil a la que me he enfrentado hasta ahora: soportar el dolor por la muerte de un ser querido. He pasado por muchas cosas, pero nada ha sido tan doloroso como ver a un ser que tanto quieres siendo atraído por la muerte. Siendo derrotado por los mismos estragos de un organismo esquivo e inclemente. Viendo cómo aquel ser que te recibía en las noches danzando su cola para ti, y acompañándote en lo que sea que hayas estado haciendo, está ahora tendido sobre la cama en la que tantas veces se revolcó de felicidad. Cuesta creerlo, pero la vida es así. Porque dicen que la muerte es parte de la vida y no su antítesis. Y ahí estaba ella, recostada en su cama, esa delgada colchoneta, abrigada y sobre una almohada. En un momento no previsto, dejó de respirar, y murió frente a todos, a mi hermana, a mis padres, a mi enamorada, a mi cuñado, a mi mejor amigo, y frente a mí. Todos sumergidos en un llanto inconsolable entre los que sobresalía con más fuerza el de mi madre, su madre también. Porque perdí a una hermana.

Monchi muere feliz, muere contenta por haber sido la mascota más amada que se haya conocido. Casi adorada como un dios, por momentos. Querida como si compartiésemos la misma sangre. Uniéndonos hasta el final de sus días, porque su muerte fue un domingo de septiembre a las dos de la tarde. Día en el que estamos todos, y hora en la que todos estamos, por lo general, despiertos. Ella pareció elegir el día de su muerte, soportando un intenso dolor reflejado en su hemorragia interna, mas nunca expresó un solo quejido, nunca claudicó ni se obsesionó en sus intentos de aferrarse a la vida, lo hizo a su estilo, a su manera, y lo consiguió, porque ahora es inmortal. Nadie olvidará que hubo alguien llamada Monchi y que hizo feliz a una familia entera y a muchos más, durante doce años consecutivos, sobreviviendo a atropellos, mordeduras, enfermedades e infecciones, y derrotada por el tiempo, porque sólo algo tan poderoso e invencible, puede ser capaz de tender a Monchi en una cama, y llevarla a las manos de un, cada vez más ininteligible Dios. Y a Él, nada que reclamarle, después de todo, si tú fueras Dios, ¿no querrías a Monchi como mascota? Esperanzador por donde se mire.

Descansa en paz, Monchi, sigue representando a los Ravelo Ruljancic en el cielo, sigue siendo nuestro emblema, y personalmente, gracias por hacerme (un niño, adolescente, y hombre) muy feliz.






Lima, 1 de Octubre del 2007