En un verano académico, sucedió…
Lucía, creo yo, es el ícono de las chicas choteadoras que me han tocado. Saber de ella es saber de la típica chiquilla que te engatusa, que te hace quererla, disfrutar de su compañía, pero que en las tardes-noches, al despedirse, lo hace con un efímero beso en la mejilla y con un “cuídate amigo” que te deja las cosas más que claras. Aún así, los hombres, quizás por un orgullo que muy pocos aceptamos, insistimos en mandarnos a ese tipo de chicas incluso sabiendo el resultado final de antemano.
¿Qué sucedió con Lucía?, la conocí en la academia y fue una de las tantas chicas que me gustaron en aquel recinto pre-universitario donde sudaba la gota gorda en pleno verano del 2001. En la primera clase (recuerdo que fue de Aritmética) me senté, por cosas de la vida, en la carpeta que se encontraba a sus espaldas, lo curioso es que ella aún no había llegado. El salón estaba medio vacío, y de pronto ella entró, junto con otra linda chica. Sus delgadas siluetas, hermosos rostros y sus pintas de hippie llamaron la atención del poco vulgo estudiantil que se encontraba en el salón, y a pesar de las 10 carpetas vacías que pudieron elegir, eligieron la que se encontraba delante de mí, se sentaron y empezaron a reírse de temas exclusivamente suyos, mientras yo miraba impertérrito los hermosos ojos de la doncella que acababa de aparecer ante los míos. El profesor volvió a llamar nuestra atención con la intención de enseñarnos, de manera rápida y concisa, los trucos más efectivos para resolver problemas matemáticos; mientras eso sucedía, yo seguía mirando a Lucía. Fue su amiga, esa chica cuyo nombre no recuerdo, quien advirtió mi mirada de pavo triste, e inmediatamente se lo comentó. Al darme cuenta de esto traté de barajarla haciéndome el estudioso, y revisé mi separata del curso de una forma nerviosa y desesperada. Otra vez fui obvio y notorio.
Durante todo ese día académico ellas no hicieron más que cuchichear y reír, y de vez en cuando volteaban la mirada hacia atrás, quizás buscando un indicio más de mi estado absorto y embobado. Ni siquiera en los breaks dejaron de mirarme, y claro, ahora sé que era por mera curiosidad y afán de mofa, pero en ese entonces mi mente era por demás voladora y novelera. Y así, imaginaba, sin mentir (y espero pocas burlas) que esas miradas que Lucía me lanzaba eran la prueba más fuerte de una supuesta atracción. Aún dudaba, pero esos ojos coquetos me incitaban. Tenía que hacer algo, no podía cometer errores pasados. Y para esos casos los amigos sirven y vaya que de mucho. Ronald era el único que tenía en la academia y era por demás dicharachero y alabancioso. Por un momento pensé que sería un error confiar en él (recordé lo que pasó con Yu) pero le puse las cosas en claro desde el principio: “si me cagas te reviento”, y dadas las amables palabras, él aceptó ayudarme.
Al día siguiente me senté en el mismo lugar, y para mi buena suerte ellas también; en la segunda clase, Ronald ya hablaba campantemente con su amiga, y luego con Lucía (envidié durante años esa facilidad para conversar con desconocidas). Todo sentado desde mi sitio. Los tres conversaban y yo seguía recostado contra la pared y con la separata a medio centímetro de mi rostro. Todo un nerd compulsivo. Las mágicas palabras de Ronald fueron - ¿Sí o no, Rubén? – viré mi rostro hacia él de una forma eléctrica y le dije “Sí”, los tres emprendieron una maratón de carcajadas en la cual me incluí dubitativamente, Lucía me dijo – “qué chistoso eres” – le respondí con unas risas y luego con un – “¿de qué hablan, ah?” – bien acompañados de una cara estilo Tobey Maguire, más risas sonaron y comenzó mi exitosa participación en la conversa. En pocas horas me había hecho su amigo.
Los minutos siguientes fueron bastante comunes, aguardamos en silencios cortos, en los cuales nos emparejamos de manera muy marcada, Lucía y yo, y Ronald con su nueva amiga. Nos preguntamos las cosas básicas y repetitivas: “¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿qué edad tienes?, ¿cuántas veces vas postulando?, ¿a qué carrera postulas?”, etc. Luego de enterarnos de prácticamente toda nuestra vida de ciudadanos, vendría la parte más complicada y riesgosa: El momento de la salida. No hay momento más difícil que ese. ¿Por qué?, porque es en ese instante cuando se demuestra interés, cuando uno saca su línea de cuánto es lo que le has llegado a importar a aquella persona a la cual quieres acompañar con tantas ansias hasta el paradero, por más lejano que éste fuera. Por lo general las reacciones de las chicas en estos casos suelen ser variadas pero siguiendo un aburrido estándar los hombres preguntamos – “¿para dónde vas?” – como si tuviésemos un auto para jalarlas. Las mujeres, supuestamente, responden la verdad, y la verdad es que van al paradero, como todos los pre-universitarios que, cansados, sólo piensan en la comodidad de sus camas o en los programas de TV que verían en la noche. Sin embargo hay casos en los que las maniobras evasivas toman un protagonismo flagrante, y entonces te dicen: “¿ahorita?, hummm, este… voy a ir a ver a una amiga, en otro salón”, u otros floros baratos que te dejan el sinsabor del “no quiero que me acompañes, no insistas”. Pero claro, ellas quedan muy bien, y nosotros tenemos que tratar de simular o fingir un rostro amable para que no noten nuestra decepción, nuestra total vergüenza. Máscara absurda, por cierto, ya que ellas saben perfectamente lo que sentimos. Y eso fue exactamente lo que me pasó en ese segundo día. Le conté a Ronald lo que había sucedido, pero el hijo de su madre estaba muy apurado, acompañaría al paradero a una chica de otro salón, de modo que poco caso me hizo y se largó como un pedo cuando escuchó su nombre desde las escaleras de abajo. “Qué envidia” – pensaba – “¿cuándo me tocará a mí?” – me preguntaba, y de esa forma salí solo de la academia, con la intención de tomarme una heladísima gaseosa y una grasienta hamburguesa para pasar rico mi pena.
La llamada “tía veneno” se demoró más de la cuenta en atenderme, por lo que estuve parado buen rato en aquella esquina de su carrito sanguchero, aguardando por mi chatarra, mirando sin órbita hacia la puerta de la academia, de donde muchos chicos salían alegres y sonrientes, acompañados de amigas y amigos. Otra vez la envidia. “Pero bueno, recién empiezo” – me autoanimé, y seguí esperando mi hamburguesa. Cuando de pronto veo salir a la mismísima Lucía. Salió sola, por lo que me dije “ahorita sale su amiga”; su amiga nunca salió. En su lugar salieron tres imberbes muchachos, y los 4 se fueron juntos al paradero ante mi mirada perdida. No lo podía creer. Me sentía engañado. Sabía que lo de “… una amiga en otro salón…” podía ser una tremenda falacia, pero jamás pensé que saldría, en cambio, con tres jovencitos a los que las hormonas se le salía hasta por los poros. Mi concepto sobre Lucía fue cambiando y cuando estaba casi convencido de que se trataba de una “chica popular” la razón me cacheteó y me hizo seguirlos hasta la av. Arequipa, destino final para la mayoría. Al llegar, me quedé camuflado entre la multitud, ellos estaban en la vereda del frente, y cruzaron – “claro, vive en Villa María” – recordé, y acto seguido crucé las dos pistas de sentidos contrarios que conforman la avenida. ¿Qué quería conseguir?, saber si alguno de ellos era su enamorado, o su afanador, o peor, si ese afanador se atrevería a subir en la misma combie que mi hippie doncella. Para mi buena suerte, se despidió de cada uno con besos en la mejilla, y nadie la acompañó. Mis esperanzas estaban intactas.
Con el pasar de los días mi amistad con Lucía se fue afianzando, y a la semana me dio el honor de acompañarla al paradero por primera vez. Nuestras conversaciones eran muy fluidas y la química era notable. Teníamos pasiones en común, la música, los libros, los chistes, incluso los videojuegos. Pasé la prueba de rigor al preguntarle si había ya un chico que le robara el sueño, y con su respuesta negativa me dejó el campo libre para seguir imaginando. Todo andaba de maravillas, tanto así que empecé a planear, después de un mes, el día y el momento de mi declaración. Ensayaba, como en mis primeros acercamientos a féminas, las palabras que diría, los gestos que haría y las posturas que tomaría al momento de recibir el sí de la satisfacción. Ah, obviamente también imaginaba el beso de la consumación, la señal de mi victoria sobre todos aquellos púberes que hubiesen tratado de atrasarme. Qué vuelco había dado mi situación. Me reía en son de burla de aquellos que pensaron que jamás sería capaz de conquistar a una chica tan bella y encantadora, algo así como hacer un gol delante de un público que te pifió todo el partido: simplemente pones tu dedo índice en los labios cerrados – “cállense, yo festejo solo” – y así es. Pero mis imaginativas poses de galán me duraron poco. Entre apuros por la cantidad de separatas que debíamos repasar, y los horripilantes E.T.I.’s (Examen Tipo Ingreso) de los domingos, me decidí a declararle de una buena vez mi amor. Los recuerdos pasados los dejé de lado, era otro, era distinto. No dejaría pasar más oportunidades.
No sé cómo definir lo que pasó esa rojiza tarde, mientras circulábamos por la plaza de armas de Lince.
La había citado con la excusa de visitar una feria de libros, pero la verdadera finalidad era la de regalarle mis cantares amorosos, recitarle mis poemas cursis, y declararle mi enorme atracción hacia ella; cuando estaba en el preámbulo de todo, ella cortó intempestivamente mi fraseo de manera emocionada: “A que no sabes quién me acaba de mandar un mensaje” – puse mi cara de confundido – “… jeje, el chico del que te hablé la vez pasada, ¿te acuerdas?, es tan lindo. Mira, mira lo que me puso: ‘no hago más que pensar en ti todo el día, hasta mis estudios estoy descuidando’, ¿te das cuenta?, es lindísimo” – la verdad es que me había dado cuenta de una sola cosa: otra vez había rebotado. Lo peor del caso es que ni siquiera me había hablado de aquel idiota que me mencionó, se lo hice saber y ella sólo atinó a decirme: “¡uy! Entonces se lo dije a Sergio, jeje, siempre confundo a mis amigos” – ¡AMIGOS! Qué palabra más sentenciadora. Con eso había terminado de sepultar toda esperanza, había asesinado mi ilusión con terrorista elegancia. En términos criollos, me había dejado ‘tirando cintura’. Luego de unos días, en los cuales estuve más que deprimido, empecé mi recuperación anímica cobrándome algunas revanchas. Yo no soy ningún santo, lo he dicho y lo seguiré diciendo, y para mí eso de que “un clavo saca otro” es totalmente válido, y vaya que me sirvió. Olvidé por completo lo que me había sucedido accediendo a temerosas invitaciones para asistir a fiestas académicas; dejé las separatas y me despreocupaba por los E.T.I.’s de una manera delirante. Me volví un juerguero pre-universitario. Debo admitir que esto me dio una fama algo más respetable que la del típico nerd que solía ser hasta ese entonces, por lo que sabía que en cualquier momento la mismísima Lucía podría recapacitar su decisión de cortarme con tijera de jardinero y sin anestesia. Y, señores, así fue, tendría más adelante la oportunidad de chotearla y a su estilo.
La cosa fue muy simple pero tuve que tener mucha paciencia. Esperé algunos meses hasta que llegara el examen de admisión, el cual arrasaría a punta de memoria y champazo; ingresé a Ciencias Biológicas y como es costumbre en las academias, los ingresos se celebraron con fervor en románicas fiestas que parecían no tener fin. Luego de ser rapado, las felicitaciones no se hicieron esperar. Abrazos de gente desconocida, cerveza por todos lados, chicas que celebraban saltando y haciendo mover sus protuberancias pectorales, y un jolgórico etc. Cuando mi éxtasis había terminado y me preparaba para degustar algunos espumosos tragos, llegó la felicitación de Lucía; me abrazó y me dijo que ella aún no sabía sus resultados, que estaba muy nerviosa, y todo ese bla bla bla. Le respondí fríamente que estaba seguro de que ella ingresaría. Mentira. No estaba seguro, es más, no quería que ingrese. Sí, sé que eso es maldad, pero es la verdad, estaba picón. De repente me confesó que esa misma noche habría una reunión en la casa de uno de sus amigos, pasara lo que pasara, y que contaba con mi asistencia para ‘pasarla bien’, hubiesen visto su cara. Fue una de esas expresiones que ponen las vedettes en los sketchs de programas cómicos, una coquetería exagerada y hasta ridícula, en la que obviamente no creí, no tanto por mi ‘experiencia ganada’, sino porque realmente estaba resentido y piconazo, quería vengarme, era lo único que me importaba.
Me dio la dirección de la casa y pasadas unas horas asistí, la encontré muy feliz, los resultados se habían conocido, ella había ingresado: mi parte diabólica empezó a mentarle la madre al aire, pero mi parte bonachona (que es casi siempre a la que más hago caso) se alegró sobremanera; sin embargo era conciente de mi plan, y ese acontecimiento no tenía porqué alterarlo, por lo que me mantuve sobrio, pero lógicamente demostrando alegría para no levantar sospechas. Conocí a sus famosos amiguitos, todos tenían los ojos saltones, los pelos parados y otras cosas que de seguro también permanecían paradas; la casa era del tal “Sergio”, aquel muchachito del que sólo escuchaba el nombre y que generó cierta antipatía en mí debido al incidente de hacía unos meses en la plaza de Lince. La celebración comenzó cuando el trago corto empezó a rondar las mesas y sillones de la casa de Sergio, y yo no me abstuve de probar; estaba mal preparado, horrible, como me gusta. Terminé picándome muy rápido y decidí parar de tomar, de modo que mi plan pudiese seguir siendo llevado a cabo sin inconvenientes; para mi buena suerte, esa que muy pocas veces tengo, Lucía estaba totalmente ebria y siendo manoseada por sus, repito, ‘amiguitos’. Uno de ellos, el que se creía más vivo, trataba desesperadamente de robarle un beso que, entre risas, la linda Lucy le negaba. Cuando la cosa pasó de castaño oscuro aparecí como una suerte de “Súper Pig”, para rescatarla, cacheteé a ese pobre flacuchento que, nuevamente, se quedaría sin ‘comer’ en cacería, los demás retrocedieron como hienas, y entre carajos y… madres llevé a Lucía a la terraza de Sergio con la vetusta excusa de ‘tomar aire’. De verdad estaba ebria, así no la esperaba, era demasiado, pero era sólo cuestión de tiempo para que me diga algo con lo cual pueda finiquitar mi malévolo plan.
Luego de algunas indeseables interrupciones, finalmente, mi choteadora doncella comenzó a decirme esas cositas típicas de chicas ebrias. Aquellas que sólo esperan esos momentos etílicos para reconocer las bondades de sus verdaderos admiradores enamorados, de sus amigos fieles, aquellos que darían su vida con tal de tener una sola oportunidad. Aquellos a los que, penosamente, las mujeres más maltratan. Ese era yo, un antiguo y perdido enamorado que ahora tenía sed de venganza, y escuchaba atentamente las virtudes más resecas que Lucía trataba de humedecer con sus fluidos. Cosas como – “de verdad eres una buena persona, eres un lindo chico…” o…”soy una tonta, no sé elegir… ¿por qué no te conocí antes?” son ejemplos relucientes de toda la ráfaga de estupideces que las mujeres esperan decir sólo en momentos críticos y que la mayoría de hombres cometemos el error de creer. Felizmente estaba totalmente curado, al menos en ese momento, de todas las mentiras alcoholizadas que mis oídos pudieran escuchar. Sin embargo, antes de cortar su intermitente discurso, algo de compasión inundó mi maldad. No era una mala chica después de todo, era coqueta como muchas, nada malo hacía; las demás hacen lo mismo y nadie se venga. ¿Será que así está determinada la juventud post-adolescencia? Comencé a dudar sobre la conclusión de mi plan, aquel plan que tanto había ideado y practicado. Al final me ganó el sentimiento y decidí llevar a Lucía a su casa y olvidar todo en el camino. Días después me enteré del rumor que circulaba por todo el ambiente, ahora, universitario que recitaba una noche de placer extremo con la gran Lucía, que era un abusivo porque estaba borracha, y que además de abusivo era un cobarde. Me gané más antipatías que respetos, pero bueno, así es este negocio de ser ‘buena gente’. Como todo negocio, a veces se gana o se pierde.
No volví a saber nada de Lucía hasta que la vi en el campus, apurada porque llegaría tarde a una clase. Conversamos sólo unos segundos, me dio su nuevo e-mail y su número telefónico. A veces conversamos vía MSN y parece siempre ignorar los rumores que se crearon sobre nosotros; tampoco recuerda las cosas que me dijo en la casa de su amigo, era de esperarse. Para ella ese lapso no existió, para mí fue una verdadera tormenta llena de tensión en la cual estuve a punto de cometer un atropello a mis propias ideas. Nunca he choteado a nadie, he rechazado ofertas de manera educada, sí, pero lo que me hizo ella, y me hicieron muchas otras, jamás. Y prefiero mantenerme en esa posición, aunque mi lado maligno a veces esté a punto de ganarme. ¿Cuántos chotes más tendré que pasar?, el tiempo lo dirá, lo que sí sé es que al menos por esa postura ya debo tener, al menos, un pequeño cuarto asegurado arriba, junto a Frankie, Héctor y Celia.
Mujeres…
Lucía, creo yo, es el ícono de las chicas choteadoras que me han tocado. Saber de ella es saber de la típica chiquilla que te engatusa, que te hace quererla, disfrutar de su compañía, pero que en las tardes-noches, al despedirse, lo hace con un efímero beso en la mejilla y con un “cuídate amigo” que te deja las cosas más que claras. Aún así, los hombres, quizás por un orgullo que muy pocos aceptamos, insistimos en mandarnos a ese tipo de chicas incluso sabiendo el resultado final de antemano.
¿Qué sucedió con Lucía?, la conocí en la academia y fue una de las tantas chicas que me gustaron en aquel recinto pre-universitario donde sudaba la gota gorda en pleno verano del 2001. En la primera clase (recuerdo que fue de Aritmética) me senté, por cosas de la vida, en la carpeta que se encontraba a sus espaldas, lo curioso es que ella aún no había llegado. El salón estaba medio vacío, y de pronto ella entró, junto con otra linda chica. Sus delgadas siluetas, hermosos rostros y sus pintas de hippie llamaron la atención del poco vulgo estudiantil que se encontraba en el salón, y a pesar de las 10 carpetas vacías que pudieron elegir, eligieron la que se encontraba delante de mí, se sentaron y empezaron a reírse de temas exclusivamente suyos, mientras yo miraba impertérrito los hermosos ojos de la doncella que acababa de aparecer ante los míos. El profesor volvió a llamar nuestra atención con la intención de enseñarnos, de manera rápida y concisa, los trucos más efectivos para resolver problemas matemáticos; mientras eso sucedía, yo seguía mirando a Lucía. Fue su amiga, esa chica cuyo nombre no recuerdo, quien advirtió mi mirada de pavo triste, e inmediatamente se lo comentó. Al darme cuenta de esto traté de barajarla haciéndome el estudioso, y revisé mi separata del curso de una forma nerviosa y desesperada. Otra vez fui obvio y notorio.
Durante todo ese día académico ellas no hicieron más que cuchichear y reír, y de vez en cuando volteaban la mirada hacia atrás, quizás buscando un indicio más de mi estado absorto y embobado. Ni siquiera en los breaks dejaron de mirarme, y claro, ahora sé que era por mera curiosidad y afán de mofa, pero en ese entonces mi mente era por demás voladora y novelera. Y así, imaginaba, sin mentir (y espero pocas burlas) que esas miradas que Lucía me lanzaba eran la prueba más fuerte de una supuesta atracción. Aún dudaba, pero esos ojos coquetos me incitaban. Tenía que hacer algo, no podía cometer errores pasados. Y para esos casos los amigos sirven y vaya que de mucho. Ronald era el único que tenía en la academia y era por demás dicharachero y alabancioso. Por un momento pensé que sería un error confiar en él (recordé lo que pasó con Yu) pero le puse las cosas en claro desde el principio: “si me cagas te reviento”, y dadas las amables palabras, él aceptó ayudarme.
Al día siguiente me senté en el mismo lugar, y para mi buena suerte ellas también; en la segunda clase, Ronald ya hablaba campantemente con su amiga, y luego con Lucía (envidié durante años esa facilidad para conversar con desconocidas). Todo sentado desde mi sitio. Los tres conversaban y yo seguía recostado contra la pared y con la separata a medio centímetro de mi rostro. Todo un nerd compulsivo. Las mágicas palabras de Ronald fueron - ¿Sí o no, Rubén? – viré mi rostro hacia él de una forma eléctrica y le dije “Sí”, los tres emprendieron una maratón de carcajadas en la cual me incluí dubitativamente, Lucía me dijo – “qué chistoso eres” – le respondí con unas risas y luego con un – “¿de qué hablan, ah?” – bien acompañados de una cara estilo Tobey Maguire, más risas sonaron y comenzó mi exitosa participación en la conversa. En pocas horas me había hecho su amigo.
Los minutos siguientes fueron bastante comunes, aguardamos en silencios cortos, en los cuales nos emparejamos de manera muy marcada, Lucía y yo, y Ronald con su nueva amiga. Nos preguntamos las cosas básicas y repetitivas: “¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿qué edad tienes?, ¿cuántas veces vas postulando?, ¿a qué carrera postulas?”, etc. Luego de enterarnos de prácticamente toda nuestra vida de ciudadanos, vendría la parte más complicada y riesgosa: El momento de la salida. No hay momento más difícil que ese. ¿Por qué?, porque es en ese instante cuando se demuestra interés, cuando uno saca su línea de cuánto es lo que le has llegado a importar a aquella persona a la cual quieres acompañar con tantas ansias hasta el paradero, por más lejano que éste fuera. Por lo general las reacciones de las chicas en estos casos suelen ser variadas pero siguiendo un aburrido estándar los hombres preguntamos – “¿para dónde vas?” – como si tuviésemos un auto para jalarlas. Las mujeres, supuestamente, responden la verdad, y la verdad es que van al paradero, como todos los pre-universitarios que, cansados, sólo piensan en la comodidad de sus camas o en los programas de TV que verían en la noche. Sin embargo hay casos en los que las maniobras evasivas toman un protagonismo flagrante, y entonces te dicen: “¿ahorita?, hummm, este… voy a ir a ver a una amiga, en otro salón”, u otros floros baratos que te dejan el sinsabor del “no quiero que me acompañes, no insistas”. Pero claro, ellas quedan muy bien, y nosotros tenemos que tratar de simular o fingir un rostro amable para que no noten nuestra decepción, nuestra total vergüenza. Máscara absurda, por cierto, ya que ellas saben perfectamente lo que sentimos. Y eso fue exactamente lo que me pasó en ese segundo día. Le conté a Ronald lo que había sucedido, pero el hijo de su madre estaba muy apurado, acompañaría al paradero a una chica de otro salón, de modo que poco caso me hizo y se largó como un pedo cuando escuchó su nombre desde las escaleras de abajo. “Qué envidia” – pensaba – “¿cuándo me tocará a mí?” – me preguntaba, y de esa forma salí solo de la academia, con la intención de tomarme una heladísima gaseosa y una grasienta hamburguesa para pasar rico mi pena.
La llamada “tía veneno” se demoró más de la cuenta en atenderme, por lo que estuve parado buen rato en aquella esquina de su carrito sanguchero, aguardando por mi chatarra, mirando sin órbita hacia la puerta de la academia, de donde muchos chicos salían alegres y sonrientes, acompañados de amigas y amigos. Otra vez la envidia. “Pero bueno, recién empiezo” – me autoanimé, y seguí esperando mi hamburguesa. Cuando de pronto veo salir a la mismísima Lucía. Salió sola, por lo que me dije “ahorita sale su amiga”; su amiga nunca salió. En su lugar salieron tres imberbes muchachos, y los 4 se fueron juntos al paradero ante mi mirada perdida. No lo podía creer. Me sentía engañado. Sabía que lo de “… una amiga en otro salón…” podía ser una tremenda falacia, pero jamás pensé que saldría, en cambio, con tres jovencitos a los que las hormonas se le salía hasta por los poros. Mi concepto sobre Lucía fue cambiando y cuando estaba casi convencido de que se trataba de una “chica popular” la razón me cacheteó y me hizo seguirlos hasta la av. Arequipa, destino final para la mayoría. Al llegar, me quedé camuflado entre la multitud, ellos estaban en la vereda del frente, y cruzaron – “claro, vive en Villa María” – recordé, y acto seguido crucé las dos pistas de sentidos contrarios que conforman la avenida. ¿Qué quería conseguir?, saber si alguno de ellos era su enamorado, o su afanador, o peor, si ese afanador se atrevería a subir en la misma combie que mi hippie doncella. Para mi buena suerte, se despidió de cada uno con besos en la mejilla, y nadie la acompañó. Mis esperanzas estaban intactas.
Con el pasar de los días mi amistad con Lucía se fue afianzando, y a la semana me dio el honor de acompañarla al paradero por primera vez. Nuestras conversaciones eran muy fluidas y la química era notable. Teníamos pasiones en común, la música, los libros, los chistes, incluso los videojuegos. Pasé la prueba de rigor al preguntarle si había ya un chico que le robara el sueño, y con su respuesta negativa me dejó el campo libre para seguir imaginando. Todo andaba de maravillas, tanto así que empecé a planear, después de un mes, el día y el momento de mi declaración. Ensayaba, como en mis primeros acercamientos a féminas, las palabras que diría, los gestos que haría y las posturas que tomaría al momento de recibir el sí de la satisfacción. Ah, obviamente también imaginaba el beso de la consumación, la señal de mi victoria sobre todos aquellos púberes que hubiesen tratado de atrasarme. Qué vuelco había dado mi situación. Me reía en son de burla de aquellos que pensaron que jamás sería capaz de conquistar a una chica tan bella y encantadora, algo así como hacer un gol delante de un público que te pifió todo el partido: simplemente pones tu dedo índice en los labios cerrados – “cállense, yo festejo solo” – y así es. Pero mis imaginativas poses de galán me duraron poco. Entre apuros por la cantidad de separatas que debíamos repasar, y los horripilantes E.T.I.’s (Examen Tipo Ingreso) de los domingos, me decidí a declararle de una buena vez mi amor. Los recuerdos pasados los dejé de lado, era otro, era distinto. No dejaría pasar más oportunidades.
No sé cómo definir lo que pasó esa rojiza tarde, mientras circulábamos por la plaza de armas de Lince.
La había citado con la excusa de visitar una feria de libros, pero la verdadera finalidad era la de regalarle mis cantares amorosos, recitarle mis poemas cursis, y declararle mi enorme atracción hacia ella; cuando estaba en el preámbulo de todo, ella cortó intempestivamente mi fraseo de manera emocionada: “A que no sabes quién me acaba de mandar un mensaje” – puse mi cara de confundido – “… jeje, el chico del que te hablé la vez pasada, ¿te acuerdas?, es tan lindo. Mira, mira lo que me puso: ‘no hago más que pensar en ti todo el día, hasta mis estudios estoy descuidando’, ¿te das cuenta?, es lindísimo” – la verdad es que me había dado cuenta de una sola cosa: otra vez había rebotado. Lo peor del caso es que ni siquiera me había hablado de aquel idiota que me mencionó, se lo hice saber y ella sólo atinó a decirme: “¡uy! Entonces se lo dije a Sergio, jeje, siempre confundo a mis amigos” – ¡AMIGOS! Qué palabra más sentenciadora. Con eso había terminado de sepultar toda esperanza, había asesinado mi ilusión con terrorista elegancia. En términos criollos, me había dejado ‘tirando cintura’. Luego de unos días, en los cuales estuve más que deprimido, empecé mi recuperación anímica cobrándome algunas revanchas. Yo no soy ningún santo, lo he dicho y lo seguiré diciendo, y para mí eso de que “un clavo saca otro” es totalmente válido, y vaya que me sirvió. Olvidé por completo lo que me había sucedido accediendo a temerosas invitaciones para asistir a fiestas académicas; dejé las separatas y me despreocupaba por los E.T.I.’s de una manera delirante. Me volví un juerguero pre-universitario. Debo admitir que esto me dio una fama algo más respetable que la del típico nerd que solía ser hasta ese entonces, por lo que sabía que en cualquier momento la mismísima Lucía podría recapacitar su decisión de cortarme con tijera de jardinero y sin anestesia. Y, señores, así fue, tendría más adelante la oportunidad de chotearla y a su estilo.
La cosa fue muy simple pero tuve que tener mucha paciencia. Esperé algunos meses hasta que llegara el examen de admisión, el cual arrasaría a punta de memoria y champazo; ingresé a Ciencias Biológicas y como es costumbre en las academias, los ingresos se celebraron con fervor en románicas fiestas que parecían no tener fin. Luego de ser rapado, las felicitaciones no se hicieron esperar. Abrazos de gente desconocida, cerveza por todos lados, chicas que celebraban saltando y haciendo mover sus protuberancias pectorales, y un jolgórico etc. Cuando mi éxtasis había terminado y me preparaba para degustar algunos espumosos tragos, llegó la felicitación de Lucía; me abrazó y me dijo que ella aún no sabía sus resultados, que estaba muy nerviosa, y todo ese bla bla bla. Le respondí fríamente que estaba seguro de que ella ingresaría. Mentira. No estaba seguro, es más, no quería que ingrese. Sí, sé que eso es maldad, pero es la verdad, estaba picón. De repente me confesó que esa misma noche habría una reunión en la casa de uno de sus amigos, pasara lo que pasara, y que contaba con mi asistencia para ‘pasarla bien’, hubiesen visto su cara. Fue una de esas expresiones que ponen las vedettes en los sketchs de programas cómicos, una coquetería exagerada y hasta ridícula, en la que obviamente no creí, no tanto por mi ‘experiencia ganada’, sino porque realmente estaba resentido y piconazo, quería vengarme, era lo único que me importaba.
Me dio la dirección de la casa y pasadas unas horas asistí, la encontré muy feliz, los resultados se habían conocido, ella había ingresado: mi parte diabólica empezó a mentarle la madre al aire, pero mi parte bonachona (que es casi siempre a la que más hago caso) se alegró sobremanera; sin embargo era conciente de mi plan, y ese acontecimiento no tenía porqué alterarlo, por lo que me mantuve sobrio, pero lógicamente demostrando alegría para no levantar sospechas. Conocí a sus famosos amiguitos, todos tenían los ojos saltones, los pelos parados y otras cosas que de seguro también permanecían paradas; la casa era del tal “Sergio”, aquel muchachito del que sólo escuchaba el nombre y que generó cierta antipatía en mí debido al incidente de hacía unos meses en la plaza de Lince. La celebración comenzó cuando el trago corto empezó a rondar las mesas y sillones de la casa de Sergio, y yo no me abstuve de probar; estaba mal preparado, horrible, como me gusta. Terminé picándome muy rápido y decidí parar de tomar, de modo que mi plan pudiese seguir siendo llevado a cabo sin inconvenientes; para mi buena suerte, esa que muy pocas veces tengo, Lucía estaba totalmente ebria y siendo manoseada por sus, repito, ‘amiguitos’. Uno de ellos, el que se creía más vivo, trataba desesperadamente de robarle un beso que, entre risas, la linda Lucy le negaba. Cuando la cosa pasó de castaño oscuro aparecí como una suerte de “Súper Pig”, para rescatarla, cacheteé a ese pobre flacuchento que, nuevamente, se quedaría sin ‘comer’ en cacería, los demás retrocedieron como hienas, y entre carajos y… madres llevé a Lucía a la terraza de Sergio con la vetusta excusa de ‘tomar aire’. De verdad estaba ebria, así no la esperaba, era demasiado, pero era sólo cuestión de tiempo para que me diga algo con lo cual pueda finiquitar mi malévolo plan.
Luego de algunas indeseables interrupciones, finalmente, mi choteadora doncella comenzó a decirme esas cositas típicas de chicas ebrias. Aquellas que sólo esperan esos momentos etílicos para reconocer las bondades de sus verdaderos admiradores enamorados, de sus amigos fieles, aquellos que darían su vida con tal de tener una sola oportunidad. Aquellos a los que, penosamente, las mujeres más maltratan. Ese era yo, un antiguo y perdido enamorado que ahora tenía sed de venganza, y escuchaba atentamente las virtudes más resecas que Lucía trataba de humedecer con sus fluidos. Cosas como – “de verdad eres una buena persona, eres un lindo chico…” o…”soy una tonta, no sé elegir… ¿por qué no te conocí antes?” son ejemplos relucientes de toda la ráfaga de estupideces que las mujeres esperan decir sólo en momentos críticos y que la mayoría de hombres cometemos el error de creer. Felizmente estaba totalmente curado, al menos en ese momento, de todas las mentiras alcoholizadas que mis oídos pudieran escuchar. Sin embargo, antes de cortar su intermitente discurso, algo de compasión inundó mi maldad. No era una mala chica después de todo, era coqueta como muchas, nada malo hacía; las demás hacen lo mismo y nadie se venga. ¿Será que así está determinada la juventud post-adolescencia? Comencé a dudar sobre la conclusión de mi plan, aquel plan que tanto había ideado y practicado. Al final me ganó el sentimiento y decidí llevar a Lucía a su casa y olvidar todo en el camino. Días después me enteré del rumor que circulaba por todo el ambiente, ahora, universitario que recitaba una noche de placer extremo con la gran Lucía, que era un abusivo porque estaba borracha, y que además de abusivo era un cobarde. Me gané más antipatías que respetos, pero bueno, así es este negocio de ser ‘buena gente’. Como todo negocio, a veces se gana o se pierde.
No volví a saber nada de Lucía hasta que la vi en el campus, apurada porque llegaría tarde a una clase. Conversamos sólo unos segundos, me dio su nuevo e-mail y su número telefónico. A veces conversamos vía MSN y parece siempre ignorar los rumores que se crearon sobre nosotros; tampoco recuerda las cosas que me dijo en la casa de su amigo, era de esperarse. Para ella ese lapso no existió, para mí fue una verdadera tormenta llena de tensión en la cual estuve a punto de cometer un atropello a mis propias ideas. Nunca he choteado a nadie, he rechazado ofertas de manera educada, sí, pero lo que me hizo ella, y me hicieron muchas otras, jamás. Y prefiero mantenerme en esa posición, aunque mi lado maligno a veces esté a punto de ganarme. ¿Cuántos chotes más tendré que pasar?, el tiempo lo dirá, lo que sí sé es que al menos por esa postura ya debo tener, al menos, un pequeño cuarto asegurado arriba, junto a Frankie, Héctor y Celia.
Mujeres…
jajj oe que buen post tio no sera la misma flaquita que yo conozco y que ahora esta en Arequipa??? jaaaaa
ResponderEliminarSiempre tuve un presentimiento de que tu eras Super Pig
ResponderEliminarJo,perdona que curiosé en tus publicaciones antiguas. Lo malo es que nunca olvidarás a Lucia. Siempre pasa que nunca olvidamos a esas chicas. Se nos quedan en el cerebro para siempre.
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