El craso error de la idealización prematura.
Después de haber tenido tantos años jugando al seductor y al seducido, he llegado a otra certera conclusión: el peor error que los hombres o mujeres pueden cometer es idealizar a alguien antes de, si quiera, conocerse. Es un error tan común como garrafal tan sólo ver a una persona, experimentar un gusto, una sensación de agrado, y de pronto crear ideas disparatadas sobre su manera de ser, recrear un perfil de alguien que nada hizo más que esbozar una sonrisa, dirigir una mirada o pronunciar una palabra. Entonces nos hallamos en un mar de fantasías, en las cuales aquella inocente persona toma un rol protagonista en nuestras novelas mentales; en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en mundos utópicos, haciendo las cosas más románticas y divertidas que una pareja pueda hacer, y sintiendo que podemos estar frente a la persona con la que toda la vida hemos soñado. Cuando de repente cometemos el error de conocer a tan idealizada personalidad, y nos damos contra la pared mandando todo lo imaginado por el water mientras la decepción cumple a toda cabalidad la terrible función que los dioses le han encomendado: la de destrozarnos por dentro. Seguidamente tomamos represalias contra ese ‘alguien’ que nos decepcionó, nos resentimos con ella o con él, auto arengándonos “¡bah!, mejores puedo conseguir”, y dejando de tomarle la atención que nunca (supuestamente) mereció. ¿Qué culpa tiene esa persona de nuestro desacierto mental?, pues ninguna, la responsabilidad de idealizar a un recién conocido es totalmente nuestra, de nadie más. Por lo que la reacción se vuelve injusta, e improcedente.
Este tipo de creación mental me ha afectado desde siempre y debo admitir que en la gran mayoría de los casos (salvo una sagrada excepción) terminé con la nariz ñata de tantos golpes que me di contra la pared. Como cuando conocí a una muchacha en la escuela. Apenas le había hablado un par de veces, pero me parecía tan bella, tan única, que simplemente le creaba poemas sin saber que la realidad era totalmente distinta a mi estúpida ficción. Aquella pulcra e impecable idealización acabó siendo la peor decepción de ese año: no sólo era una jugadora sin remedio, sino también dedicaba sus tiempos libres a la droga y a seducir profesores para apuntarse un 20 a costa de ‘¿quién sabe qué?’ (Aún no asimilo la idea). Cuando la conocí y me di cuenta del gran desengaño que estaba ensayando, no pude evitar putearla en silencio, mentarle la madre en mi mente mientras la miraba con odio, y luego decidí quitarle por completo mi foco de vista, no volví a dirigirle las pocas palabras que le dirigía, ni tampoco a escribirle poemas, simplemente intenté “castigarla” dejando de pensar en ella y dedicándome exclusivamente a otras cosas. Lógicamente ella nunca se dio cuenta de mi castigo, y tampoco tuvo porqué recibir esos insultos de mi parte. Ella era así desde que la vi, desde que la idealicé erróneamente, y por ende no tenía la culpa de que mi percepción fuera tan novelera. Me até la soga al cuello y me deshice de la silla en la que estaba parado, yo solito, porque nadie me metió ideas en la cabeza sino este humilde servidor ansioso de enamorarse. Me sucedió también en la academia, tenía 18 años y tiempo libre de sobra, por lo que comencé una pávida búsqueda amorosa que terminó en la idealización de una delgaducha e interesantísima chica a la que llamaré Connie. Ella sólo se mostraba caminando por los pasillos, a paso lento y cadencioso. Vestía siempre de negro, y su cabello, negro también, se movía al compás de su magnético ritmo. No tardé, para variar, en hacerme ideas sobre su forma de ser, sobre su modo de amar, sobre lo que hacía en sus ratos libres, y un increíble etc. De pronto, uno de esos extraños días, en la cafetería, la tenía frente a mí solicitando mi permiso para tomar una silla, acepté casi instantáneamente, ella se sentó y comenzó la horripilante decepción. Su voz no era tan femenina como pensé, eso para empezar, era medio ronca y con rasgos varoniles. La forma como tomó el jugo denotaba sus inexistentes modales en la mesa. Casi todos en la cafetería se dieron cuenta, gracias a la detestable bulla que hacía con el sorbete, de que ese ruido venía de nuestra mesa, y a juzgar por mi aspecto porcino, nadie dudó en señalarme con el dedo índice. Hasta ahí la vergüenza era pasable – “ya pues, eso se puede mejorar” – pensé, insistiendo en que mis ideas no estaban tan alejadas de la realidad. Cuando pasaron unos minutos traté de hacerle el habla de la manera más básica posible – “¿cómo te llamas?” – a lo que, con la boca llena de un keke del que no me había percatado me contestó en un extraño idioma: “oumnie”.
“¿Cómo?” – Pregunté esperanzado en que, ¡por el amor de Dios!, comenzara a portarse adecuadamente y de paso acercarse a lo que mi mente había creado – “Connie, ¿y tú?”, respondió apenas había pasado abruptamente el tremendo trozo de harina horneada que tenía en la garganta… acto seguido le dije mi nombre y ella volvió a callar gracias a otro enorme trozo de keke que ingirió frente a mi estupefacto rostro, mientras notaba los braquets que tenía y el grasiento grano que su cerquillo intentaba tapar. Pasaron más minutos y aquí el detalle que muy pocos me creen por sonar a película gringa, pero que es cierto, y los pocos testigos que ahí estuvieron no me dejarán mentir: aquella chica tan ideal, tan adornada por mi cerebro, soltó un eructo sonoro y desvergonzado – “puta madre” – pensé – “lo único que me faltaba” – y luego se fue sin despedirse. Si bien es cierto no exijo los modales y el caché que no tengo, jamás he experimentado sensación de asco tan grande como la que tuve ese día, y peor aún, sabiendo que era mi imaginaria princesa, la que había creado en mis más profundas entelequias., quien se iba malcriadamente de nuestra mesa dejando una fatal y desganada flatulencia. Esa experiencia me enseño, como muchas otras, a no desglosar tanto la primera impresión que me pueda dejar una chica, por más ilusionante que pueda ser. Desde el momento en que aprendí la lección he bajado el número de errores considerablemente, y mi más grande acierto sigue a mi lado hasta hoy. De ella sólo puedo decir que traté de idealizarla lo menos posible (aunque me resulta inevitable), simplemente la conocí, me mostré tal y como soy, se mostró tal y como es, nos enamoramos, nos mandamos, y aquí estamos. ¿Qué más puedo decirles?, el amor es así de simple, como lo dije antes, es esencial y las esencias no saben de idealizaciones, aunque no dudo que esa errónea forma de conceptuar a alguien tiene siempre como aliado mayor al arte, sino que lo digan mis poemas y mis canciones.
Toda experiencia es válida cuando deja alguna enseñanza, y la idealización da experiencia garantizada.
Después de haber tenido tantos años jugando al seductor y al seducido, he llegado a otra certera conclusión: el peor error que los hombres o mujeres pueden cometer es idealizar a alguien antes de, si quiera, conocerse. Es un error tan común como garrafal tan sólo ver a una persona, experimentar un gusto, una sensación de agrado, y de pronto crear ideas disparatadas sobre su manera de ser, recrear un perfil de alguien que nada hizo más que esbozar una sonrisa, dirigir una mirada o pronunciar una palabra. Entonces nos hallamos en un mar de fantasías, en las cuales aquella inocente persona toma un rol protagonista en nuestras novelas mentales; en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en mundos utópicos, haciendo las cosas más románticas y divertidas que una pareja pueda hacer, y sintiendo que podemos estar frente a la persona con la que toda la vida hemos soñado. Cuando de repente cometemos el error de conocer a tan idealizada personalidad, y nos damos contra la pared mandando todo lo imaginado por el water mientras la decepción cumple a toda cabalidad la terrible función que los dioses le han encomendado: la de destrozarnos por dentro. Seguidamente tomamos represalias contra ese ‘alguien’ que nos decepcionó, nos resentimos con ella o con él, auto arengándonos “¡bah!, mejores puedo conseguir”, y dejando de tomarle la atención que nunca (supuestamente) mereció. ¿Qué culpa tiene esa persona de nuestro desacierto mental?, pues ninguna, la responsabilidad de idealizar a un recién conocido es totalmente nuestra, de nadie más. Por lo que la reacción se vuelve injusta, e improcedente.
Este tipo de creación mental me ha afectado desde siempre y debo admitir que en la gran mayoría de los casos (salvo una sagrada excepción) terminé con la nariz ñata de tantos golpes que me di contra la pared. Como cuando conocí a una muchacha en la escuela. Apenas le había hablado un par de veces, pero me parecía tan bella, tan única, que simplemente le creaba poemas sin saber que la realidad era totalmente distinta a mi estúpida ficción. Aquella pulcra e impecable idealización acabó siendo la peor decepción de ese año: no sólo era una jugadora sin remedio, sino también dedicaba sus tiempos libres a la droga y a seducir profesores para apuntarse un 20 a costa de ‘¿quién sabe qué?’ (Aún no asimilo la idea). Cuando la conocí y me di cuenta del gran desengaño que estaba ensayando, no pude evitar putearla en silencio, mentarle la madre en mi mente mientras la miraba con odio, y luego decidí quitarle por completo mi foco de vista, no volví a dirigirle las pocas palabras que le dirigía, ni tampoco a escribirle poemas, simplemente intenté “castigarla” dejando de pensar en ella y dedicándome exclusivamente a otras cosas. Lógicamente ella nunca se dio cuenta de mi castigo, y tampoco tuvo porqué recibir esos insultos de mi parte. Ella era así desde que la vi, desde que la idealicé erróneamente, y por ende no tenía la culpa de que mi percepción fuera tan novelera. Me até la soga al cuello y me deshice de la silla en la que estaba parado, yo solito, porque nadie me metió ideas en la cabeza sino este humilde servidor ansioso de enamorarse. Me sucedió también en la academia, tenía 18 años y tiempo libre de sobra, por lo que comencé una pávida búsqueda amorosa que terminó en la idealización de una delgaducha e interesantísima chica a la que llamaré Connie. Ella sólo se mostraba caminando por los pasillos, a paso lento y cadencioso. Vestía siempre de negro, y su cabello, negro también, se movía al compás de su magnético ritmo. No tardé, para variar, en hacerme ideas sobre su forma de ser, sobre su modo de amar, sobre lo que hacía en sus ratos libres, y un increíble etc. De pronto, uno de esos extraños días, en la cafetería, la tenía frente a mí solicitando mi permiso para tomar una silla, acepté casi instantáneamente, ella se sentó y comenzó la horripilante decepción. Su voz no era tan femenina como pensé, eso para empezar, era medio ronca y con rasgos varoniles. La forma como tomó el jugo denotaba sus inexistentes modales en la mesa. Casi todos en la cafetería se dieron cuenta, gracias a la detestable bulla que hacía con el sorbete, de que ese ruido venía de nuestra mesa, y a juzgar por mi aspecto porcino, nadie dudó en señalarme con el dedo índice. Hasta ahí la vergüenza era pasable – “ya pues, eso se puede mejorar” – pensé, insistiendo en que mis ideas no estaban tan alejadas de la realidad. Cuando pasaron unos minutos traté de hacerle el habla de la manera más básica posible – “¿cómo te llamas?” – a lo que, con la boca llena de un keke del que no me había percatado me contestó en un extraño idioma: “oumnie”.
“¿Cómo?” – Pregunté esperanzado en que, ¡por el amor de Dios!, comenzara a portarse adecuadamente y de paso acercarse a lo que mi mente había creado – “Connie, ¿y tú?”, respondió apenas había pasado abruptamente el tremendo trozo de harina horneada que tenía en la garganta… acto seguido le dije mi nombre y ella volvió a callar gracias a otro enorme trozo de keke que ingirió frente a mi estupefacto rostro, mientras notaba los braquets que tenía y el grasiento grano que su cerquillo intentaba tapar. Pasaron más minutos y aquí el detalle que muy pocos me creen por sonar a película gringa, pero que es cierto, y los pocos testigos que ahí estuvieron no me dejarán mentir: aquella chica tan ideal, tan adornada por mi cerebro, soltó un eructo sonoro y desvergonzado – “puta madre” – pensé – “lo único que me faltaba” – y luego se fue sin despedirse. Si bien es cierto no exijo los modales y el caché que no tengo, jamás he experimentado sensación de asco tan grande como la que tuve ese día, y peor aún, sabiendo que era mi imaginaria princesa, la que había creado en mis más profundas entelequias., quien se iba malcriadamente de nuestra mesa dejando una fatal y desganada flatulencia. Esa experiencia me enseño, como muchas otras, a no desglosar tanto la primera impresión que me pueda dejar una chica, por más ilusionante que pueda ser. Desde el momento en que aprendí la lección he bajado el número de errores considerablemente, y mi más grande acierto sigue a mi lado hasta hoy. De ella sólo puedo decir que traté de idealizarla lo menos posible (aunque me resulta inevitable), simplemente la conocí, me mostré tal y como soy, se mostró tal y como es, nos enamoramos, nos mandamos, y aquí estamos. ¿Qué más puedo decirles?, el amor es así de simple, como lo dije antes, es esencial y las esencias no saben de idealizaciones, aunque no dudo que esa errónea forma de conceptuar a alguien tiene siempre como aliado mayor al arte, sino que lo digan mis poemas y mis canciones.
Toda experiencia es válida cuando deja alguna enseñanza, y la idealización da experiencia garantizada.
JAAA Q KAGUE DE RISA.. PERO ES VERDAD A MI UNA VEZ ME PASO ALGO PARECIDO CUANDO UNA CHICA SOLTO UN GAS EN MI CLASE DE LA U JAJAJA NO SABES COMO ME MATEE DE LA RISA ELLA ME GUSTABA...HAST ESEDIA CLARO FELICITACIONES POR TU POST
ResponderEliminarJajaja de verdad te paso eso??? no te puedo creer que verguenza jeje pero bueno son las experiencias de la vida, un abrazo desde Bogota
ResponderEliminarOe todas las flacas te han choteado??? y yo como no lo hic mmmm :S je
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