jueves, 29 de enero de 2009

Cartas cobardes jamás enviadas (Parte III)

A Zadith A.

“Cada mañana, cuando llego al colegio, busco la ubicación más apropiada para ser testigo de la magnificencia que se encuentra entre tus piernas, justo ahí, debajo de esa corta falda que sueles ajustarte antes de emprender tu corto camino hacia este recinto escolar. Esa ubicación, la cual tomo por asalto apenas llego, tempranísimo dicho sea de paso, es la más envidiada del salón, sin exagerar. Es la ubicación dorada, aquella que todos quieren, pero que sólo yo poseo, porque yo descubrí el tesoro que había a tan sólo unos metros de mí, cuando otros solamente se regían a las aburridas reglas y prestaban total atención a la pizarra que se encontraba en sentido opuesto a su sensacional cuerpo, y que miras con despistada atención mientras yo aprecio el cruzar de piernas más sedante que jamás haya apreciado.

Dirás que soy un simple mañoso, un aguantado, un reprimido sexual que busca solamente una adolescente aventura contigo. La verdad, mi hermosa Zadith, es que no te equivocas. Eres mi fantasía, eres la mujer que sueño desnuda sobre mí, gimiendo con voz aguda, gritando con fuerza extrema, gozando mientras se mueve en círculos, mientras yo, estupefacto, agradezco al cielo por haberme dado tan grato e imaginario momento.

Nunca te hablé, fuiste tú la que una vez me hablaste y a mí por poco se me baja el pantalón, ¿recuerdas?, cuando me pediste un lapicero con esa voz tan ronquita, tan seminal. No sé si te lo di, sólo te quedé mirando. Me di cuenta de que no sólo tus piernas eran capaces de enloquecerme, también tus ojos medios chinos, y tu cabello negro azabache. También tu voz, claro está. Eran los momentos más mojados de mi adolescencia, y no me avergüenza decir que tú eras la actriz principal en el reparto que hacía de mis noches las más placenteras. En mi imaginación fuiste mi princesa, mi esclava, mi reina, mi esposa, mi amante, mi novia, mi confidente, mi mejor amiga, mi compañera de trabajo, mi compañera de universidad, mi copiloto de Porsche, mi Alicia Silverstone (en el video de Aerosmith, “Amazing”) y un sensual etc. Y es que lo sensual te pertenece, va contigo, con tus labios (¿mencioné que también me gustan tus labios?), en tus ojos, en tu cuerpo, en tu lengua, la cual sacas a cada momento queriendo hacer los globos de chicle que no te salen, y me encanta que no te salgan, porque así veo con más claridad lo acuosa e intimidante que es.

A estas alturas (si es que todavía no has partido esta carta en pedazos) debes estar asqueada de mí, y no sería raro. Segundos antes de comenzar a escribir estas letras supe que saldría algo fuera de contexto, algo fuerte, algo sucio. Pero también sé que algo de eso debe de haber en ti. Porque proyectas una suciedad adornada, delicada, de esas que me gustan y no sólo a mí sino a todo aquel que se haga llamar “hombre”. Las mujeres puritanas no gustan, hoy no. Ahora son las chicas como tú las que rigen el mundo, ese mundo que los hombres catalogamos de “en sueño”. Serás, si es que aún no lo eres, el sueño de muchos hombres, y aprenderás, si es que aún no has aprendido, a controlarlos a tu antojo, a jugar con ellos, y ¿sabes?, tienes todo el derecho, porque eres una diosa, una diosa sexual que vino al mundo con atributos genuinos, no eres prefabricada, emanas sensualidad, emanas atracción; y mereces ese poder.

Ya es fin de año y la promoción está muy dividida. He visto que te apuntaste a la que yo pertenezco. Se está planeando un viaje a Arequipa, espero que vayas. Dudo mucho que pueda cumplir mis fantasías contigo, porque soy un terrible cobarde (prueba de ello es que esta carta muy difícilmente llegará a tus manos), pero al menos terminar mi ciclo escolar apreciando tus curvas, o la belleza de tus piernas, será muy reconfortante para mí, muy ideal, una despedida digna de un admirador de tu hermosura.

Espero volver a verte alguna vez y que para ese entonces, sea capaz, por lo menos, de invitarte a salir, de conquistarte, y de hacerte el amor como nadie lo ha hecho jamás. Para que no te separes de mí, y me permitas dominar a la diosa sexual más maravillosa que jamás haya conocido.


Hasta ese día, mi hermosa Zadith.



Lima, 4 de Diciembre de 1999.”


Epílogo

Era Junio del 2003 cuando volví a ver a Zadith en una discoteca barranquina.

Estaba acompañado de tres amigos ansiosos de aventurarse, de salir de sus abrumantes rutinas. Yo, por mi lado, no solía buscar situaciones distintas, aunque no me negaba a cualquier eventualidad que se me presentase. Sólo quería divertirme, tomar, cantar, bailar, reír, y usualmente era lo único que conseguía con total seguridad. Entonces, una de esas noches alcoholizadas, vi a mi fantasía escolar moviéndose mientras bailaba con un moreno y gracioso muchacho bastante delgado. Había bebido (y vivido) lo suficiente como para, aunque sea, acercarme a ella y decirle “Hola, eres del Saco, ¿no?”, y contrariamente a lo que solía sucederme en mi adolescencia, eso fue lo que hice, le hablé, le hablé mientras bailaba con el moreno. Al saludarla noté en ella un aire de experiencia increíble, como si hubiesen pasado diez largos años. Sólo habían pasado cuatro, hasta menos. Pero la intensidad con la que viví cada momento durante ese periodo de tiempo hizo que asimilara muchas experiencias y las digiriera rápido. Con ella parecía haber sucedido lo mismo.

Al preguntarme “¿cómo estás?”, no pude evitar decirle al oído “feliz, porque por fin te encontré”, ella sonrió, le hizo una seña al moreno y él se fue carcajeándose – “es un amigo del barrio”, me dijo, y yo, sabiendo que no estaba para pedirle explicaciones, le comenté que también había venido con gente de mi barrio, y que estarían encantados de unir las mesas (aunque se encontraban de polo a polo). Lo siguiente fue un vaivén de situaciones embarazosas, divertidas e inolvidables. Georgette se llamaba la pelopinta amiga de Zadith, y mis amigos no dudaron en emplear sus mejores armas para conquistarla, yo, sólo conversaba con mi ex compañera de una manera muy jovial. De pronto me fui dando cuenta de que el baile, los tragos y las malas caras de sus amigos me eran insuficientes, quería hacer algo distinto: “¿me acompañas a comprar?”, le propuse, y ella aceptó. Salimos de la discoteca sin pedir nuestro sello, con el cual podríamos regresar sin pagar nuevamente la entrada. Entrar nuevamente ya no nos interesaba. Caminamos por el boulevard de Barranco conversando y riéndonos de todo, ya picados. Compramos unos cuantos cigarros, los encendimos y seguimos el viaje. Entre tambaleantes caminares arribamos al sonoro puente de los suspiros, y luego, en un arranque de locura, ella tomó mi mano y me jaló hacia las escaleras que daban al camino del mirador. Bajamos entre la oscuridad y el silencio de esa sinuosa callecilla, hasta que llegamos al mirador. El mar ni se notaba pero emanaba un ambiente romántico y ensordecedor. Entonces comenzó a contarme lo que había sido de su vida los últimos 3 años, las experiencias que tuvo, los enamorados que dejó, los amigos con quienes se besó, las veces y los lugares donde hizo el amor. Yo hice lo propio, aunque mis viajes y experiencias me parecieron nada ante lo magnífico de su hablar. Sus relatos eran como mitos, poemas épicos, rapsodias que quedarían en mi mente para toda la eternidad. Fue un momento excitante, uno de los pocos que tuve que no acabaran con un intento de beso forzado, con una cachetada, con un intercambio de fluidos bucales, con un “oye, eres mi amigo”, o con una larga y loca noche en un hotel cercano. Eran ya las 4 y media de la madrugada cuando decidimos regresar al boulevard en búsqueda de sus amigos y de los míos. Ella parecía cansada, con sueño acumulado; y las subidas siempre son difíciles, por lo que le propuse se suba en mi espalda. Al principio rió, mientras evitaba mirarme el rostro, luego, con bohemio escepticismo, subió. La llevé hasta las alturas, mientras pensaba, risueño, en las miles de cosas que había imaginado con aquella musa que en mis espaldas se iba quedando dormida. Me di cuenta de que esas mismas piernas con las que tanto aluciné, estaban siendo tomadas por mis sucias manos, y la sensación del “sueño hecho realidad” llegó repentinamente a colmarme de satisfacción.

Llegamos a la discoteca y nuestros amigos estaban afuera bebiendo la última chata de ron que quedaba en el bolsillo de uno de ellos. Zadith estaba semi dormida, pero tuvo lucidez para despedirse de mí de una manera muy afectuosa, le deseé buena suerte y vi cómo sus amigos, y la vanagloriada Georgette, se iban junto a ella en un taxi directamente al corazón de breña, distrito donde Zadith vivía y donde alguna vez estudiamos juntos. Casi de manera automática mis amigos me preguntaron qué era lo que había pasado en esas casi 2 horas que tuve a Zadith sólo para mí. Atiné a decir “la hice”, y ellos me siguieron preguntando detalles que nunca les di.

Y es que Zadith no cumplió mis fantasías escolares, hizo algo mejor, creo otras nuevas. Al verla después de años y darme cuenta de la linda persona en la que se ha convertido, mi tonta teoría de la diosa sexual y su poder dominante, se fue por un tubo. Zadith se había hecho un gran ser humano, no era una diosa. Era sensual, y seguramente hace el amor como nadie; pero no era un simple ente complaciente. Es un compendio de sentimientos y jovialidad exquisito. Una persona de la cual cualquiera se podría enamorar ciegamente. Y esas fantasías que creó en mí todavía no se me borran, las guardo como recuerdos gratos. Recuerdos de la chica que jamás tendré entre mis brazos, pero que siempre será necesaria para saber el tipo de compañera que querré en mi largo futuro. Las odas y los poemas no serán suficientes para reflejar lo que esa chica creó en mí, y con tanta facilidad. Y con este epílogo (extraño, por cierto) sólo trato de reflejarla aunque sea un poco, para que se den idea de lo que realmente significa una verdadera musa inspiradora.

Hasta otra, hermosa Zadith.

domingo, 25 de enero de 2009

Hígado Encebollado (Bilis II) - Los inefables cobradores de combie



"Habla, ¿vas?"

Apostaría 1000 a 1 que al menos el 99% de ustedes ha tenido alguna vez un altercado no muy agradable con algún cobrador de combie. Apostaría, también, que en algún momento, la mayoría de ustedes, soñaron con apartarlos definitivamente de la faz de la tierra. Este servidor ha tenido un “romance” con los cobradores de combie que se remonta a mis primeros años, sí, cuando era un pequeño, regordete e indefenso bebé que mi madre, jadeante de tanto caminar después de haber hecho el mercado, cargaba con especial afecto y valentía. En aquellos tiempos las cosas no distaban mucho de las actuales y los cobradores, ahora famosos por sus paupérrimos modales y por ser portadores de la más clara libertad de instintos que se pueda apreciar en la capital, no dudaban hacer “de las suyas” mientras mi vieja (en aquel momento joven y atractiva madre) trataba de no caerse en un colectivo que se movía como una placa tectónica. Aquel cobrador, cuyo horripilante rostro jamás recordaría, no sólo se frotó descaradamente en el cuerpo de mi mamá, sino que además contribuyó a que ella perdiera el equilibrio generando una aparatosa caída en la que estuve a punto de (sí, no exagero) perder la vida. Los insultos de la colectividad no se hicieron esperar. Claro, el cobrador aprovechó la situación para mostrar su supuestísima valentía, hacerse el machito e insultar a los hombres que se encontraban al fondo del vehículo, los cuales muy difícilmente pudieron haberle dado un “tatequieto”, debido a la cantidad de gente acumulada a lo largo del bus.

Yo, siendo un llorón engendro, no tenía ni la menor idea de lo que pudo estar pasando, pero años después, cuando mi vieja me contó todo con lujo de detalles (casi como una experiencia graciosa) algunas sensaciones punzantes llegaron a mi cuerpo, y desde entonces supe que jamás me llevaría bien con alguna persona que pudiera ejercer el esclavizante y desdeñado oficio de cobrador.

Una vez que cumplí los 13 años, comencé a usar colectivos para cortar distancias no muy grandes, para hacer los mandados de la casa, o para alquilar alguna película original en el otrora Blockbuster de San Borja o Chacarilla. Si bien es cierto nunca tuve un problema en ese entonces (claro, no todos son iguales), siempre miraba con un inexplicable recelo a los cobradores, quienes ejercían su trabajo sin importarles mucho mi fija y resentida mirada. Luego de dos años, cuando las distancias que utilizaba se volvieron más largas (tenía que ir desde San Borja hasta Breña para llegar al colegio), comencé a tener mis primeros roches con los mencionados y malcriados emisarios microbuseros. El primero de ellos fue en plena Av. Salaverry, regresaba a mi casa después de un pesado día entre matemáticas y Física aplicada, y me quedé dormido en el asiento de atrás. Aún no había pagado el pasaje. De pronto, en lo más profundo de mi sueño, una voz aguardentosa me despabiló por completo: “¡GORDITO, PASAJE PE’!” – al despertar moviéndome como pez recién pescado, sólo atiné a verle el no muy agraciado rostro. Me había despertado de una manera deplorable y obviamente no me sentía de muy buen humor, de modo que le aclaré: “¿Acaso te conozco para que me digas ‘gordito’?, cuidao’ con esa confianza, ah” – obviamente mi tono no le sonó nada amenazante, de modo que se burló en mi cara mientras yo seguía buscando los 50 céntimos que pagaría por mi derecho a un trasporte de tan baja calidad. Cuando los aires parecían haberse calmado, encontré la moneda que buscaba y se la di – “falta” – me dijo en tono achorado – “¿qué falta?” – Contrapregunté – “cómo que ‘¿qué falta?’, tú pagas doble pe’ gordito” – y se echó a reír despaturradamente sobre uno de los asientos, mientras miraba al chofer para que se ría junto con él. En la combie casi no había gente, sólo un señor con su esposa, sentados adelante, una chica encerrada en su Walkman, en el asiento inmediatamente continuo al mío, y un anciano que se reía de las estúpidas mofas del cobrador. Nunca he sido bueno para responder de boca a boca a alguien, por lo que generalmente utilizo el último recurso de la fuerza, pero al verme contra un cobrador, extrañamente, corpulento, un obeso chofer, y por último un experimentado anciano que pudo fácilmente meterse al pugilato, preferí no arriesgarme y, avergonzado, soportar las chacotas que me tocaran, esperanzado en que el vehículo avance rápido para acelerar la llegada a mi hogar. Lamentablemente la combie fue lenta, y el tramo que faltaba era largo, por lo que estuve casi una hora transigiendo una que otra indeseada chanza. Finalmente llegué a mi paradero, vencido y abatido. En un estado de total depresión. Sumergido en un mar de ideas de lo que “debí hacer” (es lo peor que me pasa) y no hice. Y luego los auto-insultos; finalmente la conclusión: soy un perfecto huevón.

Pero un año más tarde me tomaría la revancha. Recuerdo perfectamente el lugar y hasta la línea. Fue llegando al cruce de Colmena con Wilson, la historia es casi un calco. Yo estaba dormido, me dirigía a la iglesia San Agustín para asistir a la Legión de María, era un sábado por la tarde. La línea era la C-64, ruta SJM – RIMAC (no sé si seguirá existiendo) y el cobrador respondía al nombre de “Cucho” (Cuchito, si estás leyendo, sin picarse, eh). De pronto el cobrador me despertó con una voz rauca, casi idéntica a la de aquel cobrador burlón que se salió con la suya en el 99’. Yo, un poco más preparado para estos roces, me desperté tranquilo y le di mi sol de pasaje. El cobrador no dudo en decirme que faltaba, y que la tarifa era de S/.1.20, hasta ahí todo bien, a excepción de que siempre me cobraban 1 sol, pero bueno, admito que la distancia desde Aviación hasta Tacna ameritaría más de S/.1.20. Le di lo que me sugirió que faltaba, y luego me preguntó – “¿de dónde vienes, ah?” – No le respondí, puesto que quise creer que ese tonito amenazador no era para mí, sin embargo él insistió y aumentó su dosis de ‘amenacilina’ – “¡oe!, ¿de dónde vienes?” – “¿a mí me hablas?”, pregunté – “sí pe’, sordo, a ti te hablo, ¿de dónde vienes?” – Su rostro era terrible, parecía haber sufrido una afrenta, parecía buscar un culpable para todos sus males, era la desesperación pura – “hermano” – comencé a florear – “háblame bien pues, aquí no estamos para discutir, dime, ¿qué sucede?” – Al parecer la amabilidad era lo último que aquel mestizo recaudador esperaba – “¿qué dices?, malcriao’ eres ¿no?” – No recuerdo haber sido malcriado, pero todo depende de cómo se interprete, y aquel muchacho interpretó mis palabras de la manera más extraña – “¿quién te crees?, ¿Jesucristo?, dime de una vez, ¿de dónde vienes?” – Le dije que venía desde Aviación, y cerré mi boca ante mi ofuscación, el tipejo ya me estaba hinchando las bolas – “un sol cincuenta, al toque” – “¿QUÉ COSA?” – Lo callé y continué – “Estás recontra huevón ¿no?” – como escribí líneas atrás, nunca fui bueno para la boquilla, quizás porque (como me dijo una vez una ex) tengo ‘voz de buena gente’, (JA. Tendré que aprender a convivir con eso) por lo que empezó mi espera para ver quién daba el empujón inicial y vernos con los golpes; con lo cual (no es por jactarme) nunca he tenido mayores problemas para deshacerme de algunos rivales.

Para mi buena suerte, el tráfico era insoportable y no habría problemas si emprendiésemos una feroz y corta pelea entre el bus y la vereda. Por el estado de ofuscación en el que me encontraba, estaba dispuesto a todo, y así se dio – “Vao’ afuera pe’, a ver si eres machito allá” – me dijo, y yo contento y saltarín, bajé junto con él. Contar el resto sería una pérdida de tiempo. Si bien es cierto, él tenía varios años más de calle que yo, su ínfimo físico no pudo hacer nada contra un certero golpe que lo tumbó, y yo, encima, mientras poco le faltaba para pedir auxilio – según yo, la fórmula más rápida para ganarle a cualquier flaco achorado es ser certero, tumbar, lanzarse y no salirse hasta nuevo aviso, puede haber uno que otro canchero, pero ninguno es físico culturista como para levantar 90 kilos. El chofer fue el que tuvo que bajar, felizmente a separarnos, y Cucho tuvo que resignarse a quedar con el vergonzoso cartelito de “perdedor”, ante las risas y miradas curiosas de quienes espectaron lo sucedido. No me sentía el vencedor de esa pelea, sino el vencedor de una raza guerrera que lucha incansablemente con otra, digamos la raza “cobrador” y la “pasajero”. De ahí en más he tenido incidentes que he resuelto sólo con rostros molestos o con indiferencia total, aunque cabe mencionar que mi romance con los cobradores será eterno. Sino que lo digan los asustadizos alumnos sanmarquinos que presenciaron la severa paliza que le di a un cobrador frente a la puerta 3 de la ciudad universitaria, hace apenas un par de años. Y aunque nada de esto me llene de orgullo (no me gusta la violencia, a menos de que sea necesaria o a menos de que sea contra violentos) debo decir que la lucha entre cobradores y pasajeros será eterna mientras la educación siga como está. Mientras haya cobradores impúdicos y libidinosos, mientras haya enfermos al volante, o mientras se siga pensando que un gordito con lentes tiene que ser, necesariamente, un nerd o un simple mentecato. Mientras tanto, las razas seguirán luchando una contra otra, aunque jamás surja un auténtico ganador.


A esos inenarrables muchachos y señores que día a día se rajan en dolor y sudor por conseguir sus cutras y elegir bien a quién joder, va dirigido este hepático post.

lunes, 12 de enero de 2009

Confesiones de verano



Al sol, y a los recuerdos

Larco Mar, 5:45 de la tarde. La mente me da vueltas mientras los recuerdos de una ruptura terrible me carcomen. No era lo que quería después de todo, ¿o sí?, las remembranzas de las situaciones amorosas destruyen lo que quiera construir. Su mensaje de texto está aquí, lo tengo entre neurona y neurona, y se me estruja la panza cada vez que mi máquina cerebral me pone la imagen, tan perfectamente delineada, pincelada, que hasta escalofríos me da. Yo en un parque de mi barrio, sentado en esa banca helada, sucia por los excrementos de las aves que, indiferentes, hacen su vida sobre los árboles. En aquella banca donde tuve tantas buenas jornadas rebosantes de pasión junto a ella. Donde la conocí en una de sus grandes facetas: la de saber provocarme exquisitamente. Escuchando una canción que alguna vez le cantara en una habitación de hotel, donde la vi al borde de las lágrimas, emocionada, por no poder creer que podía existir tanta felicidad, o al menos eso me decía. Le había mandado varios mensajes previamente… hacía más de un mes que no hablábamos (yo me la busqué, sí), esperaba su respuesta, sinceramente no la esperaba tan dura, tan cataclísmica. La canción había terminado en mi MP3, sólo se oía el silencio, y de pronto el sonar de mi celular, un mensaje suyo había llegado.

El sol comienza a caer, y otros recuerdos más edulcorados tratan de borrar los agrios. Recuerdos de una capacitación hermosa (ya asimilé la palabrita). Donde conocí gente sencillamente inolvidable. Luego llegaba tarde a la puesta del sol, y para olvidarme de ese fracaso diario jugaba en el Conney Park, junto a la entrañable chata llavero. Luego íbamos por unos helados, me hablaba de su afortunado Jesús. No exactamente el de Nazaret si algún curioso piensa que se trataba de una tertulia cristiana. Me pregunto cuánto creen que valen las chicas. Toda mi vida las vi superiores a mí. Ahora veo que la mayoría de ellas creen que valen menos que los hombres, creen que necesitan ser poseídas, que necesitan sufrir, que sin eso no se les puede denominar “mujeres”. Desdichado yo que pienso lo contrario, que pienso que somos nosotros los destinados a sufrir por ellas, por su desgarradora inteligencia, por su magnética forma de ser, por su siempre buen olor. Desdichado yo que, al oír la musicalidad de las olas limeñas, empiezo a darme cuenta de que encontrar el amor perfectamente correspondido no me será tan sencillo después de todo. Siento un jalón en mi camisa, es una niña pidiéndome limosna.

Aquella niña podría llamarse Jacky. ¿Qué será de Jacky de acá a unos años?, conocerá un muchacho, posiblemente sea bueno, posiblemente sea una basura. Sea cual sea su destino parece estar definido, incluso desde antes de su nacimiento. Porque si un papanatas como un servidor puede acertar en esto, entonces la vida es más que predecible. La veré de acá a un tiempo, ojala que sin hijos abandonados, sin abortos en su kilometraje, sin golpes en la cara, sin amenazas constantes, sin un Tour asegurado en Santa Mónica. Ojala la vea viva, después de todo mejor es estar vivo y escribir, imaginar, o crear, a estar muerto y haber pasado por el mundo como si se tratase de un insecto en una chacra. Insecto que pudo haber perecido en su intento de alimentarse y nadie se daría cuenta. Y así de absurdo podría ser todo si no sabemos dejar una huella.

Se hace tarde, y el sol sólo muestra la mitad de su precioso cuerpo. Ese cuerpo tan dorado, bronceado, como sacando pica. Recuerdo que hacía mucho tiempo hablaba del sol con Catherine en las afueras de la PAMER. Me decía que era una mierda, que no debería de existir, aunque sabe que sin él no existiríamos, pero que lo odiaba porque quemaba, y ella detestaba el calor. Yo respondía con extrañeza: “me gusta el verano pero más me gusta el invierno, pero no odio al sol ni a la luna, porque ambos son mucho más grandes que yo, y eso se respeta”, luego ella fumaba marihuana cagándose de risa, burlándose de mí y de mis poses de filósofo barato con aires de hippie andino; traté de acompañarla sólo una vez, y de pronto me veía envuelto en mareos, en asco. Seguí con mi Hamilton hasta que ella se aburriera y me pedía que la acompañara a su paradero, así terminaba la tarde. En la Av. Arequipa veía a lo lejos las nubes rojizas que anunciaban un atardecer insaciable, pero no veía al sol, seguramente le huía a Catherine.

La universidad también me hacía ver atardeceres preciosos. En el último pabellón de la facultad de Economía había una salida que conectaba con el frontis de la facultad de Derecho. Algunas parejas se posaban ahí, como mariposas. Traté de seguir a una y me perdí, hasta llegar al lugar… y de pronto me di cuenta de que hasta San Marcos puede ser romántica, puede ser metafísica. Sentía el vibrar de mi celular, era una llamada de un amigo… me hacía bajar para ir a jugar Smash. A la salida del antro el sol ya se había marchado. El sol… tanta compañía y lejanía. El mar, su fiel compañera, la que siempre lo hace brillar aún más.

Me traje un recuerdo desde Lunahuaná, era un vino… el vino que se llamaba “El sol”, extraña marca para esa extraña maceración de uvas. Y ese vino llegó con un sinfín de situaciones, un sinfín de vivencias. Cómo extraño las cosas bellas. Con ella también solía ver el sol, mientras tratábamos de entendernos. Mientras ella decía “Z”, yo estaba en “Gamma”; y cuando ella entraba en “Beta”, yo había vuelto al “a, b, c”. Pero cuando las palabras no servían buenos eran nuestros cuerpos. Y otra vez estaba ahí el astro rey, quemándonos, hasta hartarnos, y de pronto buscar un lugar más seguro, más cerrado, más íntimo. Sus ojos eran tan grandes que el sol cabía perfectamente en ellos, aunque ella por poco y se quedaba ciega. Que te vaya bien.

A ti también que te vaya bien. Me chocó, sí… pero nunca le huí al dolor, aunque me asusta un poco haberlo buscado, cosa que tampoco me había sucedido. Delante de este sol que me acompañó en tantas aventuras y desventuras, juro no guardarte rencor. Aunque los juramentos son como los contratos, están hechos para romperse. Pero este juramento es especial, es un juramento de desamor, el cual promete ser más fuerte que los juramentos de amor que he hecho en toda mi vida. Yo sabía en el fondo que iba a terminar todo así, que el mundo no está preparado para una relación tan extraña, que por momentos parece perfecta, pero en otros parece ser el infierno más gélido que hubiese podido imaginar Alighieri (si es que hubiese podido imaginar un infierno que hiele).

Dan las 6:30 y el sol ya se fue. Caminaré por Larco en busca de lo que no encontraré jamás, la avenida que describía Frágil. Tal vez visite una tienda de discos, tal vez compre alguno endeudándome por enésima vez consecutiva. Tal vez te siga recordando. Tal vez planee mejor lo que haré esta noche. Tal vez piense en personas que no piensan en mí. Tal vez pase por una licorería. Tal vez termine de escribir este incomprensible relato. Tal vez te olvide de una vez por todas. Tal vez me asalten. Tal vez yo asalte. Tal vez me caiga y me golpee. Tal vez se me ocurra una canción. Tal vez se acabe la batería de mi MP3, a mitad de “Cinema Verité”. Tal vez empiece a quererme un poco más.

Tal vez tome una combie que me lleve de vuelta a casa.
Lima, Enero del 2009