Había pasado por cinco pavorosas entrevistas; la jornada había terminado el mismo día en el que Fito Páez llegó a Lima sólo para enamorarme más. Superaba un momento difícil en mi vida emocional luego de una relación larga y tormentosa (aunque, por ratos, prolija, intensa y encantadoramente desequilibrada) que me había dejado con los brazos tocando mis pantorrillas. De pronto estaba ahí, en la torre principal del “banco canadiense con mayor presencia internacional”… canalladas que no nos importan a los pobres que soñamos con la esposa, los hijos, el perro, la casa y el carro. Sólo nos importa la chamba, en ese momento no hay compañeros, no hay vida que agobie, no hay más allá de lo carnal, de lo terrenal.
Te subes a la montaña de una nueva oportunidad, sabes que la puedes hacer pero tienes miedo, quizá tu equipo no es el adecuado y cuando menos te lo esperes te puedes caer y sacarte la mierda. Pero, señores, esto es vida social y resumirlo es muy fácil: conseguí chamba. Dejé mi mes de desempleado, y arribé a un banco que para mí había pasado desapercibido. Claro, en las reuniones bancarias siempre se habla la misma pavada: “BCP”, “conti”, “Interbank”… nadie menciona lo interesante que podría ser trabajar en el BIF o en el Banco de Comercio; nadie habla del Citibank, y cuando se habla se escucha el desdeñoso y despechado palabreo “si fuera gringo me hubieran aceptado ahí”. De pronto se oye del Wiese y no falta un jodido que dice que el Wiese ya no existe desde hace dos años, que ahora se llama “Escotianbank”. Luego aparece fantasmalmente otro jodido que dice “aprende a hablar, oe, serrano, se llama Escochabank”, y para culminar el descarriado círculo de los corregidores aparece el caballero de las letras, ese que nunca falta en un grupo social, ese que de verdad es a veces odiado por su obsesión con la ortografía y las buenas costumbres gramaticales, tan en contra de nuestra queridísima idiosincrasia peruana: “Se dice Scotiabank”… dice ese espeso, que por suerte (o por desdicha) me ha tocado ser la mayoría de las veces.
Entonces uno se entera de que existe ese banco extraño, con un nombre que hace creer que se trata de una institución escocesa. La verdad es que ya no importa… no se habla más del tema, hasta que alguien llega a trabajar ahí. De pronto llegué, me contrataron, y llegué… en el camino fui encontrándome con trabas, y llegué… ¿qué más puedo decir?
Aquel viernes 10 de Octubre la adorable representante de Recursos Humanos nos dio su última orden: teníamos que estar el lunes 13 a las 9 en punto de la mañana en la cuadra 11 de Larco. La avenida Larco me fue siempre un serpenteante camino de enigmas y atracciones bohemias, sin embargo siempre le huí, quizás porque me siento más del lado de la plebe. Aquella mañana me afeité como nunca, y eso lo puede corroborar mi número de agujeros en la cara, chorreantes, como siempre, de sangre caliente. Me lavé el rebelde cabello unas tres veces, dándole ese placer sólo para que se dejase peinar. Me eché el perfume de mi viejo, ¿les dije que yo no uso?, bueno, no usaba, el sistema financiero te obliga a oler bien, reconozco que siempre pensaré que no hay mejor olor que el natural, aunque a veces sea desagradable para la egocéntrica nariz. Salí como se dice que el argot criollo “enternado”, “a la tela”, “a la percha”, “como pa’ quino”. Tomé la primera combi, llegué a la avenida Arequipa y luego tomé otra que decía “Larco Mar”… ¿Larco Mar?, la última vez que había ido ahí era sólo para jugar a los discos con mi otrora eterna compañera; la que sin piedad me dijo que se cagaba de hambre haciéndome, involuntariamente, gastar en una sola noche lo que ganaba en dos semanas de trabajo. Qué tiempos aquellos. Qué bien se vivía, y cómo uno se lamentaba. Ahora regreso para trabajar, cómo es la vida.
Vi la agencia que mencionó la psicóloga en la dirección que nos dieron, hablé con el guardia, aquel que me abriría las puertas durante más de un mes, aquel que soportaría mi apuro, pero que no anotaría mayor tardanza, al menos por mi parte. Me interné entre las paredes de un patio de mediano tamaño, donde abundaban los Volkswagen Gol, Golf, y uno que otro BMW, “algún día, Benchito, algún día”…
El guardia se hartó de verme merodeando sin rumbo en aquel patio, y me dijo que entrara, que preguntara por “el auditorio”, ahí me esperaban los personajes que me hacen escribir esto ahora, claro, no todos habían llegado. Leslie y Mara fueron las primeras personas que reconocí desde aquella siempre horrible etapa de entrevistas. Poco hablé con ellas en aquella fría mañana, pero al menos supe sus nombres. A los cinco minutos hizo su aparición una muchacha pelopinta de prominentes y aperuanadas caderas, con un sastre gris que nunca pudo disimular su mirada perdida y juerguera; respondía al nombre de Ingrid, y aunque hablamos poco (para variar mi introversión primaria) al menos pude compartir con ella mi nerviosismo, mi ansiedad por saber de qué se trataba toda esta huevada a la que llaman “capacitación”. El nombre siempre me causó curiosidad: “capacitación”, ¿dícese de aquello que te hace capaz de hacer algo?, es decir, ¿antes de entrar a “capacitación” no soy capaz de hacer ese “algo”?, me rompo la cabeza tratando de saber porqué la sociedad es tan cruel con los sapiens. Quizás sea porque no todos los sapiens piensan, valga el jueguito de palabras.
Eran casi las 9:15 y la gente seguía llegando. La siempre sobresaltada Mayra, protagonista de épicas batallas por la excesiva libertad de expresión, fue la cuarta persona a la que dirigí mis palabras; no crean que intenté ser un Don Juan barato, aunque no lo crean era el único hombre hasta esa hora. Entonces llegó Carlos, recuerdo que le hablé en la penúltima entrevista, me llamó la atención su capacidad para joder sin querer hacerlo, aparentemente. Me ordenó apagar mi celular, porque le parecía bullero, lo admito, es algo escandaloso, pero, ¿no era esa labor de otra persona?, me cayó muy bien Carlitos, perdón, Carlos Jurado de los Reyes. Ya éramos dos hombres y llegó casi todo el clan de postulantes. Sí, aún éramos postulantes, ya habíamos firmado contrato, pero seguíamos siendo postulantes. Llegó Carlos Vértiz, el jefe de todo el proyecto de “capacitación” (comienzo a odiar la palabra, aunque no sus contextos). Nos dijo el bla bla bla que seguramente le instruyeron años atrás: que está para apoyarnos, que si hacemos las cosas bien todos estaremos adentro, que tenemos la capacidad para trabajar en Scotiabank, etc. Luego nos presentó a sus asistentes: Daniel, Christian, y Enrique. (Extrañas criaturas a la vista)
Minutos más tarde, se despidieron e ingresó un patita de lentes bastante animado, exacerbado por sus propios deseos de hacer las cosas “bien”. Lo hizo bien, nos explicó qué era el “Escotianbank”…
Luego de escucharlo varias horas entraron otros profesores tratando de meternos el bichito de la curiosidad; era un día de relajo, la gente ya había llegado. Me había sentado en la parte más occidental del salón, y escuchaba la quisquillosa voz de una chiquilla. Ya había oído esa voz antes, sinceramente me caía chinche. No la podía ver porque estaba a mis espaldas, conversaba con un tipo de ensortijados cabellos cuya voz no distaba mucho de la de aquella pequeña chica. Ambos rajaban, y de lo lindo. ¡Cómo extrañaba el raje!, me di cuenta de que quería estar ahí, al medio de ambos, cagándome de la risa como ellos lo hacían con tanta naturalidad. De pronto dejaron de hablar, había comenzado otra charla.
Finalmente llegaron los tutores: Daniel y Christian. Nombres que se harían célebres en el ambiente de la “promo”. Dividieron los salones por orden alfabético, bendito sea el alfabeto. Desde la M seríamos el “Grupo XII”; y bacán, teníamos un ambiente más reducido, de 50 a 25 personas gracias a una acertada decisión. Al día siguiente las cosas se dieron con normalidad; las mañanas frías miraflorinas, música de Charly en mi MP3, mi cigarro matutino esperando a que sean las 9 en aquel patio; la gente llegaba y me saludaba sin recordar tan siquiera mi nombre, otros ni siquiera me miraban, pero yo miraba todo como buen sapo. Con los que ya hablaba mi saludo era más largo, se prolongaba hasta los 6 segundos, luego ellos seguían su camino y yo me quedaba a terminar el pucho. Finalmente me metía al baño, me enjuagaba la boca, un caramelo de menta y listo, a escuchar las clases sin joder a nadie con mi mal aliento. Títulos valores, Sistema BT, cheques, letras, todas las horripilantes heces financieras desfilando ante nuestros ojos; claro, si queríamos la chamba algo de eso teníamos que saber. En ese contexto fui conociendo más a la gente, sin dudas la mejor cara de la moneda. Había escuchado “Escribo prosa poética” en una de nuestras aburridas presentaciones. Era un tipo ensimismado y gracioso. Un chibolo distinto, con ciertos aires de payaso, pero con una profunda visión de las cosas, tan parecida y diferente de mi máquina de mirar. Giancarlo Távara, ese es su nombre, y “sabinero” como nadie se dejó conocer con facilidad cuando lo escuché tarareando “Ciudad de Pobres Corazones”. Me di cuenta en ese instante que podía estar al frente de un compañero de bohemia empedernida. Frente un soberano de las luces que adornan los poemas más elegantes y a la vez ridículos para las damiselas. Era casi como yo a los 19, pero con 100 libros más encima más una carrera por terminar.
Eran las 7 de la noche de un día de esos, habían acabado las clases; todo estaba tranquilo: brisa del mar en Larco, y mi viejo llamándome al celular diciéndome que estaba cerca, iría a recogerme en su Station Wagon. Me senté en esa suerte de maceta de concreto que adornan las afueras de las agencias del banco. Entonces escuché otra vez aquella voz quisquillosa, agudísima. Viré la cabeza y la vi, era pequeña, delgaducha, cargaba con unos libros que parecían torcer sus huesos; eran casi más grandes que ella. Por si eso fuera poco estaba hablando por celular, como si le sobraran manos. Se acercaba hacia la maceta donde mi trasero se aplanaba en furor de mi masa corporal, mi alma de caballero despertó desde las profundidades; y antes de que le ofreciera mi ayuda ella ya me la había pedido: “¿me ayudas con esto?”
Así, así como así; así de la nada; así por las huevas, comenzaría una amistad exorbitante, con aires de la más fina ironía criolla, disfrazada de un siempre gracioso coqueteo, pero con una maravillosa lealtad al oído, al compinchismo, al respetar los momentos. Cristina Rincón es más que un llavero, es más que una pulga atómica, es más que un títere sin ventrílocuo; se convirtió en mi amiga, en mi cónyuge de academia, en mi hazmerreír, en mi joda apersonada, en mi pata total. Junto a ella pasé casi todas mis horas en la eterna y desesperante “capacitación”, no se guardaba sus miedos, o sus lágrimas cuando sentía que ya no le entraban más cheques en la cabeza, de que no le cuadraba la caja, de que no le caía una que otra ladronzuela de corazones. Era pura energía cuando se trataba de reír o de hacer barullo, y siempre nos señalaban a los dos, aunque gran parte de las veces yo sólo estaba cabizbajo tratando de adivinar porqué diablos había entrado a un banco, si lo que realmente quería era estar pegado a un piano, o a un maldito libro, escuchando a Chopin, o desbaratando a Khalil Gibran. Luego escuchaba las risas, levantaba mi mirada y la veía a ella, y luego a todos los demás, risas inocentes, aunque no todos lo eran, pero ¡qué carajo! Habíamos hecho un lindo grupo, resolví mis dudas, estaba ahí por ellos, y ahora estoy aquí por ellos.
Estaba ahí por la alegría de Katia, estaba ahí por el paternalismo de Paolo, estaba ahí por la eterna compostura de Stephanie, estaba ahí por la voz ronca e infantil de Anthony, estaba ahí por el Sabina de Giancarlo, estaba ahí por el “poderío” de Sandy, estaba ahí por los ojazos de Kareen, estaba ahí por el “no muerdo” de Elizabeth, estaba ahí por la indomabilidad de Mayra, estaba ahí por las chapas de Jorge, estaba ahí por el “azúcar” de Janet, estaba ahí por la dulzura de Cris, estaba ahí por la boca abierta de Adriana, estaba ahí por el piano de Dixy, estaba ahí por el chongo de Luis, estaba ahí por la risa de Ingrid, estaba ahí por la siempre perdida mirada de Gladys, estaba ahí por el hijo de la promo, el hijo de Mery; estaba ahí por su gemela mala, Cinthya; estaba ahí por la interesantísima timidez de Susana, estaba ahí por jugar a los discos con Cristina, estaba ahí por la paciencia de Daniel. Ahora lo entiendo todo.
Ha pasado casi un mes desde que salimos de las aulas, de aquellos calurosos recintos donde nuestros humores (buenos o malos) se entremezclaban sólo para ahogarnos, para aprender a querernos y a soportarnos; desde aquel día cada reunión es una buena excusa para vernos, para tomar unos tragos, para conversar del banco de mierda, de nuestros faltantes, de nuestros sobrantes, de los seguros que vendimos, de los seguros que no vendemos, de estafadores, de los agarres, del raje; de poesía, de amor, de desamor, de hacer el amor, de virginidad, de tintes de cabello, de playa, de año nuevo, de primas, de universidad, y de todo, y de todo, y de todo. Porque sólo algo así podría hacerme pensar que seguir en el mundo financiero no es un simple error de la sociedad, se trata de una compensación, de la CTS que un extraño poder superior cree que me merezco por tener que aguantar tanta mierda; sólo espero que nada cambie, ni con ascensos, ni con descensos, ni nada. Sólo así, de verdad, no nos separaremos nunca.
Un abrazo, y gracias por la tenacidad de haber leído hasta aquí.
Te subes a la montaña de una nueva oportunidad, sabes que la puedes hacer pero tienes miedo, quizá tu equipo no es el adecuado y cuando menos te lo esperes te puedes caer y sacarte la mierda. Pero, señores, esto es vida social y resumirlo es muy fácil: conseguí chamba. Dejé mi mes de desempleado, y arribé a un banco que para mí había pasado desapercibido. Claro, en las reuniones bancarias siempre se habla la misma pavada: “BCP”, “conti”, “Interbank”… nadie menciona lo interesante que podría ser trabajar en el BIF o en el Banco de Comercio; nadie habla del Citibank, y cuando se habla se escucha el desdeñoso y despechado palabreo “si fuera gringo me hubieran aceptado ahí”. De pronto se oye del Wiese y no falta un jodido que dice que el Wiese ya no existe desde hace dos años, que ahora se llama “Escotianbank”. Luego aparece fantasmalmente otro jodido que dice “aprende a hablar, oe, serrano, se llama Escochabank”, y para culminar el descarriado círculo de los corregidores aparece el caballero de las letras, ese que nunca falta en un grupo social, ese que de verdad es a veces odiado por su obsesión con la ortografía y las buenas costumbres gramaticales, tan en contra de nuestra queridísima idiosincrasia peruana: “Se dice Scotiabank”… dice ese espeso, que por suerte (o por desdicha) me ha tocado ser la mayoría de las veces.
Entonces uno se entera de que existe ese banco extraño, con un nombre que hace creer que se trata de una institución escocesa. La verdad es que ya no importa… no se habla más del tema, hasta que alguien llega a trabajar ahí. De pronto llegué, me contrataron, y llegué… en el camino fui encontrándome con trabas, y llegué… ¿qué más puedo decir?
Aquel viernes 10 de Octubre la adorable representante de Recursos Humanos nos dio su última orden: teníamos que estar el lunes 13 a las 9 en punto de la mañana en la cuadra 11 de Larco. La avenida Larco me fue siempre un serpenteante camino de enigmas y atracciones bohemias, sin embargo siempre le huí, quizás porque me siento más del lado de la plebe. Aquella mañana me afeité como nunca, y eso lo puede corroborar mi número de agujeros en la cara, chorreantes, como siempre, de sangre caliente. Me lavé el rebelde cabello unas tres veces, dándole ese placer sólo para que se dejase peinar. Me eché el perfume de mi viejo, ¿les dije que yo no uso?, bueno, no usaba, el sistema financiero te obliga a oler bien, reconozco que siempre pensaré que no hay mejor olor que el natural, aunque a veces sea desagradable para la egocéntrica nariz. Salí como se dice que el argot criollo “enternado”, “a la tela”, “a la percha”, “como pa’ quino”. Tomé la primera combi, llegué a la avenida Arequipa y luego tomé otra que decía “Larco Mar”… ¿Larco Mar?, la última vez que había ido ahí era sólo para jugar a los discos con mi otrora eterna compañera; la que sin piedad me dijo que se cagaba de hambre haciéndome, involuntariamente, gastar en una sola noche lo que ganaba en dos semanas de trabajo. Qué tiempos aquellos. Qué bien se vivía, y cómo uno se lamentaba. Ahora regreso para trabajar, cómo es la vida.
Vi la agencia que mencionó la psicóloga en la dirección que nos dieron, hablé con el guardia, aquel que me abriría las puertas durante más de un mes, aquel que soportaría mi apuro, pero que no anotaría mayor tardanza, al menos por mi parte. Me interné entre las paredes de un patio de mediano tamaño, donde abundaban los Volkswagen Gol, Golf, y uno que otro BMW, “algún día, Benchito, algún día”…
El guardia se hartó de verme merodeando sin rumbo en aquel patio, y me dijo que entrara, que preguntara por “el auditorio”, ahí me esperaban los personajes que me hacen escribir esto ahora, claro, no todos habían llegado. Leslie y Mara fueron las primeras personas que reconocí desde aquella siempre horrible etapa de entrevistas. Poco hablé con ellas en aquella fría mañana, pero al menos supe sus nombres. A los cinco minutos hizo su aparición una muchacha pelopinta de prominentes y aperuanadas caderas, con un sastre gris que nunca pudo disimular su mirada perdida y juerguera; respondía al nombre de Ingrid, y aunque hablamos poco (para variar mi introversión primaria) al menos pude compartir con ella mi nerviosismo, mi ansiedad por saber de qué se trataba toda esta huevada a la que llaman “capacitación”. El nombre siempre me causó curiosidad: “capacitación”, ¿dícese de aquello que te hace capaz de hacer algo?, es decir, ¿antes de entrar a “capacitación” no soy capaz de hacer ese “algo”?, me rompo la cabeza tratando de saber porqué la sociedad es tan cruel con los sapiens. Quizás sea porque no todos los sapiens piensan, valga el jueguito de palabras.
Eran casi las 9:15 y la gente seguía llegando. La siempre sobresaltada Mayra, protagonista de épicas batallas por la excesiva libertad de expresión, fue la cuarta persona a la que dirigí mis palabras; no crean que intenté ser un Don Juan barato, aunque no lo crean era el único hombre hasta esa hora. Entonces llegó Carlos, recuerdo que le hablé en la penúltima entrevista, me llamó la atención su capacidad para joder sin querer hacerlo, aparentemente. Me ordenó apagar mi celular, porque le parecía bullero, lo admito, es algo escandaloso, pero, ¿no era esa labor de otra persona?, me cayó muy bien Carlitos, perdón, Carlos Jurado de los Reyes. Ya éramos dos hombres y llegó casi todo el clan de postulantes. Sí, aún éramos postulantes, ya habíamos firmado contrato, pero seguíamos siendo postulantes. Llegó Carlos Vértiz, el jefe de todo el proyecto de “capacitación” (comienzo a odiar la palabra, aunque no sus contextos). Nos dijo el bla bla bla que seguramente le instruyeron años atrás: que está para apoyarnos, que si hacemos las cosas bien todos estaremos adentro, que tenemos la capacidad para trabajar en Scotiabank, etc. Luego nos presentó a sus asistentes: Daniel, Christian, y Enrique. (Extrañas criaturas a la vista)
Minutos más tarde, se despidieron e ingresó un patita de lentes bastante animado, exacerbado por sus propios deseos de hacer las cosas “bien”. Lo hizo bien, nos explicó qué era el “Escotianbank”…
Luego de escucharlo varias horas entraron otros profesores tratando de meternos el bichito de la curiosidad; era un día de relajo, la gente ya había llegado. Me había sentado en la parte más occidental del salón, y escuchaba la quisquillosa voz de una chiquilla. Ya había oído esa voz antes, sinceramente me caía chinche. No la podía ver porque estaba a mis espaldas, conversaba con un tipo de ensortijados cabellos cuya voz no distaba mucho de la de aquella pequeña chica. Ambos rajaban, y de lo lindo. ¡Cómo extrañaba el raje!, me di cuenta de que quería estar ahí, al medio de ambos, cagándome de la risa como ellos lo hacían con tanta naturalidad. De pronto dejaron de hablar, había comenzado otra charla.
Finalmente llegaron los tutores: Daniel y Christian. Nombres que se harían célebres en el ambiente de la “promo”. Dividieron los salones por orden alfabético, bendito sea el alfabeto. Desde la M seríamos el “Grupo XII”; y bacán, teníamos un ambiente más reducido, de 50 a 25 personas gracias a una acertada decisión. Al día siguiente las cosas se dieron con normalidad; las mañanas frías miraflorinas, música de Charly en mi MP3, mi cigarro matutino esperando a que sean las 9 en aquel patio; la gente llegaba y me saludaba sin recordar tan siquiera mi nombre, otros ni siquiera me miraban, pero yo miraba todo como buen sapo. Con los que ya hablaba mi saludo era más largo, se prolongaba hasta los 6 segundos, luego ellos seguían su camino y yo me quedaba a terminar el pucho. Finalmente me metía al baño, me enjuagaba la boca, un caramelo de menta y listo, a escuchar las clases sin joder a nadie con mi mal aliento. Títulos valores, Sistema BT, cheques, letras, todas las horripilantes heces financieras desfilando ante nuestros ojos; claro, si queríamos la chamba algo de eso teníamos que saber. En ese contexto fui conociendo más a la gente, sin dudas la mejor cara de la moneda. Había escuchado “Escribo prosa poética” en una de nuestras aburridas presentaciones. Era un tipo ensimismado y gracioso. Un chibolo distinto, con ciertos aires de payaso, pero con una profunda visión de las cosas, tan parecida y diferente de mi máquina de mirar. Giancarlo Távara, ese es su nombre, y “sabinero” como nadie se dejó conocer con facilidad cuando lo escuché tarareando “Ciudad de Pobres Corazones”. Me di cuenta en ese instante que podía estar al frente de un compañero de bohemia empedernida. Frente un soberano de las luces que adornan los poemas más elegantes y a la vez ridículos para las damiselas. Era casi como yo a los 19, pero con 100 libros más encima más una carrera por terminar.
Eran las 7 de la noche de un día de esos, habían acabado las clases; todo estaba tranquilo: brisa del mar en Larco, y mi viejo llamándome al celular diciéndome que estaba cerca, iría a recogerme en su Station Wagon. Me senté en esa suerte de maceta de concreto que adornan las afueras de las agencias del banco. Entonces escuché otra vez aquella voz quisquillosa, agudísima. Viré la cabeza y la vi, era pequeña, delgaducha, cargaba con unos libros que parecían torcer sus huesos; eran casi más grandes que ella. Por si eso fuera poco estaba hablando por celular, como si le sobraran manos. Se acercaba hacia la maceta donde mi trasero se aplanaba en furor de mi masa corporal, mi alma de caballero despertó desde las profundidades; y antes de que le ofreciera mi ayuda ella ya me la había pedido: “¿me ayudas con esto?”
Así, así como así; así de la nada; así por las huevas, comenzaría una amistad exorbitante, con aires de la más fina ironía criolla, disfrazada de un siempre gracioso coqueteo, pero con una maravillosa lealtad al oído, al compinchismo, al respetar los momentos. Cristina Rincón es más que un llavero, es más que una pulga atómica, es más que un títere sin ventrílocuo; se convirtió en mi amiga, en mi cónyuge de academia, en mi hazmerreír, en mi joda apersonada, en mi pata total. Junto a ella pasé casi todas mis horas en la eterna y desesperante “capacitación”, no se guardaba sus miedos, o sus lágrimas cuando sentía que ya no le entraban más cheques en la cabeza, de que no le cuadraba la caja, de que no le caía una que otra ladronzuela de corazones. Era pura energía cuando se trataba de reír o de hacer barullo, y siempre nos señalaban a los dos, aunque gran parte de las veces yo sólo estaba cabizbajo tratando de adivinar porqué diablos había entrado a un banco, si lo que realmente quería era estar pegado a un piano, o a un maldito libro, escuchando a Chopin, o desbaratando a Khalil Gibran. Luego escuchaba las risas, levantaba mi mirada y la veía a ella, y luego a todos los demás, risas inocentes, aunque no todos lo eran, pero ¡qué carajo! Habíamos hecho un lindo grupo, resolví mis dudas, estaba ahí por ellos, y ahora estoy aquí por ellos.
Estaba ahí por la alegría de Katia, estaba ahí por el paternalismo de Paolo, estaba ahí por la eterna compostura de Stephanie, estaba ahí por la voz ronca e infantil de Anthony, estaba ahí por el Sabina de Giancarlo, estaba ahí por el “poderío” de Sandy, estaba ahí por los ojazos de Kareen, estaba ahí por el “no muerdo” de Elizabeth, estaba ahí por la indomabilidad de Mayra, estaba ahí por las chapas de Jorge, estaba ahí por el “azúcar” de Janet, estaba ahí por la dulzura de Cris, estaba ahí por la boca abierta de Adriana, estaba ahí por el piano de Dixy, estaba ahí por el chongo de Luis, estaba ahí por la risa de Ingrid, estaba ahí por la siempre perdida mirada de Gladys, estaba ahí por el hijo de la promo, el hijo de Mery; estaba ahí por su gemela mala, Cinthya; estaba ahí por la interesantísima timidez de Susana, estaba ahí por jugar a los discos con Cristina, estaba ahí por la paciencia de Daniel. Ahora lo entiendo todo.
Ha pasado casi un mes desde que salimos de las aulas, de aquellos calurosos recintos donde nuestros humores (buenos o malos) se entremezclaban sólo para ahogarnos, para aprender a querernos y a soportarnos; desde aquel día cada reunión es una buena excusa para vernos, para tomar unos tragos, para conversar del banco de mierda, de nuestros faltantes, de nuestros sobrantes, de los seguros que vendimos, de los seguros que no vendemos, de estafadores, de los agarres, del raje; de poesía, de amor, de desamor, de hacer el amor, de virginidad, de tintes de cabello, de playa, de año nuevo, de primas, de universidad, y de todo, y de todo, y de todo. Porque sólo algo así podría hacerme pensar que seguir en el mundo financiero no es un simple error de la sociedad, se trata de una compensación, de la CTS que un extraño poder superior cree que me merezco por tener que aguantar tanta mierda; sólo espero que nada cambie, ni con ascensos, ni con descensos, ni nada. Sólo así, de verdad, no nos separaremos nunca.
Un abrazo, y gracias por la tenacidad de haber leído hasta aquí.
Un a vuelta de correo con las mejores ganas,
ResponderEliminarAunque la noche buena llegue por las malas
Y el año nuevose pase de canas.
Agradeciendo por los espacios compartidos,
Por la casualidad de que nos apellidáramos al final
De que estamos hechos los unos para los otros
De que esa aula parecía un penal.
“No nos perdamos”, decía Marquitos,
"Yo siempre estaré", decía Monsieur Madrid,
Cierto que es más difícil darnos esos ratitos
En la marcha nos la inventamos
Y salud por la tenacidad.
Incluso hoy sigo echándolos de menos,
Las mañanas de Larco, el almuerzo para variar,
Los cigarrillos que siempre decía dejar,
La locura desenfrenada de los que nos sentábamos atrás.
Parabienes muchachos
Que fueron hermosas las circunstancias,
No cometamos más errores,
Volvámonos a encontrar.
Giank, siempre único, ya grabé tus líneas en mis documentos del Word, al igual que tus cuentos. Gracias por visitar estos lares olvidados de la Blogósfera. Un abrazo.
ResponderEliminarMaría Esperanza: Tanto tiempo y mira por dónde nos toca retomar el escaso contacto que teníamos. Ojala sigas con esa alegría que te pintaba de pies a cabeza. Un beso.