viernes, 23 de noviembre de 2007

Palabra de hincha


A despertar

Otra humillante derrota y los ánimos volvieron a quedar calcinados. Nuevamente, los grandes perdedores fueron los hinchas, sí, aquellos que gastamos tiempo, dinero, aliento, vida en alentar a un equipo irregular. Un equipo que por momentos nos hace soñar, y de pronto nos sumerge en las más terribles pesadillas. Ecuador no fue el gran equipo de ayer, yo diría que hizo lo que cualquier otro equipo haría enfrentando a una selección sin alma, sin corazón, sin ganas de nada; yo diría, más bien, que Perú fue el peor equipo de ayer. Una selección sin espíritu puede ser derrotada por cualquier equipo del mundo y no sería exageración pensar que Islas Feroe, Jamaica, o cualquier nación incipiente en lo que al fútbol se refiere, podría tomarnos el pelo, bailarnos la canción más movida en nuestras narices, sacarnos cachita, hacer que su público vitoree “OLE” por cada rincón del estadio, porque esa es nuestra cruda y terrible realidad. Este equipo es la representación deportiva (¿?) de la falta de emociones al jugar, no sintieron la derrota hasta que el árbitro Carlos Chandía decretó el pitazo final. Fue entonces cuando se habrán preguntado “¿Qué fue?, ¿ganamos?, ¿perdimos?, ¿empatamos?, ¿qué me dirán mis viejos?, ¿mi novia?, ¿mi esposa?, ¿mis hijos?, ¿mis amigos?, ¿la prensa?, ¿los hinchas?, 5 a 1, ¡asu!, no lo esperaba”, y créannos, nadie lo esperaba, ni siquiera los ecuatorianos.

Esta es, pues, la historia más repetida de nuestra nefasta vida futbolística peruana, al menos para los que tenemos menos de 25 años. Una historia llena de fracasos, llena de “casis”, llena de desilusión y desesperanza. Una historia que además de todo eso, nos engaña periódicamente, haciéndonos creer que podemos lograr cosas importantes, pero luego haciéndonos chocar espectacularmente con la realidad. Y lo más lamentable es que esta especie de infidelidad futbolera (el fútbol peruano nos engatusa ofreciéndonos triunfos y al final nos engaña yéndose de la mano con la derrota) nos ha acostumbrado a aceptarla; Perú se ha convertido en un país acomodado a la forma de las derrotas, y no hay nada más lamentable que ser un país verdaderamente perdedor.

La gran interrogante que nace en lo profundo de mi cerebro es: ¿Qué haremos con esta selección y con la federación que la acredita?

Las respuestas pueden ser variadas y cada uno de ustedes, mis estimados lectores, tendrá la suya, y les pido permítanme compartir la mía: Nada, yo no haré nada. El IPD quiere intervenir en la FPF lo que haría que la FIFA nos deslinde de sus filas, nos olvidaríamos del fútbol reglamentario durante un larguísimo tiempo, si no es eterno. Y yo, ¿qué haré?, nada. La selección perdió estrepitosamente, y espera Junio del 2008 para desquitarse ante una Colombia que ha demostrado ser un serio candidato a ocupar una de las plazas para Sudáfrica. Sé que perderemos, lo sé. Nadie tiene que contagiarme su pesimismo porque yo tengo algo aún más terrible, tengo realismo, ¿qué haré?: NADA. Recurriré a una frase que suena horrible pero que expresa perfectamente lo que siento por todo esto: Ya me llegó todo al pincho. Y es así, porque ellos mismos (jugadores, técnicos, dirigentes, etc.) nos colmaron la paciencia, ellos mismos nos alejan de los estadios, ellos mismos hacen que dejemos de confiar. Y aunque muchos periodistas salgan en sus distintos programas a decir “esto recién comienza”, “unámonos”, etc., yo les digo: “Esto no comienza recién, ¿por qué?, porque hace años que nos tienen con lo mismo; nos ilusionan y nos hacen presa de farsas; y luego nos meten la rata hasta el fondo con actuaciones deplorables y vergüenzas inolvidables”, y seguramente ninguno de ellos tendrá palabra o gesto alguno que pueda hacerme retractar. Yo soy hincha y el hincha ya se cansó. Y la palabra del hincha en este país debe respetarse a conciencia. Los dirigentes, especializados en la más rochosa demagogia, creen que sacando técnicos y trayendo figuras queridas van a poder dar fe de su “pasapiolismo”, y nosotros, ignorantes, les terminamos creyendo y se burlan mientras levantan las manos en señal de triunfo: “ya la hicimos, más plata pa’ acá”, y cuando consiguen el objetivo principal (llenarse de dinero) dicen: “cumplimos con ustedes, sacamos a ese, metimos al otro, ¿qué nos reclaman?” y se acabó el mundo. Ganaron, como siempre.

Ya es hora de que los hinchas peruanos despertemos de nuestro largo sueño, sueño en el cual muchos “líderes” dirigenciales hicieron con nosotros lo que quisieron, abusaron de nuestra confianza, jugaron con nuestra necesidad, con nuestra avidez de alegría; eso, señores, no tiene perdón. El doc. Burga y sus secuaces no sólo deberían ser expulsados de la FPF sino también desterrados del país por traicionar a la patria, sin dudas, porque lo que hicieron fue una enorme y dolorosa traición. No hablo como un humalista borracho, créanme, estoy tranquilo, pero indignado hasta los huesos. Suelo no representar tan crudamente mis emociones cuando escribo, pero esta vez me fue imposible, si es que ofendí alguna susceptibilidad pido las disculpas del caso, de verdad, perdón. Sólo espero que estas letras hayan servido para contribuir a la nueva conciencia revolucionaria que los peruanos debemos adoptar para salir de esta horrorosa crisis deportiva. Basta ya de robos en la FPF, basta de corrupción, basta de dictaduras.

Señor Burga, la gente no lo quiere, usted tiene la última palabra, y nosotros, la última acción.
Lima, 22 de Noviembre del 2007.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Cartas cobardes nunca enviadas (Parte I)

A Fiorella Z.


“Hola:

De seguro no te acuerdas de mí, ¿verdad?, estarás pensando ‘¿quién será este enfermo que ha puesto este papel debajo de mi puerta?’. Es obvio que no te acuerdes de mí si con las justas me hablaste en el colegio. Aquellos maravillosos días en el año 94, cuando terminábamos sexto de primaria y no teníamos idea de todo lo que se nos venía al crecer. Tiempos aquellos, ¿no?, ahora es tan difícil aceptar que las cosas han cambiado, y causa frustración saber que no se puede retroceder el tiempo, y menos cuando se trata de hacer cosas que ahora nos arrepentimos de no haber hecho. Creo que es parte de la desilusión total que encierra la vida.

Pero no quiero aburrirte con mis frases poéticas.

La verdad es que desde que entré a la secundaria, y no te vi sentada en uno de los pupitres del lado de la ventana, no pude dejar de pensar en ti y en qué estarías haciendo. Escuché rumores de que fuiste a Europa con tus hermanas (cómo no recordarlas) y que se quedarían a vivir allá. Pero hace poco, sí, apenas hace unos días, revisé un oficio de la SBS (parte de mi chamba) donde aparecía una persona con un apellido muy similar al tuyo, y te recordé en carne viva; teniendo acceso a la página de la RENIEC se me ocurrió la genial (aunque tardía) idea de buscarte por ese medio. Y grata fue mi sorpresa cuando te encontré y vi tu foto, qué distinta estás, pero tu rostro curvo no ha cambiado en nada, y tu sonrisa tampoco; lo que me llenó de satisfacción. Con un color de cabello muy oscuro, distinto al castaño claro con el que te recordaba, y unos dientes totalmente arreglados, casi opuestos a tu adolescente dentadura de aquellos años. Pero en resumen sigues tan bella como siempre y eso demuestra que hay cosas que no cambian aunque pasen tantos años. Y mira, ya son casi 13 años desde entonces. A pesar de todo eso lo que más alegría me causó fue saber que sigues viviendo en Lima. Dentro de todo es menos imposible comunicarme contigo mientras estés por estos lares.

Sólo por curiosidad vi también a tus hermanas. El cambio no fue ajeno a ellas, y también están totalmente diferentes (claro si me vieras a mí ahora dirías exactamente lo mismo y hasta más), sobre todo la pequeña Antonella, la recordaba mucho porque parecía una muñeca de porcelana a pilas, y ahora está hecha una señorita. Me siento viejo cuando vivo cosas así.

Pero bueno, no es exactamente de tus cambios físicos de lo que deseo hablarte en esta pequeña misiva. La verdad es que escribo, entre otras cosas, para confesarte lo mucho que me gustabas (no tiene sentido ahora, pero sé que tampoco hubiese tenido sentido decírtelo en ese entonces), sí Fiore, me encantabas. Tu rostro, tu cabello, tu caminar, todo. Sé que ahora puedes estarte riendo, ya que no debo de ser el primero en enviarte una carta como esta. Ya imagino la cantidad de personas a las que cautivaste con tan sólo una sonrisa y no los culparía de caer rendidos ante semejantes encantos como los que tienes; pero te pido por favor que trates de excluir estas palabras de otras que hayas tenido la oportunidad de leer.

Trata de imaginar (aunque aún no sepas quién soy – si es que aún no has revisado el pie de la carta) que pasé gran parte de mi pubertad pensando en experimentar mis primeros besos contigo, y que, a pesar de que sabía que quien te gustaba era mi mejor amigo de esa época, me tragaba mi pena para poder seguir teniéndote cerca. Qué típico, ¿verdad?, ahora me río de todo lo que he vivido; pero si hay algo que quisiera arreglar sería justamente mi timidez de aquel entonces. No hubiese sido capaz de declararme así me hubiese enterado de que te gustaba, te lo digo con toda certeza. Ahora, que dentro de todas mis limitaciones me siento mucho más seguro de mí mismo, daría todo para retroceder el tiempo y, por lo menos, tratar de enamorarte y hacerte soñar, algo que dicho sea el paso mi amigo no hizo; quizás porque en ese entonces poco le interesaban las mujeres.

Fuera del tema, recuerdo las pocas pero significativas vivencias que juntos pasamos, y que extrañamente se encuentran grabadas en un antiguo y desgastado video: día de la madre de aquél año. ¿Te acuerdas?, hiciste de mamá, de mi mamá. Fue tan divertido, sobre todo cuando tu personaje falleció y yo, como hijo, me tuve que deprimir y me tocó tomarme ese horrible trago, sí, había trago en la botella que supuestamente estaba totalmente vacía y limpia, así que mi cara de ebrio (la cual ahora hago con relativa frecuencia y sin fingir) no fue tan actuada después de todo. Buenos días que extraño de vez en cuando.

No te sientas mal si no recuerdas nada de lo que te estoy escribiendo, no me extrañaría, de repente no fue una experiencia muy grata para ti el haber pasado por el C.E.G.N.E. “Á. de la P.”, entre pequeños salones, misios quioscos y cortos recreos. Largas jornadas escolares que de repente no han tenido mucha injerencia en tu vida actual. Como te digo, no te culparía, ya que hay cosas que he vivido en ese colegio que trato de no recordar y muchas ya las debo de haber olvidado. Pero lo que nunca olvidaré son los buenos amigos que me dejó esa linda etapa, y créeme, me hubiese gustado (encantado) que hayas estado en esa lista. A pesar de todo eso hablo con muy pocos: con Sara S., no sé si la recordarás, ya tiene una hija y viven tranquilas por el edificio El Dorado. Luego, a quien veo a veces es a Vanessa, creo que no la llegaste a conocer, no me acuerdo bien… tendría que mirar la foto de la promoción. De Juan R. sí te debes de acordar, a él también me lo cruzo de vez en cuando. Y, bueno, de Manuel sólo sé que vive en USA desde hace años, y hace unos cuantos regresó al Perú de visita y estuvo por mi casa un par de veces. Mmm… recuerdo que María Gracia R. (de ella sí te debes de acordar, es más, tal vez aún sean amigas; sería espectacular) me confesó, contigo a su lado, que le gustaba Roberto, ¿lo recuerdas?, también se hizo mi amigo, estudiamos juntos en 4to de secundaria en el R. L. V (sí, también anduve por ahí), hasta que dejó de estudiar por dedicarse a algunos inmencionables vicios. Lo último que supe de él es que estaba en un centro de rehabilitación, o quizás fue una rumorada que no debemos considerar.

Como verás, todos tomaron rumbos distintos.

Me gustaría saber qué andas haciendo. Te cuento que estoy trabajando en la torre principal de Interbank (sí, esa que anda medio chueca, je), en el área de Depósitos y Clientes, por lo que me fue fácil darme cuenta de que tienes una CTS en el banco (qué chismoso, ¿no?). Además estoy estudiando en la San Marcos, aunque si todo sale bien el próximo año estaría convalidando en la UPC para terminar mi carrera ahí. ¿Y tú?, ¿qué será de tu vida? No sé si te llegue a mandar esta carta, podría convertirse fácilmente en una de las decenas de cartas que no he enviado a sus destinatarios por temor a malas interpretaciones o a simple vergüenza. Pero ten por seguro de que si llegó hasta ti es porque hubo un enorme esfuerzo de mi parte, algo así como una lucha interna que ganó el hecho de querer volver a contactarme contigo, un deseo sin segundas intenciones, por lo que puedes estar más que tranquila.

Eres libre de responder esta carta, como verás sólo te dejo el e-mail que me ha proporcionado el banco, por lo que ya podrás deducir fácilmente mi nombre, aunque a estas alturas ya debes de saber quién soy, si es que de algo te acuerdas, claro está. Lo único que sé es que estaré esperando alguna señal tuya, algo que me diga que en verdad te queda algo del ímpetu adolescente que mostrabas en los 90’s. Debe de haber tanto por contarnos que las cartas quedarían chicas. Espero que tú y tu familia estén bien, y que si no me llegas a escribir, al menos haya alguna forma de saber que todo te está saliendo bien, ¿recurriré a la RENIEC otra vez?, de nosotros depende.

Cuídate mucho, hasta pronto.

Rubén.
mravelo@intercorp.com.pe


PD: Disculpa lo atrevido que tenga esta carta.”
Lima, 12 de Septiembre del 2007

lunes, 19 de noviembre de 2007

Rapsodias del 2003


Aquellos días en el año 2003. Cómo olvidarlos. Días que dejaron huellas imborrables en mi vida, huellas que hasta ahora veo con orgullo y alegría, y que me siguen a donde vaya como fieles sombras con la más pura necedad.

Salvo algunas clases en la universidad, mi vida en aquel entonces era bastante bohemia. A pesar de no contar con recursos monetarios tan flagrantes como los de algunos amigos, me las ingeniaba para pasarla bien en cualquier ambiente al cual ingresaba ya sea por casualidad, causalidad u obligación social. Veía el mundo de una manera simple y fácil, como un inmenso carrusel al cual podía subirme en cualquier momento y montando cualquier caballo, sin presiones, sin tapujos, sólo relajándome. Y cuando las cosas no salían como quería no tardaba en reírme de lo hecho y pensar: “a la otra no fallo”. El Bencho de esa época fue, sin duda, el más “alpinchista” de todos. No pensaba en enamoramientos ni amarres prematuros. No pensaba en mayores responsabilidades que sus libros (cuando los leía), algunos trabajos de la universidad, y los días u horas en las que tomaría, junto a sus compinches, su buen ron barato con su respectivo vino (más barato aún) de compañía. Era todo tan simple, tan convencional. Todo tan bueno. Sí, sigo pensando que esas épocas eran las mejores. No tenía mayores sufrimientos, mi barba andaba de lo más abultada y encantadora, al menos para mí, y mi cabello era el palpable y ondeado reflejo de mi desorden.

Las chicas no faltaban en mi vida. Me repleté de amigas en un abrir y cerrar de ojos y sin pensarlo dos veces aproveché al máximo todas las oportunidades de relax que algunas de ellas me ofrecieron. Y finalmente, al llegar a mi casa, en las frías madrugadas, me refugiaba en mi habitación de madera; la del fondo, la que de a pocos se apolillaba, la que en su interior soportaba mi peso, mis movimientos y mi olor a licor, y que guardaba en sus adentros mis pocas y amadas pertenencias: una tele de 19 pulgadas, un minicomponente, unos cuantos discos compactos, un Súper Nintendo, y un espejo pequeño para ver, cada vez que me despertaba, qué nuevo defecto en forma de grano brotaba en mi peludo e infantil rostro. Una habitación que también soportó unas cuantas aventuras efervescentes, camufladas bajo la oscuridad de un jardín poco cuidado, y bajo las sombras de mi casa ante los oídos sordos de mis durmientes padres.

“Una vida sin problemas”, pudo haber sido el título perfecto para describir mi vida en esos maravillosos meses lejos de los problemas. Aún con todos esos beneficios, mi alma, ansiosa de tormentos y situaciones engorrosas, decidió darse la oportunidad de entablar una informal pero experimental relación amorosa. Aquella persona a la que llamaré “Cristina”, despertó muchas sensaciones físicas en mí. Al margen de su innegable sensualidad y exotismo, Cristina no tenía problema alguno en calmar mis impetuosidades casi adolescentes con sus besos, abrazos y posiciones poco descriptibles en este blog apto para todo público.

Llegué a encariñarme mucho con ella y en muy poco tiempo, lo que provocó cierto temor en mi entorno mental. Pensaba en las miles de posibilidades que existían respecto a sus infidelidades (nunca comprobadas, por cierto), y aunque no era un tema que me quitase el sueño, no era fácil concentrarme en mis actividades habituales de ese entonces. Por todo ello traté de llevar dicha relación de la manera más somera y superflua posible, sin llamadas obligatorias ni citas previsibles, todo espontáneo, como me gusta. Ella aceptaba sin problemas, ya que siendo cuatro años menor que yo su vida recién comenzaba en los ámbitos del amor y simplemente no tenía porqué engancharse en mí, ni en nadie más. De modo que pasamos así varios meses de satisfacciones banales completas y placenteras, incluso nos dimos el lujo de terminar en repetidas ocasiones y darnos grandes intervalos de tiempo sin necesidad de despegarnos de nuestros placeres más eróticos, ni de nuestra vagabunda compañía. Los parques que visitábamos eran siempre los testigos máximos de nuestras proezas amorosas y nuestros amigos en común, quienes solían acompañarnos de vez en cuando en aquellos paseos, trataban de seguirnos los pasos, mas siempre, al final, quedaban como simples espectadores de un espectáculo lleno de fluidos y cariño desmedido.

Cuando todo esto me parecía perfecto, una pequeña lanza de Longinus atravesó mi coraza despreocupada. La situación económica en mi hogar entraba en una terrible crisis, y la conocidísima película de terror llamada “pobreza” comenzaba a lanzar sus primeros spots publicitarios en las mentes de mis padres. El tiempo libre que tenía y la cantidad de dinero que, en teoría, gastaba en diversiones, fueron las excusas perfectas que ellos necesitaban para solicitar que me ponga el overol, y comience a ejercer ayuda real en la casa. Es decir, debía dejar de ser un zángano impúdico, para convertirme en un nuevo soporte chispeante de responsabilidad. Antes había trabajado, esporádicamente y por pequeñas temporadas, en diversos oficios, pero además de lo poco que recibí de esos cachuelos nunca pensé en otra cosa que no fuera gastar ese dinero en mí y en nadie más que en mí. Adquiriendo discos compactos, cassettes, videos, o comprando lassagnas, sanguchones, pollo a la brasa, y un largo y delicioso etcétera. Ante esta situación, y sabiendo lo difícil que sería hacer cambiar mi hábitat en tan poco tiempo, mis padres sacaron a relucir la paciencia más fuerte de todas en la historia de su matrimonio. Más fuerte incluso que la que me tuvieron cuando era un bebé llorón, renegón y comelón (esto último ha empeorado con los años); trataron de cambiar mis hábitos y a pesar de los fracasados primeros días, lograron crear en mí una conciencia de trabajador bastante bien elaborada, conciencia que me obligaba a revisar los periódicos cada domingo, y salir cada lunes, martes o miércoles, terno en cuerpo, desde las 7 de la mañana, a volantear mi ridículo C.V. por todas las empresas de la capital.

Tras incontables derrotas en entrevistas y demás intentos por conseguir actividades lucrativas, mis esperanzas comenzaban a reducirse. Mi autoestima (bien ganada en batallas de todo tipo) empezaba a bajar de modo desmesurado e inclemente. Me comencé a sentir un ser nulo, incapaz, indeseable y además limitado. Lo que antes me parecía simple, se me hacía cada vez más complicado. El castillo de naipes que había construido a base de naturalidad y despreocupación, se venía abajo gracias a un sistema burocrático e injusto. Hasta que de pronto las esperanzas volvieron.

Se dio una llamada al teléfono fijo de mi casa, ese que sólo recibía llamadas y nada más; una llamada que pudo cambiar el rumbo de la historia, y en realidad lo cambió aunque no tanto por motivos laborales en sí. Luego de una entrevista con el gerente pasé a capacitación junto a unos cuantos muchachos de mi edad. Misteriosamente el número de capacitados se fue reduciendo con el pasar de los días, mientras que el salario que nos ofrecían era cada vez más jugoso. Una pizarra blanca y unos cuantos plumones, era lo único que necesitaban los encargados de la capacitación para ir lavándonos el cerebro de a pocos. Y de repente ya me encontraba trabajando para una incipiente academia de inglés. Mi trabajo era simple y la remuneración era vistosa. Sólo tenía que matricular gente. Simple, ¿verdad?, eso parecía. Los 20 dólares que me ofrecían por cada persona matriculada me hacían pensar en la magnífica suma que podría lograr en un mes lleno de suerte y voluntad. Sin embargo me daría nuevamente contra la pared. A pesar de la insistencia y la capacitación constante que nos daban en la empresa, las “ventas” eran invisibles. Amigos, amigas, familiares, todos eran víctimas de mi labia, de mi intento de convencimiento, lo cual, paradójicamente, me convenció a mí mismo de que no servía para vendedor. Le iba diciendo “adiós” a los 1000 dólares mensuales que había presupuestado tan fantasiosamente, mientras, por otro lado, el andar con un terno tan elegante y decir “estoy trabajando” daban sus buenos frutos.

Cristina, quien estudiaba a tan sólo 3 cuadras de aquella empresa, me esperaba a la 1:30 p.m., todos los días, para almorzar juntos. Decir que ella “me esperaba” es bastante relativo y hasta metafórico, porque a las finales era siempre yo el que se quedaba afuera soportando el sol cuyo calor era multiplicado por el grueso saco que llevaba encima; y siendo observado por sus amigas, quienes murmuraban de manera evidente sobre mí. Al salir, ella me sonreía y luego se quedaba hablando con su numeroso grupo amical, mientras que yo, en la vereda del frente, caminaba en círculos, de ida y vuelta en un perímetro de dos metros, para disimular mi nerviosismo, aunque esa actitud sólo lo evidenciaba. Ella levantaba la vista de rato en rato, y dejaba brillar su blanca dentadura sonriendo, mientras sus amigas intentaban hacer lo mismo.

De pronto se despedían y era mi turno de tomar protagonismo acercándome con el objetivo de darle un largo y candente beso que elevara más la temperatura ambiental y que de paso cree una envidia acelerada en sus chismosas compañeras escolares, quienes miraban atentas todas las incidencias del encuentro. Acto seguido, nos íbamos a cualquier restaurante. Mientras caminábamos de la mano por las calles sanborjinas, notaba en Cristina un semblante bastante extraño. Sonriente a más no poder, se le notaba contenta. La palabra era “orgullosa”. Estaba orgullosa de tener un enamorado “trabajador”, y además en terno. Que aparentara tener cierta estabilidad económica poco comparable con la escasez que podía encontrar en los bolsillos de los enamorados de sus amigas. En otras palabras, tenía un enamorado “distinto”, de “otro nivel”, y eso, sin lugar a dudas, genera cierta presunción. Comencé a notar, entonces, los beneficios no lucrativos de trabajar. Y eso, aunque muchos no lo crean, empezó a cambiar mi forma de ver el mundo.

Me comenzaba a sentir más serio, más señorial. Ya no había barba ni ropa andrajosa sin lavar. No había semblante despreocupado, ahora era un trabajador, una persona que aportaba al PBI. Mi frente se levantó y el mundo, que hasta hace poco tiempo me parecía tan interesante y cosmopolita, se me redujo a dos marcadísimos clubes: trabajadores y vagabundos. Y me sentía parte del club más respetable. No tarde en insinuarle a Cristina mi idea de “enamorada de un señor” y le propuse cambiar algunos aspectos de su apariencia. Ciertos cachivaches que eran parte de su deliciosa adolescencia quinceañera, y que no combinaban con mi terno plomizo y opaco: sus ganchos, sus pulseras, sus aretes, sus collares, todo de colores vivos, todo de bajo precio; me parecía una burla, un desacierto para nuestro nuevo status, y ella, mirándome con extrañeza, se preguntaba qué demonios estaba pasando en mí. A pesar de ello, Cristina trató de adaptarse a mis nuevas tendencias, y a manera de juego buscaba la forma de complacerme en mis nuevos y ridículos requerimientos. Lo más irónico de todo es que aún no recibía ni un centavo por parte de la empresa que “supuestamente” me cobijaba y asalariaba. Las únicas monedas que solía tener en el bolsillo eran las que mi padre me prestaba esperanzado en que le pagaría y además comenzaría a retribuir, como hijo y humano, todo lo que él ha hecho por mí durante los 19 años que me había mantenido. Unas cuantas de 50 céntimos, para los cigarros, 2 de un sol, para mis pasajes, y una de 5 para mi almuerzo. Luego, lo demás, era sólo amor al aire, a lo gratuito, y Cristina, sin mayores requerimientos que mis abrazos y protección, parecía comprender perfectamente mi real situación, a pesar de mi apariencia ostentosa.

En resumen, trató de seguirme la corriente, pero no por propias convicciones, sino por cariño a la payasada. Y le resultó todo muy divertido, hasta que en un extraño arranque de formalidad, le demostré mi deseo de “fortalecer” nuestra relación. Era todo tan simple y relajado para ella que ese pedido le resultó asesino y tronante, simplemente lo rechazó por instinto, como cuidando su propio bienestar. Yo, al darme cuenta de lo inapropiada que había resultado mi compañera, me alejé de su lado, esta vez sin placeres banales por complacer, era algo definitivo. La siguiente lección que la vida me dio me hizo renunciar a mi trabajo. Tenía tres semanas perteneciendo a esa infausta legión empresarial, y no había hecho ninguna matricula. Lo único que había conseguido era gastar decenas de soles en restaurantes, en pasajes y en llamadas a teléfonos fijos y celulares con la esperanza de conseguir aquella matrícula que pueda alumbrarme con sus verdes remuneraciones. Mi padre no tardó en darse cuenta de que trabajar “por comisión” no era lo mío, al igual que las ventas, y además de verme regado por toda la avenida Aviación preguntándole a cualquier desconocido “¿estás interesado en estudiar en idioma inglés en tan sólo 8 meses?” derramando, a costa de mi timidez, mi amor propio debido a los rotundos y vergonzosos rechazos a los que era sometido sin piedad alguna. Me di cuenta por mi mismo de lo soberbia que es la capital, y de que los limeños, en su mayoría, no pierden la más mínima oportunidad para hacer prevalecer su supuesta superioridad sobre alguien también supuestamente inferior: alguien que necesite algo del otro. Viéndome en mi fútil lecho, mi padre sugirió mi renuncia y así lo hice. Cuando el gerente, sí, el mismo que se mostró tan buena gente y motivador al principio, leyó la misiva, poco le faltó para romperla en mi cara, diciéndome que tenía que respetar el contrato que había firmado.

Al principio traté de ser amable y cordial con él, dentro de todo me dio la chance, una chance difícil, total, me la jugué y no fue la primera vez que lo hice. Me fue mal. Tampoco fue mi primer fracaso, pero lo importante es que su oportunidad me enseñó muchas cosas y ese es el valor que traté de encontrar en toda la vorágine del matriculador. Es decir, fue la excusa para apaciguar mis ganas de mandarlo a la mierda. Cuando él comenzaba a exasperarse, mi instinto oscuro comenzaba a renacer en mí, aquella violencia que no me gusta utilizar pero que tan bien sirve a la hora de poner las cosas en claro, y siendo él apenas un pigmeo en buenas telas, sólo me bastó pararme y decirle “me largo, y punto”, para que deje de hablar cuanta sandez se le viniera a la cabeza. Se quedó callado, firmó mi carta y me preguntó muy tímidamente “¿no me debes nada?” – “¡¿qué?!” – contrapregunté asombrado, ¿todavía tenía el descaro de cobrar deudas?, lo peor es que esas deudas no existían al menos en el sentido fiduciario; casi de inmediato aclaró: “no sé, alguna ficha de matrícula que no me hayas dado, algún posible cliente, alguna base de datos que nos pertenezca”, respondí: “no les debo nada, todo lo que sea de ustedes, se queda con ustedes” (lo que es mío, se va conmigo).

Al día siguiente se habían acabado los paseos en terno, se habían terminado las ideas vagas de un futuro aristócrata, con sueldo alocados, carros del año, y Cristinas vestidas de Versace. Regresé a mi realidad. Al desempleo más puro y crudo que jamás haya vivido, pero de a pocos fui retomando mi esencia alpinchista, esa que tanto adoro y que trato de conservar incluso hasta estos días. Cristina y yo no nos volvimos a ver sino hasta 2 meses después, cuando fue a mi casa a repetir la vieja historia conocida con el mismo final feliz, luego nos fuimos viendo cada vez menos, hasta que, ya en el año 2004 encontraría el trabajo más serio, dúctil y útil que había tenido hasta entonces. Y con las experiencias pasadas, logré continuar una racha de idas y vueltas emocionales, que de seguro tendré la oportunidad de narrar en alguna otra ocasión.

Hasta entonces, seguiré releyendo y recordando.





Lima, 19 de Noviembre del 2007

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Entre Marte y Venus (Parte II)

(Escribí este pequeño párrafo después de terminar este post, y debo decir que pensé por un momento en no publicar esta segunda parte. Me pareció tan “autoayudístico” que simplemente tardé en digerirlo. Pero una vez que lo hice me sentí tan alimentado que tomé la decisión final de compartirlo, espero que lo disfruten, o al menos no lo tachen de santurrón. Un abrazo.)



El valor de la compañía

Todos huimos de lo cursi, lo más lejos posible. Tememos a todo aquello que nos pudiese avergonzar delante de nuestros amigos, conocidos o familiares. Tememos, también, que nuestras, en teoría, fuertes personalidades, se vean afectadas en cuestiones de imagen. En resumen, tenemos miedo de quedar como débiles, o ridículos al momento de hablar de amor. Sin embargo hay un momento extraño pero casi en un mismo formato para todos. Un momento único, en el cual hasta el más duro de los seres humanos sucumbe sus propios ideales de rudeza y fortaleza emocional. De pronto decimos “te amo, soy muy feliz contigo”; y todos sus derivados. Derivados que ponen rojo a cualquiera, a quien los dice, a quien los escucha, a quien los escribe, o a quien los gesticula.

Decir frases de este tipo es todo un evento en los oídos de las mujeres, quienes ven en los hombres lo que ellas siempre estuvieron buscando: una persona detallista y que las llene de halagos. Porque el amor, según ellas, se alimenta de esos pequeños detalles, y por mucho que se tengan todas las comodidades del mundo, si los hombres no hacemos “cosas por ellas” simplemente la relación fracasará de manera inevitable. Además de las frases cursis, es nuestro deber “como enamorados” hacerles variopintos presentes que puedan servirles de recuerdo: quizás peluches, cartas (con sus respectivos stickers de corazoncitos, y coloreadas a más no poder) perfumadas, globos en formas alusivas al amor, tal vez una caja de bombones, etc. La verdadera idea del amor que podamos tener es lo de menos cuando de exigir detalles se trata, ya que para ellas, el amor empieza por ahí, por los detalles. Sin embargo, el lado más valioso de todo este interminable juego llamado “relación amorosa” es la compañía que obtienes. Entonces los esfuerzos que se hacen se ven espléndidamente recompensados.

Llegan los malos tiempos, y con ellos la terrible y siempre temida soledad; de pronto te das cuenta de que aquella persona es más que besos, abrazos, sexo o demás banalidades físicas. Aquella persona se convierte en algo abstracto y presumiblemente profundo: se convierte en compañía. Podemos ser diferentes, tener muchas discrepancias, discutir cada tres segundos, terminar cada fin de semana; pero nadie puede negar que nos necesitamos (y de qué forma) cuando las cosas no marchan como quisiéramos, y nos sentimos vapuleados por la vida y sus desgracias. El paquete completo de vivir, siempre necesita un soporte que nos evite caer en el abismo, y una relación amorosa, entre tantos otros placeres que podamos disfrutar, puede ser el soporte más fuerte para el hombre o la mujer que sepa valorar la compañía y la lealtad absoluta. Y no hay vuelta que darle, simplemente solos no podríamos salir de tales depresivos momentos.

El valor de la compañía puede llegar a ser más fuerte que muchas otras virtudes encontradas en una relación, y toco siempre el tema del sexo porque los seres humanos (sobre todo desde los 16 hasta los 40 años) priorizamos el placentero aspecto sexual antes que muchos valores dentro de una relación. Tal es así que muchas parejas finalizan su relación por no sentirse satisfechos en ese asunto. Sin embargo, algunas parejas, sobre todo las que maduran reforzando siempre su deseo de ser mejores cada día, llegan a un punto en el cual las relaciones sexuales pasan a un segundo plano. Prefieren, por ejemplo, pasar una noche viendo películas y comiendo canchita, a tener unas horas de sexo desenfrenado que, en teoría, haría sentir más hombre o más mujer a cualquier mortal. Otras parejas (y de esto soy testigo) llegan incluso a visitar hoteles sólo para dormir abrazados, o conversar libremente sobre cualquier tema que no podrían discutir en otros ambientes tan llenos de ojos observadores, críticos y juzgadores. Y yendo al extremo, hay casos en los cuales, hombres y mujeres recurren a líneas telefónicas de amigas o amigos, o incluso a nigthclubes; sólo pidiendo a gritos silenciosos aquel valor tan grande y poco valorado llamado “compañía”.

En estos tiempos más que en otros, la compañía se ha vuelto algo escaso. No cualquiera puede ofrecer una compañía leal, sincera y convincente. Y quienes se ven perjudicados a la hora del desengaño, son aquellos que la necesitan, y que de pronto comienzan a sentirse más solos y decepcionados que nunca. Por ello, dentro de una relación amorosa se debe cultivar ese tremendo e importante valor por encima de otros que socialmente puedan ser más importantes: como la cantidad de sexo que tienen, los precios de los regalos que se hacen, la frecuencia con la que salen a lugares caros, los planes de matrimonio, la iglesia donde será, dónde será la luna de miel, etc. No pretendo fomentar una aberración al sexo (aunque quisiera hacerlo sólo conseguiría fomentar una aberración hacia mí), ni nada por el estilo. Debo decir que disfruto de esos placeres tanto como ustedes; que el calor de una mujer es algo maravilloso, que los besos pueden llevarte al cielo por un instante, que los planes a futuro pueden convertirse en un interesante, divertido y peligroso juego que jamás me negaré a jugar; pero, no sé… quizás me estoy haciendo viejo tan rápido que comienzo a valorar lo que recién hace unos meses avizoró mi abuelo cuando se dio cuenta de que a sus 85 años y después de destapar sus 345 millones (a la “n”) de defectos, su esposa sigue a su lado, dispuesta e incansable; su compañera de siempre.

Las reflexiones pueden ser muchas, y sé que muchos me dirán que lo mejor es que dejemos las lecciones para cuando envejezcamos, sin embargo los exhorto a no esperar tanto, y a pensar en el futuro; cuando de pronto nos veamos tendidos en una cama sin poder ejecutar ningún sinuoso movimiento sensual para complacer damas ansiosas, y pidamos a viva voz lo que antes no supimos valorar. Y si algo en común tenemos los de Marte con las de Venus, es que a nadie le gusta la soledad, y menos cuando se le siente tan cerca.


Pongámonos a prueba.






Lima 07 de Noviembre del 2007.