viernes, 21 de marzo de 2014

La pituca y el idiota

La conocí mientras trabajaba en el banco. Era clienta asidua de mi agencia y en poco tiempo buscaba sólo mi ventanilla. No era difícil darse cuenta de su clase social. Vestir particular. Cabello castaño claro, ojos pardos, piel blanca y por zonas rosada, y operaciones bancarias con muchos ceros a la derecha. Un apellido muy europeo y casi sin vocales lo definía aún mejor. Llegaba a la agencia a menudo para hacer operaciones en lugar de su abuela enferma y postrada. Me decía, cuando conversábamos, que ya tenía tiempo así y que, pensaba, fingía estar enferma para que la engrían, pues nunca gozó de ello, ni de parte de sus hijos ni de sus nietos. La historia me pareció curiosa y atendía sus relatos, pero la verdad era que su belleza me tenía algo hipnotizado. Entonces tenía enamorada, no podía fallarle, por lo que tuve que negarle a Gracia -así se llamaba la pituca- la única invitación que me hiciera en aquella época, a tomar un café para ser precisos. 

Aquella tarde de viernes ella se avergonzó, lo supe de inmediato por el veloz cambio en la tonalidad de su piel, algo fácil de ver en las personas de tez muy clara. Luego se marchó. Mi jefe había escuchado todo esa vez. Me llamó a su sitio. Por un momento pensé que me regañaría por hacer tanta conversación con un cliente, a veces alargando la cola -aunque esa agencia miraflorina era generalmente tranquila y no había mucha afluencia-; lejos de eso, me increpó por haber rechazado su invitación. La consideraba muy guapa -yo también-, demasiado guapa para alguien como yo -yo también-, y no entendía cómo fui capaz de rechazarla. Le expliqué que tenía una mujer y una hija que mantener, que no me podía estar dando esos escapes. No encontró en ello suficiente motivo, sus palabras fueron "¿qué podías perder?", no respondí nada. Finalmente cesó de regaños y me envió a continuar con mis labores. Mientras me iba de su oficina escuché un susurro -"huevón", cómo no-. Dentro de mis anteriores conversaciones con Gracia fui lo suficientemente astuto -o tradicional- como para intercambiar números de celular. Aunque nunca nos habíamos llamado. Sin embargo, al ver que ya no iba a mi agencia -seguramente por la vergüenza que le generaba encontrarse con alguien que la había rechazado, y más aún considerando que mujeres así no son rechazables- se me ocurrió llamarla una noche saliendo de la agencia. Me contestó a la segunda llamada, estaba algo nerviosa. Le pregunté por qué ya no iba y me dijo que su abuela de pronto se puso bien. Fue raro ese argumento, la verdad. No le creí, claro. Sólo atiné a decirle que vuelva pronto antes de colgarle. "¿Me extrañas?", me preguntó entre risas. Le respondí "obvio", pero un poco más serio de lo que debí. Hablamos de un par de trivialidades más, nos despedimos y colgamos. 

Al día siguiente volvió a la agencia y fue como empezar nuevamente, o al menos como si hubiésemos borrado su invitación y mi rechazo. La rutina se mantuvo hasta que tuve que renunciar intempestivamente del banco por un asunto que ahora no voy a contar -al respecto sólo diré que todo fue bajo mi voluntad y que no tiene nada que ver con algo ilegal-. Poco tiempo después -como suele pasarme cuando dejo de tener empleo- perdí a mi chica y a mi hija; en realidad era sólo hija de ella, pero la perdí de todos modos cuando terminamos. Me había quedado solo y sin trabajo. Conseguir uno nuevo demandaría mucho tiempo, así que decidí divertirme mientras podía. Fue así que un par de meses después de dejar la agencia volví a llamar a Gracia. Una sensación extraña me invadió en aquella llamada. Una mezcla de excitación y bochorno. Las timbradas continuaban sonando en mi oído derecho y no sabía si hacía lo correcto. Si quizás la estaba interrumpiendo en algo. O si quizás no se acordaría de mí -de hecho, ese sería el peor de los casos-. Dejó de timbrar y sonó la operadora automática que siempre habla bonito cuando alguien no contesta. Volverlo a intentar era ahora mi dilema. Estaba recostado en mi cama mientras todo esto transcurría. Rascaba mi barba a ratos. Extrañaba mi barba, era algo que no podía tener cuando trabajaba en el banco. Disfrutaba tenerla aunque a mi familia le pareciera repugnante. Era mi barba, y me servía -entre otras cosas que ni yo podría describir- para rascarla mientras decidía qué hacer con ciertos menesteres. Dejé de rascarla sin más cuando sentí el vibrar de mi móvil. Me negaba a aceptarlo sin ver la pantalla, pero definitivamente era ella. Me estaba devolviendo la llamada. A la cuarta timbrada le contesté. Hablamos bien. Creo que no parecía nervioso. Con una broma de su parte rompimos el hielo inicial. Quería preguntarle qué había sido de ella en todo este tiempo, pero ella no me dejaba preguntar nada, pues todas las preguntas eran suyas. Le conté parte de lo que había pasado y que ahora había decidido darme unas vacaciones no pagadas. No pasó mucho tiempo más para que le proponga vernos, salir, y me dijo que no. En ese instante lo creí justo. Así que ya preparaba mi pequeño discurso de despedida, de esos que se dicen para no quedar como herido ante el brutal rechazo recibido cual patada testicular; pero entonces me dijo que era broma, que en realidad sí quería verme y que ese "no" me lo merecía por mi rechazo anterior. Empezó a reírse mucho, a carcajadas, a mí no me hizo gracia pero tuve que reírme con ella. Espero no haber sido evidente al fingir.

Salimos ese mismo fin de semana. Nos encontramos en un sitio muy clásico: la esquina del Cine Pacífico, en el Parque Kennedy. Digo que es clásico porque de todos mis encuentros, sean con chicas o con amigos con los que pretendía simplemente tomarme unos tragos, el noventa por ciento de las veces se elegía ese lugar. Debe ser lo más céntrico o ubicable que hay dentro de Lima, aunque a mí me será siempre más sencillo llegar al cruce de Angamos con Aviación, por ejemplo, o al mismo Centro; ahora que lo pienso, es esa infundada idea de que Miraflores siempre es mejor que cualquier otro distrito. Hace mucho que no lo es, pero estamos como programados en ese aspecto. El caso era que ahí la esperé. Casi media hora y la seguía esperando. Aún hacía calor, ahora no se sabe con exactitud cuándo es verano u otoño. Había fumado ya como tres cigarrillos. La verdad es que deseaba que me encontrara fumando para darme un aire adicional de intelectualidad, como si se tratara de alguien interesante. Por cierto, aún no le había dicho que escribía, lo había reservado como un as bajo la manga por si la cita se volvía aburrida. Y eso del cigarro iría a ayudar -"¡ah, eres escritor, con razón esa pinta, y los cigarrillos, ahora entiendo!", ¿lo ven?-, o eso pensaba. Después de todo, ella me conoció como un cajero bancario, es decir, era probable que pensara que era de esos tipos fríos, materialistas o aburridos que sólo sabían hablar de finanzas, de la bolsa, del trabajo, de estudios, de aquí, de allá; aunque también era posible que haya sido justo eso lo que le atrajo. De todas formas, decidí jugármela por la sinceridad y ese cigarro era parte, forzada o no en ese momento, de lo que yo era, y era un fumador, un escritor, además, y un bohemio en potencia. No fingiría tanto, lo ven. Y justo cuando apagué mi cuarto cigarrillo apareció ella. Maldita sea, justo cuando apagué el puñetero cigarro. Había pasado casi cuarenta minutos desde la hora en que quedamos. No sabía si hacerme el molesto -lo cual denotaría una respetable seriedad con respecto a la puntualidad, entre otras cosas- o reírme como dejando entrever que me tomaba la vida con relajo, alegría y naturalidad. Preferí combinar ambas cosas, pues sentía ambas cosas. "Oye, ¿quién te regaló ese reloj?, ¿Alejandro Toledo?", y me reí. Ella rió conmigo aunque sus risas sí fueron sinceras. Fue un chiste malo, improvisado pero con apariencia prefabricada, como si lo hubiera sacado de un programa cómico de los sábados. Aún así, lo importante es que le hizo gracia, y además notó el toque de seriedad que quería darle, pues me pidió disculpas y me ofreció pagar lo primero de lo que hagamos. Eso fue sumamente gracioso, "para que estemos en paz pagaré yo lo primero de lo que hagamos", quise bromear con ello y decirle "¿y si lo primero que quiero es hacerte el amor, pagarías el hotel?", pero iba a ser demasiado fuerte y grotesco. Preferí reírme y decirle que elegiré lo más caro de lo que hagamos. Por ejemplo, si fuésemos a un restaurante pediría el platillo más caro, y si fuésemos a un bar pediría el trago más exclusivo. Se reía nuevamente. Era risueña. Más de lo que recordaba. Y también estaba más bella de lo que recordaba. Ha de ser la ropa que llevaba puesta y el maquillaje, aunque no era muy exagerado. 

Vestía un blue jean bastante ceñido, un polo corto negro que dejaba ver su ombligo y su estrecha cintura blanca. El polo era también ceñido, así que podía ver que tenía un par de senos muy considerables, aunque, al igual que su maquillaje, no eran exagerados. Ya en la agencia había visto que tenía un derrier bonito, pero esa vez lo vi más bonito aún. Bonito y formado. Tampoco exagerado. Creo que nada en ella era exagerado, lo cual para mí era novedad pura. Siempre relacioné a las mujeres con la exageración. O eran muy hermosas o eran muy feas. O eran muy voluptuosas o eran muy delgadas. O eran muy frías o eran muy dramáticas. Gracia era, al parecer, un punto medio, un equilibrio entre tanto extremismo vaticinado por mi experiencia. Que no era mucha, he de decir. Decidimos primero ir a comer. Conocía un buen restaurante en Larco donde vendían empanadas de mucha calidad. Se lo propuse y aceptó. Tal y como lo prometió, ella pagó las empanadas de entrada. Lo que seguía era el plato de fondo que podía ser de comida italiana o fusión. Se pidió unos tallarines al pesto con aceite de oliva virgen. Lo pidió así: "con aceite de oliva virgen". No pude evitar bromear al respecto, aunque sabía que era una broma estúpida: "virgen como nosotros, señor mesero, como nosotros". A pesar de lo idiota de la broma, se rió nuevamente y siempre sincera. Yo me pedí un plato extraño de fusión, hasta ahora no recuerdo el nombre, pero llevaba carne a la parrilla y estaba rico. Luego deliberamos si quedarnos ahí a pedir un vino -lo cual podía significar que la noche termine rápido, pues los restaurantes cierran relativamente temprano- o ir hacia algún bar de la calle Berlín. No duró mucho la deliberación. Gracia quería ir a Berlín.

"[...] es esa infundada idea de que Miraflores siempre es mejor que cualquier otro distrito. Hace mucho que no lo es, pero estamos como programados en ese aspecto".
El camino desde la avenida Larco hacia la calle Berlín, como sabrán, no es muy largo, sin embargo debimos haber tardado media hora en ello, pues cada cosa que hablábamos nos detenía en plena calle ya sea para reír o hacer alguna especificación histriónica torpe sobre lo que contábamos. Cuando íbamos por la calle notaba que muchos tipos miraban descaradamente a Gracia. Por momentos quería encarar a alguno para que ella vea que tengo esquina y que soy un macho alfa de indudable virilidad. Al final me vendía yo mismo la idea de que era mejor que pensara que soy un ser apacible, pacífico y metódico. De más está decir que en realidad sólo soy un cobarde que tenía miedo de quedar en ridículo en caso uno de estos tipos me partiera a golpes delante de ella. Finalmente llegamos a Berlín. Nos sentamos en una mesa cerca a la calle, pues, como dije antes, hacía mucho calor y necesitábamos aire. Me pidió un cigarrillo y seguimos conversando. Llegaron los tragos y empezamos a beber. Como suele suceder en estos casos, las horas pasan muy rápido. Es curioso lo rápido que pasan las horas cuando uno está entretenido. Y es inevitable preguntarse por qué no sucede así en el trabajo. Por qué en esa instancia las horas pasan tan lentas. No importaba. Al final yo no trabajaba y era mi momento pleno con Gracia. Dentro de mis planes estaba pasar la noche con ella en algún lugar íntimo, pero era una posibilidad remota, más aún cuando cada quince minutos ella miraba su celular, escribía algo, enviaba mensajes y luego lo volvía a guardar en su cartera. Cuando las mujeres hacen eso en una cita pienso inmediatamente que están escribiéndole a otro hombre y que pronto me dirán "debo irme". Eso me tenía tenso. Pero las horas seguían pasando y Gracia no se movía, aunque tampoco dejaba de mirar su móvil y enviar mensajes a menudo. Supongo que luego me acostumbré. Tocó el turno de que yo mire mi móvil. No tenía ningún mensaje, sólo una llamada perdida de mi madre; me había olvidado de avisarle que iba a salir. Le envié un mensaje deseando que Gracia me estuviera viendo y pensara que le escribía a otras mujeres. Lo cierto es que quise echar un vistazo a mi móvil para ver qué hora era. Eran casi las cuatro de la mañana. No sé si mi rostro lo dijo por mí pero, al verme la expresión, Gracia volvió a mirar su móvil y exclamó: "¡¿qué cosa?! ¡son las cuatro!"; "sí pues", le dije, "ya, salud", y alcé mi trago agonizante para que choque con el suyo. Me hizo caso aunque le costó un poco levantar su copa. Entonces supe que estaba ebria. Se me ocurrió ir al baño rápidamente para lavarme la cara y mojarme el pelo; en el camino hacia los servicios higiénicos me noté tambaleante. Yo también estaba mareado. Con el agua se me fue un poco, pero ahora me pesaban los ojos. Maldita sea, pensé, en ese estado tenía todas las de perder; es decir, es ideal para alguien que quiere acostarse con alguien que este segundo alguien esté ebrio, no el primero. Aún con eso, continué.

Volví con Gracia y estaba pegada a su móvil. Me senté en la mesa pero no advirtió mi presencia. Llamé al que atendía con un grito horrible, entonces ella reaccionó. "¡¿Qué pasó?!", me preguntó sorprendida. Le dije que estaba pidiendo una ronda más. Pasó lo que no debió pasar. "Gracias, Rubén, pero ya no voy a tomar. Es más, en un rato me voy". "¿Perdón?", le dije con fingida indignación -pues era más que todo preocupación-, "¿cómo que te vas?, ¡si la noche recién empieza!", sonrió pero esta vez lo hizo de manera fingida. Se le notaba fingida y seriamente agotada, como si en lugar de beber esos tragos conmigo hubiese tenido sexo duro con algún actor porno de renombre. Pensé en decírselo a manera de chiste pero iba a ser inútil incluso hacerla reír. Había perdido, aunque me quedaba 'la esperanza de la primera cita', esa esperanza que dicta: "si no se acuesta contigo en la primera cita, no te deprimas, quizás valga la pena". Pero creo que queda claro que, en realidad, yo quería hacerle todas las poses sexuales posibles esa misma noche. No me interesaba que pronto se convierta en una enamorada, novia, o buena esposa, incluso madre de mis hijos. Quería tirármela en ese momento y eso me jodía. Me jodía ser tan puto, además. Me jodía también la idea de querer tirármela a pesar de que no parecía ese tipo de chica. Luego pensaba "y si no es ese tipo de chica, ¿por qué me aceptó esta salida?, ¿por qué, lo que es aún más sospechoso, ella me invitó a salir primero aquella vez en la agencia?". 

Mis pensamientos se entremezclaron con esos malditos tragos. Solté de manera inminente: "sabes qué, Gracia, tú te quedas conmigo". Volvió a reír, no sé si fingida o sincera. Hasta ahora no lo sé. Pero de repente se puso seria. Muy seria. Adoptó una expresión que nunca olvidaré. Como si se le hubieran achicado los labios y los ojos, y desaparecido la nariz. Incluso me dio la sensación de que el cabello empezó a erizársele. Al estilo anime. Me miró de frente y me dijo: "¿quieres tirar?". Respondí lo primero que se me vino a la cabeza, aunque tartamudeando: "sí, sí, claro, no lo dudes, ¿quién no quiere tirar?, ¿a quién no le gusta el sexo?; vamos, no me digas que tú no, o que a ti no". "Entonces vamos a mi casa". Me levanté en seguida de mi asiento y pagué toda la cuenta -me salió muy cara, pero valdría la pena-; luego paré un taxi y le pregunté dónde vive. Me dijo su dirección y se la reproduje al taxista. Subimos al auto y nos fuimos. En el camino no sabía si acercarme y besarla como para ir calentándola. Ella había cruzado los brazos y se puso a mirar hacia el lado opuesto. Entonces me contuve. Pensé que tal vez esa era su manera de prepararse para una noche de honroso placer. Vivía cerca, en el mismo Miraflores, en una de las mejores zonas, y teníamos que llegar rápido -temía que se arrepintiera de su decisión-, pero el efecto del tiempo pasó a ser como el que ocurre en mis empleos. 

El camino se me hizo muy largo, hasta que al fin llegamos. Rebusqué en mis bolsillos y tenía ahí los preservativos que siempre cargo en mis citas por si acaso. Estaba listo. Le pagué al taxista y bajamos. Sólo quedaba que Gracia me hiciera pasar para concretar mi gran noche. Eran casi las cinco, momento justo como para un par de horas de buen sexo y luego dormir hasta las diez, luego despertar y seguir copulando. Sería genial. Su casa se veía enorme. Esto me dio más y mejores esperanzas. Pensaba que, en caso estuvieran su abuela o sus padres, siempre habría un espacio para que tengamos relaciones sexuales, aunque sea en su jardín o en su biblioteca -porque tal mansión debía tener una gran biblioteca-. Abrió la puerta y me dispuse a acompañarla dentro, cuando de pronto se puso entre el borde de su puerta y el umbral, mirando hacia la calle, hacia mí. "Gracias por traerme", me dijo. Y luego empezó a cerrar la puerta desde adentro. Mi primitiva reacción fue evitar que la cerrarse por completo con mi brazo derecho. "Gracia, no entiendo, ¿qué pasó?, me dijiste que querías...". "Te pregunté si querías tirar y me respondiste que sí, entonces supe que la noche se había terminado y que tenia que venir a mi casa". Esto me lo dijo esbozando una sonrisa demoníaca, pero que no era fingida, en absoluto. "Tú si quieres puedes tirar, total, la noche recién empieza". Ya no había equilibrio en ella, era demasiada seguridad. Saqué mi brazo lentamente, como para darle tiempo a que se arrepintiera; pero ella siguió cerrando la puerta, lentamente, mientras me miraba y esbozaba esa misma sonrisa que al final tuvo un pequeño sabor a coquetería. Finalmente, se cerró la puerta. Al girar mi cuerpo hacia el otro lado para empezar a dramatizar y buscar absurdamente más explicaciones, noté que el taxista se había quedado esperando. "¿Lo llevo a alguna parte, señor?". Me quedé mirándolo un buen rato, evaluando la posibilidad de echarle a él la culpa de todo. Traté de calmarme. No dije nada más y subí. "A San Borja, por favor". "Señor, con todo respeto, yo sabía que no iba a hacerlo pasar". "¿Por qué?", le pregunté. "Porque ayer hice un taxi aquí mismo. Hubo un velorio. No sé qué relación tendrá el fallecido con la señorita, pero no creo que alguien quiera tirar un día después de que se le ha muerto un familiar". Eso explicaba todo. Se había muerto su abuela. La dueña de las cuentas bancarias. La que estaba postrada y que fingía estar enferma para que la engrían -aunque ahora me era evidente que no fingía-; mis esperanzas volvieron. Gracia no quiso tener sexo conmigo porque estaba deprimida. Sólo era cuestión de esperar unos días para volver a llamarla e intentarlo nuevamente, esta vez tratando de ser comprensivo con su sensible pérdida. Cómo no se me había ocurrido antes. Qué idiota había sido. Qué idiota.

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