Había que verlos para creerlo, había que estar ahí.
Los sueños de niñez tienen ese toque especial que te inspira a seguirlos hasta conseguirlos; y cuando lo logras sientes que has llegado a la plenitud, que puedes morir tranquilo; al diablo la autorrealización, al diablo la carrera, o la chamba; alguien puede venir y matarte, y caerías en la acera despatarrado y con una sonrisa de oreja a oreja. Me ha sucedido unas pocas pero inolvidables veces, una fue el año pasado, cuando Cerati y compañía me hicieron creer nuevamente en que esta sociedad tiene cosas tan bellas y penetrantes, como ciudades de la furia, signos y telarañas. Esta vez, hace pocos días, en el mismo escenario, nada menos, unos extravagantes y corpulentos luchadores llegaron ante la incredulidad de muchos. Ahora, mi compañero cambiaría de nombre y de rostro (aunque la fealdad es casi la misma). Ya no sería el inenarrable flaco Perrin quien me siguiera en el sendero de la fanaticada, esta vez sería Marvin, la otra extraña criatura que adorna las empalagosas melodías percusionistas de Pornostar.
Hace unos meses, un poste de luz se encargaría de darme la noticia de la llegada de RAW a Lima. Aquel poste no hablaba, no gesticulaba, sólo tenía pegado en su cuerpo un anuncio que resaltaba una triunfadora foto de Cena, y unas letras grandes que decían “RAW EN LIMA”. Lo demás no lo vi bien porque la combie arrancó sin compasión. Ese mismo día, o quizás al día siguiente, hice que Marvin se enterara de la noticia. Tan fan como yo, no la tenía en sus registros mentales, y comenzamos a averiguar fechas y precios. Finalmente, luego de asegurarnos de la presencia de Triple H, y de que no se tratara de otra famosa farsa, decidimos comprar las entradas VIP que nos harían cumplir nuestros sueños más infantiles. Lo que para él fue el vuelto del pan (JA) para mí fue la solicitud de una nueva y temida tarjeta, la Ripley. Aunque tiene el nombre de una famosa heroína mata aliens, la tarjeta Ripley difiere mucho de hacer el bien a los que somos, por desgracia, compradores compulsivos; al sacarla me prometí a mí mismo sólo comprar las entradas y punto, y aunque al final cumplí aún no se me quita el susto.
Luego de arriesgar mi nombre en INFOCORP llegó la satisfacción de haber adquirido unas entradas por demás extrañas, entradas que jamás pensé comprar aquí en Lima. Será porque quizás en mis adolescentes desvaríos me ideaba caminando por los “yunaites” buscando la boletería de un coliseo gringo, donde finalmente vería en vivo y en directo a mis ídolos de infancia. Eso me sabía hermoso pero a la vez tan lejano como pensar en una clasificación al mundial de fútbol. Por ello es que mi incredulidad se mantuvo hasta que entramos al Nacional y vimos aquella suerte de remedo del ring que se ve en la tele, donde los luchadores harían sus maniobras más plausibles.
Eran casi las 7:30 de la noche y el lugar emanaba un olor familiar (a anticucho de gato, quizás). La avenida Arequipa, siempre movediza, albergaba a cientos de fanáticos, cada uno apoyando a su favorito con un polo o pancarta, algunos con sus padres, otros (ingenuos) con sus enamoradas, y nosotros, el Feo y el más Feo, sólo nos teníamos a nosotros. Él llevó su polo de los Guerrero, lo consiguió en un coliseo cuando fue a USA hacía unos años, y no dudó en sacarme pica dado el caso de que yo no había llevado nada más que mi camisa de chamba y mis ensortijados vellos pectorales, claro, la pica nació de mí. Emocionados como pareja colegial, llegamos al estadio: “yo te conozco” le dije al coloso; él me respondió con su silencio, y en su silencio me dijo: “no verás a Perú ganar, pero igual cada vez que vienes sales contento”…
Seguimos el camino y llegamos a la entrada, una suerte de corral abrigaba lo que sería el escenario de una noche memorable. La zigzagueante acomodadora nos colocó en los asientos equivocados, y una vez que llegaron los firmes no hicieron retroceder un metro, a la fila de atrás. Casi pegados a las tribunas populares se comenzaba a formar el ambiente.
Una hora más tarde, el show empezó cuando el presentador comenzó a dibujar lo que se escondía detrás de la puerta de entrada de los luchadores. La gente no dudó en expresar su impaciencia, su ansiedad por el luchador que saldría desde los camerinos del estadio. Sonó la música y Carlito entró en escena. La emoción al verlo obedecía más a un tema de incredulidad rajada que a un fanatismo real. Pero fue bueno verlo ya que, finalmente, comenzamos a CREER que veríamos a los que queríamos ver.
Las luchas se sucedían una tras otra y las emociones fueron en aumento, de pronto JBL se robó el show cantando el himno nacional de USA (verdad no? Estaban de fiestas patrias). Algunos lo aplaudimos, ya que histrionismo no le falta, y rudo como es tuvo que sucumbir ante otro de los más aplaudidos de la noche: Jeff Hardy. La pelea estuvo sobre poblada de idas y vueltas, pero Hardy soltó su mejor arsenal, y terminó complaciendo al respetable con el “giro del destino” y el salto mortal (el cual no vi gracias a la enorme cabeza del chibolo que estaba adelante mío), fue entonces cuando el público empezó a enloquecer. Dada la victoria de Hardy la gente comenzaba a entusiasmarse con la llegada de superestrellas más estelares, y sonó el rap que tantas veces odié por TV (me encantó el peruanísimo “John Cena SUX!”, je) pero que, valgan las confesiones, me hizo mover mis masas como hace mucho tiempo no lo hacía: entró el gran (sí, por el jale que tiene con el público) John Cena.
Cena quizás sea el sucesor más cercano de La Roca; no ha llegado a provocar tanta electricidad como el famoso “Rey Escorpión”, pero el magnetismo sobre el maremagno de gente fue explosivo, y en eso no debemos quitarle un ápice de mérito. Aquel payaso de la bermuda jean tuvo su buen rato de fama y gloria, la gente coreaba su nombre, otros lo insultaban pero gozó de buena atención, cuando de pronto se sintió un temblor en el estadio: eran los sonidos y los saltos de gente que, emocionada, saltaba y alzaba los brazos en señal de que algo impactante estaba por suceder:
“¡IT’S TIME TO PLAY THE GAME…!”… coreaba la canción hiphopera, esa que le queda tan bien al “rey de reyes”, y la entrada, espectacular como ninguna, dio pie al más grande luchador de todos los tiempos: “Ladies and gentlemen,………. ¡Triple H!”…
Son los villanos los más queridos al final. Porque los buenos pasan, ya que todos quieren ser buenos, es un puesto que siempre queda vacante en algún momento, los que quedan son los malos, los que gozan de las pifias, los que recibieron burlas, y fueron encasillados en papeles poco decorosos, los que perdieron muchas peleas sólo porque la gente quería que gane el bueno, son ellos, los grandes villanos de la historia, los que finalmente reciben la verdadera adulación de un público fiel, y consecuente. Triple H encierra ese artificio mágico de jugar con los sentimientos de la gente, fue odiado y repudiado casi siempre, frente a Stone Cold, frente a La Roca, y a otros más, pero frente a John Cena, Triple H fue elevado a lo más alto, la diferencia se notaba sólo en sus presencias, sólo en el aliento incondicional que emanaba de los fanáticos, muchos de ellos, que ansiaron por años poder conocer a tan penetrante y enigmático personaje. Mientras iba entrando soltaba su agua como el humo de una pesada y poderosa maquinaria, llevaba en su cintura el símbolo más claro de que es el más grande, el cinturón de Campeón absoluto de la WWE (le queda muy bien, como si se tratase de las fauces de un Tiranosaurio Rex).
Daba una sensación de mitología verlo recorrer aquel pequeño trecho hacia el ring. A pesar de que son sólo personajes, Cena parecía claramente intimidado y no es para menos. El mismísimo Ares se le acercaba, o quizás una suerte de Conan moderno; algo hay en Triple H que lo hace más que un simple “gimnick” encarnado en un pueblerino rubio llamado Jean Paul Levesque. Una vez iniciada la lucha sólo se trato de un emocionante trámite: el campeón debía hacerse respetar, así de sencillo. A pesar del masivo apoyo del público, los gritos que más se oyeron fueron para Triple H, y de vez en cuando miraba con cierta incredulidad el explícito favoritismo que tenía. Nos complació con un enorme “pedegree”, venció a Cena y a festejar.
Carlitos Cabrera no dudaría en decir una de sus pegajosas frases para describir el momento vivido esa noche: “¡esto se quiere caer!” y es que hasta los fans del rapero se unieron al festejo de El Juego. Se reconoció la clara victoria, y se aplaudió hasta el hartazgo. Triple H se fue mostrando su agradecimiento, ¿y yo?, yo ya puedo morir tranquilo, señores. La multitud se mostró aún más sorprendida cuando el anunciador hizo público que apenas había pasado la primera parte del show. Minutos más tarde, y luego de pagar 5 SOLES por una pequeña bolsa de piqueos, Mickie James y Beth Phoenix sacaron pecho por las divas, y realmente hicieron una pelea respetable. Los mañosones y las admiradoras de la lucha femenina quedaron más que satisfechos; otra cereza más a la torta, sin lugar a dudas.
¿Qué cosas mejores podrían pasar?, para mí ninguna, salvo que aparezca alguien que se ganó el respeto de todos, incluso del mismo Triple H, y ese alguien apareció.
Recuerdo en mis épocas de jugador compulsivo de Nintendo 64 la adoración casi asesina que adopté con Shawn Michaels. Había algo en él, al igual que con Triple H, que lo hacía un villano querible; en términos generales casi todos los D-X lo fueron en algún momento, y Shawn, como uno de sus fundadores, tenía que ser la máxima expresión de esa esencia. Mientras jugaba con él la patada biónica se convirtió en una de mis mejores armas, y me terminé el juego unas 40 veces, antes de sentirme satisfecho y comenzar a experimentar con otros personajes. Estaba dentro de mi lista de sueños poder algún día verlo en acción, pero conforme iban pasando los años mis sueños se iban aniquilando, debido a que cada vez estaba más cerca del retiro que del Perú.
En la pelea final un odioso Chris Jericho (gran luchador, de mis favoritos) nos anunció (diciendo que no estaría) la llegada de HBK (Heart Break Kid – ya no tan “kid”, por cierto). Casi de inmediato y ante los coros del público apareció Shawn Michaels, lo primero que hizo fue decir “sí, soy yo”, no dejando que suene ni siquiera el primer campanazo cuando ya había lanzado a Y2J por la segunda cuerda. La pelea tuvo vaivenes interesantes entre dos fuerzas muy parejas, y hasta parecidas. El resultado final no sólo fue la victoria de Michaels, sino también la imagen de uno de los más grandes luchadores de la historia con una bandera bicolor bien puesta alrededor de su cuerpo. La conmovedora visión de la que todos fuimos parte sólo nos deja el sabor de cariño que estos luchadores adhirieron a sus corazones al llegar aquí y mostrarnos quizás una mezquina (de hecho por decisiones administrativas) parte de su arte. Durante este tiempo que he ido comentando a diestra y siniestra mi satisfacción por tan tremendo espectáculo he recibido diversas respuestas, algunas bastante eufóricas, cierta envidia, otros creen que he botado mi plata, y otros me acusan de huevón haciéndome (¿?) saber que los golpes son falsos. Bueno pues, queridísimos aprendices de Cristóbal Colón, ¿alguna vez oyeron la frase “cada loco con su tema”?, pues bien, los dejaré a ustedes pensando que me abrieron los ojos con su “enorme descubrimiento”, con tal de que me dejen a mí, mmm… y a otros 2000 millones de fanáticos alrededor del globo terráqueo (de repente me estoy quedando corto), que disfrutemos este show con el entusiasmo que merece. A ellos, a los que me chancaron, y a las extrañas criaturas que deseen seguir acompañándome en mis aventuras y desventuras, va este significativo post. Qué vivan las pasiones.
Un abrazo, y hasta otra.
Los sueños de niñez tienen ese toque especial que te inspira a seguirlos hasta conseguirlos; y cuando lo logras sientes que has llegado a la plenitud, que puedes morir tranquilo; al diablo la autorrealización, al diablo la carrera, o la chamba; alguien puede venir y matarte, y caerías en la acera despatarrado y con una sonrisa de oreja a oreja. Me ha sucedido unas pocas pero inolvidables veces, una fue el año pasado, cuando Cerati y compañía me hicieron creer nuevamente en que esta sociedad tiene cosas tan bellas y penetrantes, como ciudades de la furia, signos y telarañas. Esta vez, hace pocos días, en el mismo escenario, nada menos, unos extravagantes y corpulentos luchadores llegaron ante la incredulidad de muchos. Ahora, mi compañero cambiaría de nombre y de rostro (aunque la fealdad es casi la misma). Ya no sería el inenarrable flaco Perrin quien me siguiera en el sendero de la fanaticada, esta vez sería Marvin, la otra extraña criatura que adorna las empalagosas melodías percusionistas de Pornostar.
Hace unos meses, un poste de luz se encargaría de darme la noticia de la llegada de RAW a Lima. Aquel poste no hablaba, no gesticulaba, sólo tenía pegado en su cuerpo un anuncio que resaltaba una triunfadora foto de Cena, y unas letras grandes que decían “RAW EN LIMA”. Lo demás no lo vi bien porque la combie arrancó sin compasión. Ese mismo día, o quizás al día siguiente, hice que Marvin se enterara de la noticia. Tan fan como yo, no la tenía en sus registros mentales, y comenzamos a averiguar fechas y precios. Finalmente, luego de asegurarnos de la presencia de Triple H, y de que no se tratara de otra famosa farsa, decidimos comprar las entradas VIP que nos harían cumplir nuestros sueños más infantiles. Lo que para él fue el vuelto del pan (JA) para mí fue la solicitud de una nueva y temida tarjeta, la Ripley. Aunque tiene el nombre de una famosa heroína mata aliens, la tarjeta Ripley difiere mucho de hacer el bien a los que somos, por desgracia, compradores compulsivos; al sacarla me prometí a mí mismo sólo comprar las entradas y punto, y aunque al final cumplí aún no se me quita el susto.
Luego de arriesgar mi nombre en INFOCORP llegó la satisfacción de haber adquirido unas entradas por demás extrañas, entradas que jamás pensé comprar aquí en Lima. Será porque quizás en mis adolescentes desvaríos me ideaba caminando por los “yunaites” buscando la boletería de un coliseo gringo, donde finalmente vería en vivo y en directo a mis ídolos de infancia. Eso me sabía hermoso pero a la vez tan lejano como pensar en una clasificación al mundial de fútbol. Por ello es que mi incredulidad se mantuvo hasta que entramos al Nacional y vimos aquella suerte de remedo del ring que se ve en la tele, donde los luchadores harían sus maniobras más plausibles.
Eran casi las 7:30 de la noche y el lugar emanaba un olor familiar (a anticucho de gato, quizás). La avenida Arequipa, siempre movediza, albergaba a cientos de fanáticos, cada uno apoyando a su favorito con un polo o pancarta, algunos con sus padres, otros (ingenuos) con sus enamoradas, y nosotros, el Feo y el más Feo, sólo nos teníamos a nosotros. Él llevó su polo de los Guerrero, lo consiguió en un coliseo cuando fue a USA hacía unos años, y no dudó en sacarme pica dado el caso de que yo no había llevado nada más que mi camisa de chamba y mis ensortijados vellos pectorales, claro, la pica nació de mí. Emocionados como pareja colegial, llegamos al estadio: “yo te conozco” le dije al coloso; él me respondió con su silencio, y en su silencio me dijo: “no verás a Perú ganar, pero igual cada vez que vienes sales contento”…
Seguimos el camino y llegamos a la entrada, una suerte de corral abrigaba lo que sería el escenario de una noche memorable. La zigzagueante acomodadora nos colocó en los asientos equivocados, y una vez que llegaron los firmes no hicieron retroceder un metro, a la fila de atrás. Casi pegados a las tribunas populares se comenzaba a formar el ambiente.
Una hora más tarde, el show empezó cuando el presentador comenzó a dibujar lo que se escondía detrás de la puerta de entrada de los luchadores. La gente no dudó en expresar su impaciencia, su ansiedad por el luchador que saldría desde los camerinos del estadio. Sonó la música y Carlito entró en escena. La emoción al verlo obedecía más a un tema de incredulidad rajada que a un fanatismo real. Pero fue bueno verlo ya que, finalmente, comenzamos a CREER que veríamos a los que queríamos ver.
Las luchas se sucedían una tras otra y las emociones fueron en aumento, de pronto JBL se robó el show cantando el himno nacional de USA (verdad no? Estaban de fiestas patrias). Algunos lo aplaudimos, ya que histrionismo no le falta, y rudo como es tuvo que sucumbir ante otro de los más aplaudidos de la noche: Jeff Hardy. La pelea estuvo sobre poblada de idas y vueltas, pero Hardy soltó su mejor arsenal, y terminó complaciendo al respetable con el “giro del destino” y el salto mortal (el cual no vi gracias a la enorme cabeza del chibolo que estaba adelante mío), fue entonces cuando el público empezó a enloquecer. Dada la victoria de Hardy la gente comenzaba a entusiasmarse con la llegada de superestrellas más estelares, y sonó el rap que tantas veces odié por TV (me encantó el peruanísimo “John Cena SUX!”, je) pero que, valgan las confesiones, me hizo mover mis masas como hace mucho tiempo no lo hacía: entró el gran (sí, por el jale que tiene con el público) John Cena.
Cena quizás sea el sucesor más cercano de La Roca; no ha llegado a provocar tanta electricidad como el famoso “Rey Escorpión”, pero el magnetismo sobre el maremagno de gente fue explosivo, y en eso no debemos quitarle un ápice de mérito. Aquel payaso de la bermuda jean tuvo su buen rato de fama y gloria, la gente coreaba su nombre, otros lo insultaban pero gozó de buena atención, cuando de pronto se sintió un temblor en el estadio: eran los sonidos y los saltos de gente que, emocionada, saltaba y alzaba los brazos en señal de que algo impactante estaba por suceder:
“¡IT’S TIME TO PLAY THE GAME…!”… coreaba la canción hiphopera, esa que le queda tan bien al “rey de reyes”, y la entrada, espectacular como ninguna, dio pie al más grande luchador de todos los tiempos: “Ladies and gentlemen,………. ¡Triple H!”…
Son los villanos los más queridos al final. Porque los buenos pasan, ya que todos quieren ser buenos, es un puesto que siempre queda vacante en algún momento, los que quedan son los malos, los que gozan de las pifias, los que recibieron burlas, y fueron encasillados en papeles poco decorosos, los que perdieron muchas peleas sólo porque la gente quería que gane el bueno, son ellos, los grandes villanos de la historia, los que finalmente reciben la verdadera adulación de un público fiel, y consecuente. Triple H encierra ese artificio mágico de jugar con los sentimientos de la gente, fue odiado y repudiado casi siempre, frente a Stone Cold, frente a La Roca, y a otros más, pero frente a John Cena, Triple H fue elevado a lo más alto, la diferencia se notaba sólo en sus presencias, sólo en el aliento incondicional que emanaba de los fanáticos, muchos de ellos, que ansiaron por años poder conocer a tan penetrante y enigmático personaje. Mientras iba entrando soltaba su agua como el humo de una pesada y poderosa maquinaria, llevaba en su cintura el símbolo más claro de que es el más grande, el cinturón de Campeón absoluto de la WWE (le queda muy bien, como si se tratase de las fauces de un Tiranosaurio Rex).
Daba una sensación de mitología verlo recorrer aquel pequeño trecho hacia el ring. A pesar de que son sólo personajes, Cena parecía claramente intimidado y no es para menos. El mismísimo Ares se le acercaba, o quizás una suerte de Conan moderno; algo hay en Triple H que lo hace más que un simple “gimnick” encarnado en un pueblerino rubio llamado Jean Paul Levesque. Una vez iniciada la lucha sólo se trato de un emocionante trámite: el campeón debía hacerse respetar, así de sencillo. A pesar del masivo apoyo del público, los gritos que más se oyeron fueron para Triple H, y de vez en cuando miraba con cierta incredulidad el explícito favoritismo que tenía. Nos complació con un enorme “pedegree”, venció a Cena y a festejar.
Carlitos Cabrera no dudaría en decir una de sus pegajosas frases para describir el momento vivido esa noche: “¡esto se quiere caer!” y es que hasta los fans del rapero se unieron al festejo de El Juego. Se reconoció la clara victoria, y se aplaudió hasta el hartazgo. Triple H se fue mostrando su agradecimiento, ¿y yo?, yo ya puedo morir tranquilo, señores. La multitud se mostró aún más sorprendida cuando el anunciador hizo público que apenas había pasado la primera parte del show. Minutos más tarde, y luego de pagar 5 SOLES por una pequeña bolsa de piqueos, Mickie James y Beth Phoenix sacaron pecho por las divas, y realmente hicieron una pelea respetable. Los mañosones y las admiradoras de la lucha femenina quedaron más que satisfechos; otra cereza más a la torta, sin lugar a dudas.
¿Qué cosas mejores podrían pasar?, para mí ninguna, salvo que aparezca alguien que se ganó el respeto de todos, incluso del mismo Triple H, y ese alguien apareció.
Recuerdo en mis épocas de jugador compulsivo de Nintendo 64 la adoración casi asesina que adopté con Shawn Michaels. Había algo en él, al igual que con Triple H, que lo hacía un villano querible; en términos generales casi todos los D-X lo fueron en algún momento, y Shawn, como uno de sus fundadores, tenía que ser la máxima expresión de esa esencia. Mientras jugaba con él la patada biónica se convirtió en una de mis mejores armas, y me terminé el juego unas 40 veces, antes de sentirme satisfecho y comenzar a experimentar con otros personajes. Estaba dentro de mi lista de sueños poder algún día verlo en acción, pero conforme iban pasando los años mis sueños se iban aniquilando, debido a que cada vez estaba más cerca del retiro que del Perú.
En la pelea final un odioso Chris Jericho (gran luchador, de mis favoritos) nos anunció (diciendo que no estaría) la llegada de HBK (Heart Break Kid – ya no tan “kid”, por cierto). Casi de inmediato y ante los coros del público apareció Shawn Michaels, lo primero que hizo fue decir “sí, soy yo”, no dejando que suene ni siquiera el primer campanazo cuando ya había lanzado a Y2J por la segunda cuerda. La pelea tuvo vaivenes interesantes entre dos fuerzas muy parejas, y hasta parecidas. El resultado final no sólo fue la victoria de Michaels, sino también la imagen de uno de los más grandes luchadores de la historia con una bandera bicolor bien puesta alrededor de su cuerpo. La conmovedora visión de la que todos fuimos parte sólo nos deja el sabor de cariño que estos luchadores adhirieron a sus corazones al llegar aquí y mostrarnos quizás una mezquina (de hecho por decisiones administrativas) parte de su arte. Durante este tiempo que he ido comentando a diestra y siniestra mi satisfacción por tan tremendo espectáculo he recibido diversas respuestas, algunas bastante eufóricas, cierta envidia, otros creen que he botado mi plata, y otros me acusan de huevón haciéndome (¿?) saber que los golpes son falsos. Bueno pues, queridísimos aprendices de Cristóbal Colón, ¿alguna vez oyeron la frase “cada loco con su tema”?, pues bien, los dejaré a ustedes pensando que me abrieron los ojos con su “enorme descubrimiento”, con tal de que me dejen a mí, mmm… y a otros 2000 millones de fanáticos alrededor del globo terráqueo (de repente me estoy quedando corto), que disfrutemos este show con el entusiasmo que merece. A ellos, a los que me chancaron, y a las extrañas criaturas que deseen seguir acompañándome en mis aventuras y desventuras, va este significativo post. Qué vivan las pasiones.
Un abrazo, y hasta otra.
o sea... chvr q este post sea más "alegre" q el anterior, pero... "Raw"? Jhon Cena? Triple H? esos patitas llenos de esteroides (y sabrá Dios qué cosas más?) en eso has gastado tu plata? eso lo comparas con soda? te me caes ah!
ResponderEliminarTriple H lo maximo..Y como dices...Cada loco con su tema.. Viva la WWE!
ResponderEliminarQue parte de "Cada loco con su tema" no entiende la gente?
ResponderEliminarQue parte de "Cada loco con su tema" no se entiende?
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