sábado, 18 de octubre de 2008

Entre Marte y Venus (Parte V) - Se acabó

¿El amor acaba?

Las relaciones sentimentales son bellas, lúcidas, resplandecientes de un fulgor propio de la esencia más profunda del ser humano. Llega un momento en el cual piensas que te sientes tan bien que nada de lo que vives actualmente tendría que estar sujeto a un cambio. Todo perfecto, todo tranquilo. Pero siempre hay un temor que sobrevive en las sombras de tu vida; el temor al fin. Algo que sólo puede ser comparado al incomprendido temor a la muerte.

Al estar con una pareja siempre se evita el tema, hasta que, quizás, en una noche de plena intimidad, bajo el silencio de unas cortinas estratégicamente colocadas en un no muy lujoso hostal, proviene la pregunta más horrenda pero necesaria que se puede hacer: “amor, ¿crees que algún día terminemos?”. Las respuestas pueden ser variadas, algunos optan por el más desfachatado y hermoso optimismo, “no, mi amor, estaremos juntos por siempre”, otros, quizás con más kilometraje, no dudan en no complicarse la vida: “mejor no pienses en eso, amor”, e inclusive hay otros que, obedeciendo a un patrón típicamente peruano dicen: “¿qué?, ¿o sea que quieres terminar conmigo?” e inician una innecesaria pelea. Sea cual sea la respuesta lo cierto es que es inevitable pensar en el fin de algo que puede ser tan bello pero a la vez tan siniestramente organizado por un poder superior. Es decir, si hay un destino, y ese es “no estar juntos” pues nos separaremos, así de fácil. Si no fuera así, entonces seguiríamos… carajo, tantas probabilidades que podrían manchar un momento.

Al día siguiente las cosas parecen seguir su curso, pero ya existe una piedra en el zapato: “si vamos a terminar en algún momento, ¿para qué seguir?”; la pregunta es tan lógica que pondría en apuros a cualquier “doctora corazón” de la ciudad. Al final preferimos optar por seguir, seguir y seguir hasta el final. De pronto pasa el tiempo, y pasa rápido; pueden ser días, semanas, meses o años, y llega el rotundo final. A pesar de que, en teoría, ya lo teníamos planeado, siempre caerá de sorpresa que alguna de las dos partes decida finiquitar la relación. Y, ojo, no interesa quién dio el primer (último) paso. Sólo interesa que se acabó, se terminó, se cerró un libro, o para los optimistas, una página. Y, ¿ahora?, ¿qué sigue?

Al terminar una relación larga es inevitable que no seas el único que lo sepas. Lo sabrán tus padres, tus hermanos, tus amigos, y hasta sapos que ni siquiera tienes en tu directorio de teléfonos. En menos de dos semanas lo sabrá medio Lima y confirmarás el sabio dicho que reza “los chismes vuelan con el viento”. Aún así, sea por joda o por pura impertinencia, siempre recibirás las molestosas preguntas de rigor “oye, y ¿cómo está tu enamorada (o)?”; otros, aún más espesos, harán sus típicas invitaciones a reuniones, y pondrán como epílogo a sus discursos la filuda frasuela “… y pásale la voz a tu enamorada (o), no te olvides ah”. Entonces las posturas pueden variar, puedes optar por contarle a todo el mundo que ya no estás con esa persona para que nadie vuelva a meter la pata, el nick del MSN es una buena opción. O puedes hacer las del caballero y no decir nada hasta que por pura inercia la gente cese en sus intentos de joderte aún más la paciencia.

Si las posibilidades de regresar son prácticamente nulas por consenso de ambos, entonces hay otra disyuntiva: ¿qué tiempo esperar para empezar a salir con alguien más? Desde muy niño me inculcaron que eso obedece a un dizque respeto hacia la otra persona. Digamos, si hay una chica que me vuelve loco y quisiera rehacer mi vida con ella no podría hasta que pase un tiempo prudencial en el cual pueda estar a la par con mi ex – pareja, quien quizás ya para ese momento también conoció a alguien y no sentiría mayores molestias al enterarse de mis nuevos andares. Yo pienso que eso es circunstancial. ¿Cuánto tiempo esperar?; ¿un mes?, ¿dos?, ¿un año? Para mí la cosa es simple, el amor no obedece a tiempos, no obedece a periodos, si te volviste a enamorar al día siguiente de tu ruptura pues a buena hora, y que te vaya bien (así que ya sabes, sigue bailando por un sueño jeje). Pienso que es parte del amor que se profesa el desear el bien a la persona con la que compartiste tantos momentos feos o bonitos durante mucho tiempo. Al menos conmigo aplicaron esa filosofía varias veces y, salvo en la primera, no me sentí ofuscado u ofendido. Al contrario, me alegré por la rapidez con la que aquella persona pudo re – encontrar el amor. Cuando me tocó hacer lo mismo, aquella chica de antaño me hizo un cuestionamiento que no olvidaré: “¿tan rápido se te acabó el amor?”, había pasado un mes y medio desde que terminamos, y tuve la suerte de iniciar algo con quien había sido una de mis mejores amigas, de esas que te sirven de “pañuelo”, aunque suene horrible el término. Me sentí mal, no es tan satisfactorio que alguien se resienta contigo, o te tilde de frívolo. Pero ya pasado un tiempo volvimos a conversar sobre el tema de manera muy somera, y me confesó que ella prefirió aguantar tres meses a un buen pretendiente por respeto hacia mí y que una vez que comenzó con él sintió que habían sido tres meses perdidos; que su felicidad ahora era mayor y no porque yo sea menos que aquel buen muchacho, sino porque su complementariedad era más afianzada. Eso es el amor, ¿no?, sentirse bien con alguien y ser feliz. Punto. Nos abrazamos y agradecimos por los buenos ratos que compartimos, y hasta el día de hoy seguimos manteniendo cierto contacto.

Cuando me preguntan si el amor acaba mi respuesta es un poco biológica: pienso que el amor es como la materia, no se acaba, sólo se transforma. Cuando se acaba una relación significativa el amor no se ha terminado, se transformó de amor de pareja a amor humano, el que quizás sea el más duradero (incluso que el de familia). Nunca dejas de preocuparte por esa persona y festejarás sus triunfos o lamentarás sus fracasos. Siempre preguntarás por ella o él en cualquier oportunidad. Y creo, señores, que esa es la manera más sana de dar por culminada una relación sentimental. Entonces conoces a otra persona, te vuelves a enamorar y la vida continúa, tu amor de amigo se transformó en amor de pareja, y quizás un día vuelva a sufrir otra transformación, no se sabrá. Lo que es una realidad comprobada es que el corazón humano es más grande de lo que muchos pensamos, y caben todos los tipos de amores que he mencionado y los que no también. La vida es un carrusel y siempre dará vueltas, resignarse a perder el amor sería simplemente una locura, cuando hay tantas cosas bellas que descubrir y que vivir.

Va dedicado el post para la gente que SIGNIFICA algo en la vida de alguien, y cuyo amor no se dará por perdido. Para aquellos que no estén de acuerdo con mis palabras, conversaremos en un futuro y veremos lo que pasa. Un abrazo.

lunes, 6 de octubre de 2008

Placeres versus Salud


La pelea del siglo…

Cuando uno es joven las preocupaciones no sobrepasan los hitos limítrofes de la satisfacción banal; de hecho prefieres un sábado – domingo alcohólico que un chequeo en algún hospital de la ciudad. ¿Saben qué?, lo comprendo muy bien, en realidad, cuando se vive el asunto comienza a tornarse aún más elocuente, más fácil de entender. Llega un momento en el cual te das cuenta de que las cosas más ricas de la vida son las que más daño te hacen. Los placeres de las comidas, las bebidas, los vinos, las malas noches y otros desenfrenos parecen sólo durar un día. Llega el domingo y dan las 6 de la tarde, ya no sientes dolores de cabeza ni mareos, ya dejaste de vomitar y te sientes lúcido. Piensas que venciste a la resaca; pero el cuerpo es una suerte de ente resentido y callado, sólo se guarda las cosas, y cuando llega el momento apropiado ZOACATE! Te las cobra todititas. Generalmente eso sucede cuando uno llega a cierta edad, tal vez a los 40 o 50 años, ya cuando tuviste algunos hijos, cuando acabaste una carrera, y cuando pudiste haber puesto algún buen negocio que te diera la tan deseada estabilidad que todo peruano quiere para su familia. Sin embargo, y para variar, me salí de lo general, y caí nuevamente en el estrecho mar de las singularidades.

Todo comenzó cuando hace un par de meses mi hermana y mi viejo decidieron dar inicio a un nuevo régimen alimenticio que los alejaría, a la primera, de su indeseado aspecto físico, y al segundo, de algún tipo de mal que pudiera truncar una vejez sin mayores problemas. Empecinados en sus nuevas vidas dejaron todos los placeres que durante años habían adornado la mesa Ravelo; las grasas, los condimentos, las gaseosas, y otros pseudo alimentos serían dejados a un lado por estas dos empeñosas ovejas blancas de la familia. Querían salir como sea de aquel círculo vicioso y grasoso que nos caracterizó durante casi toda nuestra existencia, y para mala suerte de mi evidente envidia, lo lograron. Bajaron varios kilos hasta el día de hoy, y a pesar de sus avances y consejos yo me mantuve terco en mi reglamento interno: “amarás la comida hasta que la muerte los separe”, pues bien, esa especie de matrimonio terminó cuando, asediado por horrorosos dolores de espalda y por insoportables fatigas musculares, decidí ir, finalmente, a chequearme al hospital. Al ser lo gordito que soy lo primero que se me recomendó fue hacerme exámenes de colesterol y triglicéridos, y cuando mi familia esperaba un desenlace de terror las buenas noticias sorprendieron a propios y extraños: mis triglicéridos y mi colesterol estaban de lo mejor. Por un lado le saqué la lengua a todos aquellos que pensaron que mi sangre era prácticamente un rojizo aceite vegetal. Pero el estar bien sanguíneamente condujo a otra posibilidad en la que no había pensado y que era mucho más seria que unas cuantas células adiposas pegadas a mis leucocitos. Lo que me podía estar pasando era algo hormonal… bueno, debo admitir que esa palabra me asusta, y como mierda. Al hacerme los exámenes la fortuna me volvió a sonreír, mi hipófisis brillaba de salud, y mi tiroides estaba más parada que la de cualquiera. Entonces, ¿qué chucha era lo que necesitaba?, pues lo más simple, señores, una buena dieta.

Durante muchos años, familiares, amigos, enamoradas, ex enamoradas, recién conocidos, y hasta cobradores de combie, me hicieron saber y recordar que el hecho de ser gordo era tal vez una de las cosas más risibles y dignas de mofa que pueda poseer un ser social. De hecho es más fácil burlarse de un gordito que de un flaco o un agarrado. Las chapas salen casi naturalmente y es por eso, más que por salud, que la mayoría de gente evita llegar a niveles de sobrepeso. Frases como “te verías muy bien si bajaras”, “no sabes cómo te van a llover las flacas”, o “sólo un poquito nomás, con 15 kilitos basta”, eran el pan de cada día en mi vida rutinaria desde que dejé de ser un niño; claro, cuando era niño las frases eran “ay! Qué lindo el gordito!” cuando ya creces te jodes.

Sin embargo nunca sentí necesario bajar de peso; algunos tíos trujillanos le decían a mis padres que bajaría cuando me enamorara… bueno, me he enamorado unas 5 veces, y en ninguna vi necesario cambiar mi turgente silueta. OK, admito que las veces que fallé en mis intentos de conquistar una chica perdí ante patas delgados, pero me las arreglé con mañas más inteligentes para suplantar esa injusta desventaja. Con el correr del tiempo me resigné a utilizar otros atributos para concederme placeres con el sexo opuesto, y me han servido de mucho, pero todo eso parece no importar cuando la salud comienza a hincarte con sus puntiagudas cuchillas. Por ello decidí comenzar un nuevo régimen de vida que me tiene más que incómodo. Cuando veo mi comida sin arroz o sin algún condimento no me siento yo mismo, me siento otra persona, una persona vacía. En las tardes me muero de hambre y me recomiendan una pinche manzana, ¿qué es una puta manzana?, algo que serviría sólo para cubrir el 0,00000000000001 % de la capacidad de mi primer estómago (debo tener 4 como buen rumiante). En las noches mi sufrimiento es más agudo, ya no puedo hacer mi usual recorrido por las sangucherías de Aviación. Eso sería romper todo lo que hasta ahora he conseguido. Pasaron las dos primeras semanas y dicen que me ha “bajado la cara”, suave recompensa… la siguiente semana más gente se suma a la lista de los que creen que estoy bajando mi inmensa medida abdominal. Pero luego me veo al espejo y “OH! SORPRESA!” sigo siendo el mismo gordito con cara de bonachón de siempre; sí pues, me veo exactamente igual que cada día de mi vida.

Pasó un mes y acudí a mi endocrinóloga. La amable doctora De Las Casas me pesó: 5 kilos menos. Mmm... Digamos que jamás en mi vida me puse alguna meta similar, pero lo que sí sé es que 5 kilos es bastante, es más, muchas vedettes luchan por bajar esa cantidad de kilos sin necesidad de matarse de hambre o de privarse de sus placeres más grasientos; lo cierto es que con el pasar de los días extraño menos las grasas, pero siento que cuando me toque regresar a alguna sanguchería no saldré de ahí en aproximadamente 3 días. No mentiré, no en este blog y por respeto a ustedes, he tenido mis escapadas (gracias Zoraida, gracias Muki), lo admito, pero creo que son tan humanas como las de cualquiera; sin embargo espero la existencia de la justicia divina, que todas esas noches sin haber consumido deliciosas grasas no sean empañadas por el par de veces que pequé de débil. Sólo espero que si algún día me libro de todo mal pueda volver, sin temores, aunque sea una vez al mes a mis verdaderos antros de la perdición, donde seré seguramente siempre bienvenido; después de todo, sin eso creo que perdería parte de mi esencia… y si llego a ser flaco creo que sencillamente dejaría de ser yo. Digamos que estoy hecho para ser gordo, y no me quejo, es sólo el papel que se me dio en el gran teatro del mundo.

A todos mis ex – compañeros de sanguchón, les dedico este post, algún día volveré a acompañarlos, sé que me extrañan, bueno yo sinceramente extraño más la mayonesa y la… chesu, ya se me olvidó el nombre, ah ya, la tártara. Un abrazo.