lunes, 18 de febrero de 2008

Porque son buenos muchachos...

Han pasado casi dos semanas desde que realicé aquella tan voceada reunión onomástica en el seno de mi hogar. La razón por la cual no escribí sobre ello antes de este momento es muy simple: tenía que pasar unos días para que pueda digerir (además del excesivo alcohol, cigarrillos y tortas) las lecciones, enseñanzas y recuerdos que me dejaron, una vez más, mis más grandes amigos; aquellos que utilizaron sus pocos o abundantes recursos para ir hasta mi casa (a la cual no es nada fácil llegar) a pesar de las distancias, sea por la razón que sea, llámese el hecho de tomar, de fumar, de bailar, de reír, de comer los tequeños de mi vieja o simplemente el hecho de esperar algo de buena compañía. Cualquiera haya sido el motivo por el cual mis inseparables e indescriptibles compañeros hayan asistido, estoy seguro, se cumplió totalmente; hasta los que se quedaron dormidos en el sofá la pasaron más que bien.

Durante estas dos semanas anduve meditando sobre el valor de la amistad. Es algo que muy pocos, salvo en momentos de borrachera, solemos mencionar como tema de conversación, ya que en el ambiente criollo esto puede sonar algo cursi o hasta homosexual; pero la gran verdad es que la amistad es algo que de a pocos se ha hecho una poderosa columna en el extendido templo de mi vida afectiva. Recuerdo que en mis épocas escolares tener amigos o no era algo que solucionaba muy fácilmente; dedicándome a cosas muy personales, como vicios, estudios o literatura. Sin embargo conforme fueron pasando los años y viviendo experiencias de todo tipo, empecé a darme cuenta de que un amigo es algo que jamás puedes dejar de lado, por la simple razón de que un amigo jamás te dejaría de lado. Se forma entonces una cadena irrompible, de lazos fuertes e imperecederos. Una relación de amigos va más allá de cualquier relación amorosa altamente biodegradable, de esas que se pueden acabar de manera tan fácil como empezaron. Entonces ellos están ahí, dispuestos a darte la mano, hacerte una broma que te haga olvidar el mal rato que pasaste; ofreciéndote un par de chelas, un vino barato, un trío de puchos, un pisquito, o lo que sea para hacerte sentir mejor.

El sábado pasado llegó la gran mayoría de personas que aprecio (perdonen la lisurita) como mierda, y entre tragos y cagues de risa la pasamos tan chévere que el tiempo se fue volando arribando en un abrir y cerrar de ojos el día siguiente con su solcito playero incluido. Hacía mucho que no los veía a todos juntos, un año para ser exactos, desde que había cumplido 24.

Eran casi las 10 de la noche y aún no me había bañado (¿tenía que hacerlo?). Tocaron la puerta. Eran los primeros invitados, el flaco Joel (alias Gustavo Vasallo), su agradable enamorada, el gran Pecoso y Andrea, la que tiene el honor de soportarlo a diario. Salí de la ducha y me vestí en tiempo record, los recibí, conversamos, rompimos el nerviosismo con unas bromas y externamente todo andaba bien; mi hermana como siempre me ayudó bastante con ese tema. Internamente iba pensando en lo bien que me sentía al ver a dos de mis grandes amigos, mis compinches de antaño, ahora, bien acompañados por dos adorables y engreidoras muchachas; atrás quedaron los tiempos de miseria amorosa, los tiempos en los que las lágrimas empapaban mejillas enamoradas bien acompañadas con el sudor de persecuciones injustas. La esperanza tiene sus frutos. Carajo, se lo merecen. Nos lo merecemos.
En unos minutos más llegaron dos grandes chistosos, criollos del ayer plasmados hoy; dos patazas de la universidad: el tío y Repu… nombres verdaderos: Gabriel y Ernesto, respectivamente. La siempre cara feliz del tío no me dejó otra que alegrarme por su visita. Hacía tiempo que no lo veía, mucho tiempo pasó después de aquellas noches seguidas repletas de karaokes, de buena sangría hawaiana, de risas y de jugar al artista. Su presencia rejuveneció la noche aunque suene irónico, debido a que por algo le decimos tío (no te preocupes, no revelaré tu edad). Lo de Repu es una historia a la cual le pusimos “pause”. Sabía que regresaría en algún momento, sabía que sus ansias de excesivo consumo de alcohol y sus ganas de ponerme chapas (a mí no me engañas, las planeas so-pendejo) lo llevarían de regreso al lugar que tantas veces ensució con sus vómitos, y donde mi abuela tantas veces lo sermoneó sobre su futuro. Sin embargo, a pesar de todo lo mencionado y lo no mencionado, Repu es de esos patas que siempre tendrán un lugar al qué regresar. Al menos en mi casa siempre será bienvenido, por mucho que el water me ha rogado que no lo vuelva a llamar después de ese Cienciano 1 – River 0. Definitivamente uno de los pocos tipos que realmente tienen la palabra “amigo” grabada en su amplia frente estilo Vegeta.

Eran casi las 11 y el flaco Perrin hizo su estelar aparición acompañado por su misterioso séquito de divorciados muchachotes: Joel y Mani. Del flaco ya he hablado mucho, lo he incluido en más de 2 post, lo que quiere decir que es parte de mi contexto de vida, parte de una irrompible relación a prueba de balas. Joel es un inquieto muchacho, tan inquieto como impredecible. Nuestra amistad está cimentada en conversaciones largas y filosóficas sobre nuestro camino a la autorrealización; conoce Alemania y lo envidio por eso, y él envidia mi supuesta e imaginaria suerte con las mujeres, por lo que se ha convertido en uno de los 3 personajes que me ha pedido consejo sobre ese engorroso tema (mi primito y mi ahijado son los otros dos). Se nota a leguas el enorme corazón que posee, contrastando con su pequeño cuerpo; un buen amigo con el que de seguro pasaré más de una buena experiencia, aunque no tan buena como verlo bailando con la movediza Gaby en la sala de mi casa.

Mani es quizás el otro pilar de mi vida universitaria. Su apodo obedece a una serie de factores inertes que nos mostró sobre todo al principio de la carrera. Hoy se ríe, jode, llora y hace buenas bromas, pero como todo buen apodo, “Maniquí” siempre será… lo mismo que sucedería en el hipotético y fantasioso caso de que yo baje 30 kilos. ¿Me dejarían de llamar “gordo”?, pero claro que NO. La fotografía del principio, la cual le da algo de vida a este post, denota la inmensa dicha de posar junto a estos dos grandes compañeros que la vida me ha regalado. De ellos dos, Mani siempre pone el silencio justo, haciendo el equilibrio ante mis arrebatos algo usuales y ante las rabietas que a veces le nacen a Perrin. Verlo en mi casa por segunda vez (en lo que a cumpleaños se refiere) fue un verdadero honor que espero pueda seguir repitiéndose.
Otro que llegó, y por algún motivo no esperaba, es Claudio. Sus alias son muy variados pero todos tienen que ver con el color que Dios le adhirió a su piel, el cual es, digamos, un poco más opaco que el de la mayoría de limeños. Acaba de tener un niño hace unos meses, quizás sea por eso que no lo esperaba; la responsabilidad de criar a Israelito no le corresponde sólo a Mariella (su maravillosa y futura esposa). Sin embargo el negro llegó, con una sandalias por demás playeras y con una estámina realmente demacrada, producto del excesivo trabajo al que está siendo sometido. Por ello su esfuerzo es realmente valorado, al menos por este servidor, quien tendrá siempre un lugar para él en su amplio sofá. Gracias Claudy, y avísame para la próxima pichanga aunque sólo sirva para que te mates de risa mostrando una de tus pocas partes blancas: tus dientes.

No sé qué hora era cuando llegó el chato. Sí, hay uno en cada mancha, como mínimo. Aunque ninguno tan especial como el nuestro. Andrés Escalante, el metódico y retaco hombrecito cuya casa se ha ganado con honores el cartel de “el point”, llegó entre las risas y vítores de quienes lo veíamos después de cierto tiempo. De inmediato le preguntamos por su nueva y engañosa silueta estilo Rey Mysterio, él sólo contesta riéndose como cuy y echando nuevas jodas al aire. Se nota que lo queremos porque siempre le agarramos las tetillas hasta exprimírselas y sus nuevos apodos son tantos que me faltaría espacio para escribirlos. Me quedo con Pilaf (JAJAJA); espero verte pronto chatán.

Me fui junto a Joel (el flaco del principio) y Pecoso a comprar algo de cerveza y al regresar no me había dado cuenta de la presencia de Pablo; mi actual compañero artístico; el hombre de los mil rulos. Toca la guitarra como si literalmente fuera a morirse mañana y canta como Diego Torres quisiera hacerlo. Tenemos almas de artistas que se juntan cada viernes a afinar canciones de manera natural; probando cada vez más cepas de vino. Había llegado y no pude advertir su presencia hasta que me pasó la voz desde su asiento. Lo saludé efusivamente, como los Pornostar sabemos hacerlo. Poco rato pasó para que llegara Marvin y así volvimos a juntarnos los tres después de varios meses. El “feo” está siguiendo un curso de titulación que le costó 800 dólares, es decir, lo que gana por hora en su chamba (JA!!!); por ello su visita tuvo un toque especial que denotó sacrificio y amistad. Esas cosas no se olvidan. Un tipo con el cual se puede hablar de lo que sea sin necesidad de dar explicaciones; claro, hincha de Blades como un servidor, y eso ya dice mucho de él. Junto a esas mencionadas y extrañas criaturas pasé gran parte de mi tiempo matándome de la risa y contando experiencias vergonzosas; llámese “Merlina y Yesabella”, “El ángel y el diablo”, “La verdadera edad de Carlos”, etc. Siempre con el único afán de reírnos de una vida que cada vez se nos pone más jodida. Gracias Pornostar. Que la música nos una aunque la chamba nos separe. (En la foto, extrañas criaturas)


¿Pedro bailando perreo?, sí, hasta abajo y en sanguchito. El apogeo de la fiesta llegó gracias a él, durante los 40 minutos más gloriosos de su vida. El hombre de jengibre no dudó en ejecutar sus más elaborados movimientos dancísticos deleitando al respetable y haciendo creer a los que no lo conocían que se trataba del muchacho más chonguero de Lima. Obviamente el alcohol hizo su parte y él hizo la suya. Verlo tan bailarin me llevó a pensar en las miles de reuniones a las cuales asistió sin hacer otra cosa que esconderse bajo su gorro Nike mientras permanecía sentado en una silla. Pero esta vez no fue así y por eso se la debo. Fue una grata revelación que contribuyó de manera extraordinaria en la realización de mi evento. Pedrito, gracias, y ya sabes, lejos de la PC también eres lo máximo.

Lilo, Gaby y Rocío cumplieron una función por demás complicada: la de hacer que todos estos borrachos bailen como si fuera una fiesta de fin de año y no sólo se dediquen a incrementar el volumen de sus barrigas sentadotes con la chela en la mano. Mención honrosa para ellas, hicieron un buen trabajo. Sin ustedes la reunión no hubiese tenido tantos ratos hilarantes. Mención honrosa para mi vieja y sus tequeños. Para Connie y sus denodados esfuerzos para devolverle la alegría a nuestro hogar. Para mi abuela y su enorme capacidad de aguante en los oídos. Para Homero y su típico “muchachos”. Para charapovo (alias Shipivo enamorado) por sus bailes homosexuales y a su entrañable enamorada (la "bye") por haberse portado tan bien. Para la comadre Yuly, quien musicalizó parte de la noche con sus cálidas y estruendosas risas. Para mi ahijado favorito, Danny, por hacer lo que tal vez yo hubiera hecho en su situación: Darle curso a mi Play Station y no salir para nada a la reu. Para Gonzalo y Alejandro, amigos de mi ex – área con quienes tomé una caja previa a mi reunión. Para el mono, que me arrebató a Gonzalo y a Alejandro con su tono en Producto Peruano (je, mentira simio… nos debemos un salud). Para los que no fueron, porque no sentimos su ausencia pero siempre es bueno recibir “sorrys”. Y así, una lista interminable de personas que contribuyeron con su granito de arena para consolidar toda esta resbalosa duna de gratos momentos que dejó mi cumpleaños número XXV.


Gracias a todos ustedes. Gracias por asistir. Y gracias por ser como son, porque sólo así me podrían caer tan bien. Un abrazo mío creo que alcanza para todos. Y para no hacerla tan cursi: Nos vemos en la próxima chupeta.



Hasta entonces.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Cartas cobardes nunca enviadas (Parte II)


A Pilar Ch.

“Hola Pily:

Es curioso que te escriba ahora, después de tantos años, cuando en esos tiempos te podía ver tan seguido; íbamos a paseos, a la catequesis, a jironear por el centro de la ciudad, como los dos buenos compañeros que fuimos. Es curioso que haya dejado escapar tantas oportunidades para contactarte cuando me moría de ganas de hacerlo, al margen de lo que haya o no pasado entre nosotros en aquellos tiempos. Por último, me parece curioso que después de haber adquirido tanta experiencia me siga poniendo nervioso mientras escribo estas letras y pienso en la posibilidad de que puedas leerlas e imaginar cualquier cosa extraña sobre mí. Quizá no te equivoques, nunca estuve dentro de un parámetro, por lo tanto socialmente no soy normal, es decir, soy anormal para muchos y no los puedo culpar por esa denominación tan a priori, pero cierta en varios aspectos. No te culparía si pensaras eso de mí, justo ahora que creo tener la gran chance de alcanzarte, como si se tratase de intentar alcanzar la estrella más lejana – y con eso me refiero también a la lejanía entre nuestros hogares.

Quizá te hayas enterado de algunas cosas por medio de otros, pero ya es tiempo de que sepas por mí mismo la verdad de las cosas. Y la verdad de las cosas es muy simple: era un niño enamorado de tus ojos y de tu sencillez. Un niño que te miraba pasar con cara de borrego degollado, un niño que jugaba al seductor por un lado, pero que, por el otro, es decir, contigo, arrugaba como un bebé llorón que necesitaba la protección de un adulto. Ni siquiera intenté conquistarte, sólo esperaba la oportunidad más apropiada para encontrar una insinuación tuya, y tus ojos me engañaron tantas veces. No sabes. Y caía de cara contra el piso cada vez que me daba cuenta de que sólo me veías como un infantil amiguito, o peor aún, como casi uno de tus catequizandos. Increíblemente no me llevabas mucha edad, sólo un año. ¿Qué es un año?, ahora nada, en ese entonces diferenciaba a una mujer de un niño con mucha facilidad ante los ojos de todos. Pero ni las diferencias sociales, ni cualquier trago amargo que haya tomado en mi vida pueden sacar de mi cabeza los recuerdos gratos que tengo de ti. Seguro estarás preguntándote “¿cuáles?”, probablemente muy poco me recuerdas y tampoco es para morirse, está dentro de mi presupuesto, por decirlo de alguna forma.

Cada domingo en la iglesia era, para mí, más que un encuentro con Dios, un encuentro con mis más puros sentimientos hacia ti; a pesar de que me relacionaban tanto con la linda G., mis sentidos estaban totalmente direccionados hacia tu llegar, tu quehacer, tu retirada. Pensaba siempre en acompañarte a tomar el bus o la combie que te llevara hasta tu casa en Los Olivos, pero nunca lo hacía sino en grupo y viéndote conversar con cualquiera de nosotros menos conmigo. Mis mañanas dominicales acababan bien cuando mi padre ofrecía llevarte a tu hogar ante la insistencia de mi hermana, quien veía a la Panamericana Norte como un eterno y serpenteante camino de paseos, y tú, tan bella y encantadora, soltabas tus más lindas sonrisas reconociendo y retribuyendo el esfuerzo que significaba para él recorrer tantos kilómetros, gastando el combustible que fácilmente podría hacerle falta durante la semana entrante. Eso lo sabías y con tu sonrisa le agradecías y a él le bastaba, a mí me enamorabas. Luego, cuando me enteré gracias a J.L. de que existía algo llamado “Legión de María”, que se llevaba a cabo los sábados a las 5 p.m. y que además contaba con tu presencia, no dudé ni un segundo en apuntarme y alistarme como el más asiduo legionario sólo por tener la oportunidad de verte unos minutos más que lo usual. Y así era, casi siempre te veía los sábados en la legión, a veces no ibas y me quedaba con las ganas de verte, me iba a vagabundear por jirón, entraba a cualquier lugarete, compraba algún cachivache, me imaginaba regalándote algo y luego regresaba a casa creando mil y un historias huachafas sobre nuestro hipotético e inexistente romance. Los paseos y retiros eran oportunidades perfectas para poder acercarme tanto como quería, o mejor dicho, como podía, a ti. Y es por eso que no lo pensaba dos veces cuando R. nos proponía clubes chosicanos y chaclaqueños, con la vieja y maravillosa excusa de “fortalecer los lazos” de nuestro variopinto equipo y a ritmo de salsa romántica (era fanático, de eso seguro sí te acuerdas) fuimos en repetidas ocasiones hacia dichos paradisíacos antros alejados de la ciudad, donde jugábamos a la pelota, nos bañábamos en la piscina y nos ensuciábamos con el polvo que salía de los pastizales mal cuidados. Todo tan perfecto que hasta parecía un cuento. Pero yo, encerrado en mis ideas tontas y fantasiosas, perdí tantas oportunidades que ni contarlas puedo, en especial aquella oportunidad de la cual me arrepiento a horrores. La verdad es que hasta he soñado con retroceder el tiempo y regresar justo a ese momento. Si no lo recuerdas, te lo narro::

Fue una excursión a un club cuyo nombre no recuerdo, eran casi las 6 de la tarde y el cielo había tomado una coloración rojiza tan bella que ni podía creer que se tratase de Lima. Nos ubicamos en una banca larga, frente al río, tú, mi hermana, J.L. y dos personas más de las que no recuerdo ni siquiera sus rostros. Yo escuchaba canciones roladas por emisoras radiales utilizando mi Walkman, recuerdo que pasaba por las emisoras latinas, Panamericana, luego entraba a Radiomar y me quedé escuchando una canción de Willie Gonzáles que musicalizaba perfectamente tus gestos y movimientos mientras conversabas con el resto de chicos. De pronto viro mi rostro hacia el barranco, y el río se veía tan libre que llamó mi atención por completo. No sé cuánto tiempo estuve viendo el río, sólo recuerdo que al regresar mi vista hacia la banca estabas sentada tú, solamente tú y nadie más. Mi corazón se me subió a la garganta y comenzó a latir tan rápido como aquel caudaloso río y cuando escuché tu “Rubén, siéntate, ven”, prácticamente sentía venir una taquicardia. Tardé más de lo debido en sentarme a tu lado, y tú te me pegaste un poco, me quitaste el audífono derecho y comenzaste a escuchar la misma música que yo escuchaba. Mi sudor ya se traducía en gruesas gotas que eran absorbidas por el polvo acomodado en mi rostro después de un día de diversión y mucha suciedad. Por instinto, y nerviosismo extremo, cambié la emisora y llegué a una estación cumbiambera. Aguamarina sonaba al son de su “tu amor fue una mentira”. Eran los mejores tiempos de la cumbia norteña y los limeños comenzábamos a asimilarla como parte de nuestro contexto cotidiano. Rápidamente soltaste un comentario que aligeró un poco el tenso ambiente, al menos por mi lado: “no me gustaba esa canción, pero ahora sí me gusta, adivina por culpa de quién”, no te miré mientras mencionaste esa frase, pero estabas tan cerca que sentí el cálido viento que provenía de tu boca, oyendo esa voz que denotaba risa y gracia. Recordé que mi hermana se había vuelto una gran seguidora de la cumbia y su nombre fue lo primero que se me ocurrió, y lo solté: “¿Rocío?” – te empezaste a reír como si hubiese hecho una buena broma y yo te seguí casi de forma subconsciente mientras decías que había acertado. De pronto nos quedamos callados, muy juntos, a menos de 10 centímetros de distancia. Comencé a temblar al darme cuenta de que EN VERDAD estábamos absolutamente solos, de que ni siquiera el ruido de los autos se podía escuchar en esos segundos tan mágicos. De pronto recostaste tu cabeza en mi hombro derecho, y yo estaba al borde de la locura. Aguamarina seguía sonando.

Todos los discursos tristemente ensayados se fueron al diablo, en ese momento nada pude hacer, el cassette se me borró, no había preparación que valga, simplemente la timidez me devoró como a un bocado. Los minutos pasaban y la presión se hacía cada vez más pesada, tenía que hacer algo y tenía que ser rápido. No calculé el tiempo que estuvimos en silencio mientras tu hermoso rostro llenaba mi hombro de divinidad, pero sé que fue mucho más de lo que cualquier muchacho promedio hubiese requerido para declararse a cualquier chica que le gustara. Cuando J.L. llegó con unos helados supe que la había cagado. Y de qué forma. Todos volvieron a la banca y, metros atrás, arribaba el segundo grupo que estábamos esperando desde hacía buen rato. Lentamente sacaste tu cabeza de mi hombro, y volviste a sonreír para ellos mientras ibas abriendo la envoltura de tu helado. Telúricamente atónito, sólo pude ver tu indiferencia hacia mí, como si nada hubiera pasado, como si no hubieses imaginado nada de lo que pasó por mi mente – obvio, era mi mente, no la tuya. Completos todos, procedimos a salir del club y yo, en silencio, le iba diciendo adiós a la posibilidad de, si quiera, expresarte lo que sentía.

Los siguientes días fueron de mucha confusión. Ya todos sabían que me gustabas y no faltaban chismes, bromas y burlas al respecto, aunque en realidad yo no me sentía tan mal por eso, sino porque sabiendo que me gustabas comenzaste a ejercer un pequeño y sutil alejamiento de mi lado. No quedaste como sobrada ni vanidosa, mucho menos como la típica mujer egocéntrica a la cual le encanta ser afanada. Eso es meritorio en ti.

Semanas después invito a Y. a la catequesis. Lo consideraba, en ese entonces, como mi mejor amigo, y pensé que alivianaría mi malestar con su compañía incondicional. Lamentablemente no fue así y en menos de un mes, después de un retiro espiritual al cual no pude ir por problemas de salud, las campanas eclesiásticas representadas en veloces murmuraciones, anunciaron su emparejamiento. Me sentí traicionado, pero no precisamente por la “competencia” perdida, sino por la forma sombría como se dieron las cosas, situaciones que no me corresponde detallarte, y menos por este medio. Salí abruptamente de la catequesis y arrastré a mi hermana en un lío totalmente mío; ya no podía seguir estando con ustedes, mi imagen andaba por los suelos, mi autoestima también. Fue un golpe fuerte, que hoy me convence totalmente de que los sentimientos no se miden por la edad, sino por la intensidad. Y lo que sentí por ti fue tan intenso que hasta hoy siento algunos rezagos. Tiempo después, Y. y yo nos volvimos a ver, cuando surgió la idea (no mía) de salir en grupo junto con M. y G., mi hermana también se apuntó, y J.L. fue otro de los presentes (faltabas tú, creo que trataron de ubicarte, aunque en el fondo no quería que estés… no sé cómo hubiese reaccionado). Para ese momento creo, sólo creo, que tu relación con Y. había culminado, él y yo no hablamos nada al respecto, yo ya no tenía resentimientos, aunque tampoco le devolví mi confianza, la pasamos bien pero finiquitamos con un “hasta pronto” que ni un inocente bebé se hubiese creído. Hasta el día de hoy no he vuelto a saber nada de él.

Al año siguiente reintenté, ya algo más cuajado, una relación con G. pero los resultados no fueron nada auspiciosos, aunque de verdad siento que si le hubiésemos puesto el esfuerzo necesario las cosas hubieran marchado de maravillas, pero no fue así y lamentarse no sirve en estos tiempos tan poco misericordiosos. Rehice mi vida y mi autoestima en la academia, luego en la universidad; créeme, me ha ido bien y eso no quiere decir que todo haya salido como quise. Pero me fue bien, no sé si me entiendas, tengo fe de que sí. Ahora soy más fuerte, aunque mis inmadureces me siguen costando caro, no lo niego, pero es parte del aprender. Me hubiese gustado aprender contigo, junto a ti. No sé si ya esté delirando, pero tengo la clara certeza de que hubiese madurado contigo y que nos estaría yendo bien si hubiésemos iniciado algo los dos, algo más que una amistad. ¿Qué faltó?, ¿gustarte?, es lo principal. No te gustaba o tal vez sí, ahora que he vivido tantas cosas últimamente y tenido tantas sorpresas nada me agarraría desprevenido, aunque la verdad si me entero de que te gustaba me volveré aún más loco de lo que estoy. Faltó, quizás, más atrevimiento de mi parte. Si supieras que eso es lo que me ha sobrado en los últimos años. Hay tantas cosas que contar, tanto que conversar.

Tengo la dirección de tu casa en los Olivos en un papel arrugado que encontré en una de esas casacas que usaba, esas que ya no me quedan. Espero que sigas viviendo ahí, de lo contrario esta carta no podrá llegar a tus manos (aunque sinceramente no creo que te la envíe).

Espero que estés bien, muchos saludos a tu familia. Y aprovecho para decirte algo que hoy digo con relativa facilidad a muchas personas, pero que, estúpidamente, nunca te dije a ti:

Te quiero, Pily.



Un abrazo, Rubén.




Lima, 13 de Julio del 2003”.