
A Pilar Ch.
“Hola Pily:
Es curioso que te escriba ahora, después de tantos años, cuando en esos tiempos te podía ver tan seguido; íbamos a paseos, a la catequesis, a jironear por el centro de la ciudad, como los dos buenos compañeros que fuimos. Es curioso que haya dejado escapar tantas oportunidades para contactarte cuando me moría de ganas de hacerlo, al margen de lo que haya o no pasado entre nosotros en aquellos tiempos. Por último, me parece curioso que después de haber adquirido tanta experiencia me siga poniendo nervioso mientras escribo estas letras y pienso en la posibilidad de que puedas leerlas e imaginar cualquier cosa extraña sobre mí. Quizá no te equivoques, nunca estuve dentro de un parámetro, por lo tanto socialmente no soy normal, es decir, soy anormal para muchos y no los puedo culpar por esa denominación tan a priori, pero cierta en varios aspectos. No te culparía si pensaras eso de mí, justo ahora que creo tener la gran chance de alcanzarte, como si se tratase de intentar alcanzar la estrella más lejana – y con eso me refiero también a la lejanía entre nuestros hogares.
Quizá te hayas enterado de algunas cosas por medio de otros, pero ya es tiempo de que sepas por mí mismo la verdad de las cosas. Y la verdad de las cosas es muy simple: era un niño enamorado de tus ojos y de tu sencillez. Un niño que te miraba pasar con cara de borrego degollado, un niño que jugaba al seductor por un lado, pero que, por el otro, es decir, contigo, arrugaba como un bebé llorón que necesitaba la protección de un adulto. Ni siquiera intenté conquistarte, sólo esperaba la oportunidad más apropiada para encontrar una insinuación tuya, y tus ojos me engañaron tantas veces. No sabes. Y caía de cara contra el piso cada vez que me daba cuenta de que sólo me veías como un infantil amiguito, o peor aún, como casi uno de tus catequizandos. Increíblemente no me llevabas mucha edad, sólo un año. ¿Qué es un año?, ahora nada, en ese entonces diferenciaba a una mujer de un niño con mucha facilidad ante los ojos de todos. Pero ni las diferencias sociales, ni cualquier trago amargo que haya tomado en mi vida pueden sacar de mi cabeza los recuerdos gratos que tengo de ti. Seguro estarás preguntándote “¿cuáles?”, probablemente muy poco me recuerdas y tampoco es para morirse, está dentro de mi presupuesto, por decirlo de alguna forma.
Cada domingo en la iglesia era, para mí, más que un encuentro con Dios, un encuentro con mis más puros sentimientos hacia ti; a pesar de que me relacionaban tanto con la linda G., mis sentidos estaban totalmente direccionados hacia tu llegar, tu quehacer, tu retirada. Pensaba siempre en acompañarte a tomar el bus o la combie que te llevara hasta tu casa en Los Olivos, pero nunca lo hacía sino en grupo y viéndote conversar con cualquiera de nosotros menos conmigo. Mis mañanas dominicales acababan bien cuando mi padre ofrecía llevarte a tu hogar ante la insistencia de mi hermana, quien veía a la Panamericana Norte como un eterno y serpenteante camino de paseos, y tú, tan bella y encantadora, soltabas tus más lindas sonrisas reconociendo y retribuyendo el esfuerzo que significaba para él recorrer tantos kilómetros, gastando el combustible que fácilmente podría hacerle falta durante la semana entrante. Eso lo sabías y con tu sonrisa le agradecías y a él le bastaba, a mí me enamorabas. Luego, cuando me enteré gracias a J.L. de que existía algo llamado “Legión de María”, que se llevaba a cabo los sábados a las 5 p.m. y que además contaba con tu presencia, no dudé ni un segundo en apuntarme y alistarme como el más asiduo legionario sólo por tener la oportunidad de verte unos minutos más que lo usual. Y así era, casi siempre te veía los sábados en la legión, a veces no ibas y me quedaba con las ganas de verte, me iba a vagabundear por jirón, entraba a cualquier lugarete, compraba algún cachivache, me imaginaba regalándote algo y luego regresaba a casa creando mil y un historias huachafas sobre nuestro hipotético e inexistente romance. Los paseos y retiros eran oportunidades perfectas para poder acercarme tanto como quería, o mejor dicho, como podía, a ti. Y es por eso que no lo pensaba dos veces cuando R. nos proponía clubes chosicanos y chaclaqueños, con la vieja y maravillosa excusa de “fortalecer los lazos” de nuestro variopinto equipo y a ritmo de salsa romántica (era fanático, de eso seguro sí te acuerdas) fuimos en repetidas ocasiones hacia dichos paradisíacos antros alejados de la ciudad, donde jugábamos a la pelota, nos bañábamos en la piscina y nos ensuciábamos con el polvo que salía de los pastizales mal cuidados. Todo tan perfecto que hasta parecía un cuento. Pero yo, encerrado en mis ideas tontas y fantasiosas, perdí tantas oportunidades que ni contarlas puedo, en especial aquella oportunidad de la cual me arrepiento a horrores. La verdad es que hasta he soñado con retroceder el tiempo y regresar justo a ese momento. Si no lo recuerdas, te lo narro::
Fue una excursión a un club cuyo nombre no recuerdo, eran casi las 6 de la tarde y el cielo había tomado una coloración rojiza tan bella que ni podía creer que se tratase de Lima. Nos ubicamos en una banca larga, frente al río, tú, mi hermana, J.L. y dos personas más de las que no recuerdo ni siquiera sus rostros. Yo escuchaba canciones roladas por emisoras radiales utilizando mi Walkman, recuerdo que pasaba por las emisoras latinas, Panamericana, luego entraba a Radiomar y me quedé escuchando una canción de Willie Gonzáles que musicalizaba perfectamente tus gestos y movimientos mientras conversabas con el resto de chicos. De pronto viro mi rostro hacia el barranco, y el río se veía tan libre que llamó mi atención por completo. No sé cuánto tiempo estuve viendo el río, sólo recuerdo que al regresar mi vista hacia la banca estabas sentada tú, solamente tú y nadie más. Mi corazón se me subió a la garganta y comenzó a latir tan rápido como aquel caudaloso río y cuando escuché tu “Rubén, siéntate, ven”, prácticamente sentía venir una taquicardia. Tardé más de lo debido en sentarme a tu lado, y tú te me pegaste un poco, me quitaste el audífono derecho y comenzaste a escuchar la misma música que yo escuchaba. Mi sudor ya se traducía en gruesas gotas que eran absorbidas por el polvo acomodado en mi rostro después de un día de diversión y mucha suciedad. Por instinto, y nerviosismo extremo, cambié la emisora y llegué a una estación cumbiambera. Aguamarina sonaba al son de su “tu amor fue una mentira”. Eran los mejores tiempos de la cumbia norteña y los limeños comenzábamos a asimilarla como parte de nuestro contexto cotidiano. Rápidamente soltaste un comentario que aligeró un poco el tenso ambiente, al menos por mi lado: “no me gustaba esa canción, pero ahora sí me gusta, adivina por culpa de quién”, no te miré mientras mencionaste esa frase, pero estabas tan cerca que sentí el cálido viento que provenía de tu boca, oyendo esa voz que denotaba risa y gracia. Recordé que mi hermana se había vuelto una gran seguidora de la cumbia y su nombre fue lo primero que se me ocurrió, y lo solté: “¿Rocío?” – te empezaste a reír como si hubiese hecho una buena broma y yo te seguí casi de forma subconsciente mientras decías que había acertado. De pronto nos quedamos callados, muy juntos, a menos de 10 centímetros de distancia. Comencé a temblar al darme cuenta de que EN VERDAD estábamos absolutamente solos, de que ni siquiera el ruido de los autos se podía escuchar en esos segundos tan mágicos. De pronto recostaste tu cabeza en mi hombro derecho, y yo estaba al borde de la locura. Aguamarina seguía sonando.
Todos los discursos tristemente ensayados se fueron al diablo, en ese momento nada pude hacer, el cassette se me borró, no había preparación que valga, simplemente la timidez me devoró como a un bocado. Los minutos pasaban y la presión se hacía cada vez más pesada, tenía que hacer algo y tenía que ser rápido. No calculé el tiempo que estuvimos en silencio mientras tu hermoso rostro llenaba mi hombro de divinidad, pero sé que fue mucho más de lo que cualquier muchacho promedio hubiese requerido para declararse a cualquier chica que le gustara. Cuando J.L. llegó con unos helados supe que la había cagado. Y de qué forma. Todos volvieron a la banca y, metros atrás, arribaba el segundo grupo que estábamos esperando desde hacía buen rato. Lentamente sacaste tu cabeza de mi hombro, y volviste a sonreír para ellos mientras ibas abriendo la envoltura de tu helado. Telúricamente atónito, sólo pude ver tu indiferencia hacia mí, como si nada hubiera pasado, como si no hubieses imaginado nada de lo que pasó por mi mente – obvio, era mi mente, no la tuya. Completos todos, procedimos a salir del club y yo, en silencio, le iba diciendo adiós a la posibilidad de, si quiera, expresarte lo que sentía.
Los siguientes días fueron de mucha confusión. Ya todos sabían que me gustabas y no faltaban chismes, bromas y burlas al respecto, aunque en realidad yo no me sentía tan mal por eso, sino porque sabiendo que me gustabas comenzaste a ejercer un pequeño y sutil alejamiento de mi lado. No quedaste como sobrada ni vanidosa, mucho menos como la típica mujer egocéntrica a la cual le encanta ser afanada. Eso es meritorio en ti.
Semanas después invito a Y. a la catequesis. Lo consideraba, en ese entonces, como mi mejor amigo, y pensé que alivianaría mi malestar con su compañía incondicional. Lamentablemente no fue así y en menos de un mes, después de un retiro espiritual al cual no pude ir por problemas de salud, las campanas eclesiásticas representadas en veloces murmuraciones, anunciaron su emparejamiento. Me sentí traicionado, pero no precisamente por la “competencia” perdida, sino por la forma sombría como se dieron las cosas, situaciones que no me corresponde detallarte, y menos por este medio. Salí abruptamente de la catequesis y arrastré a mi hermana en un lío totalmente mío; ya no podía seguir estando con ustedes, mi imagen andaba por los suelos, mi autoestima también. Fue un golpe fuerte, que hoy me convence totalmente de que los sentimientos no se miden por la edad, sino por la intensidad. Y lo que sentí por ti fue tan intenso que hasta hoy siento algunos rezagos. Tiempo después, Y. y yo nos volvimos a ver, cuando surgió la idea (no mía) de salir en grupo junto con M. y G., mi hermana también se apuntó, y J.L. fue otro de los presentes (faltabas tú, creo que trataron de ubicarte, aunque en el fondo no quería que estés… no sé cómo hubiese reaccionado). Para ese momento creo, sólo creo, que tu relación con Y. había culminado, él y yo no hablamos nada al respecto, yo ya no tenía resentimientos, aunque tampoco le devolví mi confianza, la pasamos bien pero finiquitamos con un “hasta pronto” que ni un inocente bebé se hubiese creído. Hasta el día de hoy no he vuelto a saber nada de él.
Al año siguiente reintenté, ya algo más cuajado, una relación con G. pero los resultados no fueron nada auspiciosos, aunque de verdad siento que si le hubiésemos puesto el esfuerzo necesario las cosas hubieran marchado de maravillas, pero no fue así y lamentarse no sirve en estos tiempos tan poco misericordiosos. Rehice mi vida y mi autoestima en la academia, luego en la universidad; créeme, me ha ido bien y eso no quiere decir que todo haya salido como quise. Pero me fue bien, no sé si me entiendas, tengo fe de que sí. Ahora soy más fuerte, aunque mis inmadureces me siguen costando caro, no lo niego, pero es parte del aprender. Me hubiese gustado aprender contigo, junto a ti. No sé si ya esté delirando, pero tengo la clara certeza de que hubiese madurado contigo y que nos estaría yendo bien si hubiésemos iniciado algo los dos, algo más que una amistad. ¿Qué faltó?, ¿gustarte?, es lo principal. No te gustaba o tal vez sí, ahora que he vivido tantas cosas últimamente y tenido tantas sorpresas nada me agarraría desprevenido, aunque la verdad si me entero de que te gustaba me volveré aún más loco de lo que estoy. Faltó, quizás, más atrevimiento de mi parte. Si supieras que eso es lo que me ha sobrado en los últimos años. Hay tantas cosas que contar, tanto que conversar.
Tengo la dirección de tu casa en los Olivos en un papel arrugado que encontré en una de esas casacas que usaba, esas que ya no me quedan. Espero que sigas viviendo ahí, de lo contrario esta carta no podrá llegar a tus manos (aunque sinceramente no creo que te la envíe).
Espero que estés bien, muchos saludos a tu familia. Y aprovecho para decirte algo que hoy digo con relativa facilidad a muchas personas, pero que, estúpidamente, nunca te dije a ti:
Te quiero, Pily.
Un abrazo, Rubén.
Lima, 13 de Julio del 2003”.
Es curioso que te escriba ahora, después de tantos años, cuando en esos tiempos te podía ver tan seguido; íbamos a paseos, a la catequesis, a jironear por el centro de la ciudad, como los dos buenos compañeros que fuimos. Es curioso que haya dejado escapar tantas oportunidades para contactarte cuando me moría de ganas de hacerlo, al margen de lo que haya o no pasado entre nosotros en aquellos tiempos. Por último, me parece curioso que después de haber adquirido tanta experiencia me siga poniendo nervioso mientras escribo estas letras y pienso en la posibilidad de que puedas leerlas e imaginar cualquier cosa extraña sobre mí. Quizá no te equivoques, nunca estuve dentro de un parámetro, por lo tanto socialmente no soy normal, es decir, soy anormal para muchos y no los puedo culpar por esa denominación tan a priori, pero cierta en varios aspectos. No te culparía si pensaras eso de mí, justo ahora que creo tener la gran chance de alcanzarte, como si se tratase de intentar alcanzar la estrella más lejana – y con eso me refiero también a la lejanía entre nuestros hogares.
Quizá te hayas enterado de algunas cosas por medio de otros, pero ya es tiempo de que sepas por mí mismo la verdad de las cosas. Y la verdad de las cosas es muy simple: era un niño enamorado de tus ojos y de tu sencillez. Un niño que te miraba pasar con cara de borrego degollado, un niño que jugaba al seductor por un lado, pero que, por el otro, es decir, contigo, arrugaba como un bebé llorón que necesitaba la protección de un adulto. Ni siquiera intenté conquistarte, sólo esperaba la oportunidad más apropiada para encontrar una insinuación tuya, y tus ojos me engañaron tantas veces. No sabes. Y caía de cara contra el piso cada vez que me daba cuenta de que sólo me veías como un infantil amiguito, o peor aún, como casi uno de tus catequizandos. Increíblemente no me llevabas mucha edad, sólo un año. ¿Qué es un año?, ahora nada, en ese entonces diferenciaba a una mujer de un niño con mucha facilidad ante los ojos de todos. Pero ni las diferencias sociales, ni cualquier trago amargo que haya tomado en mi vida pueden sacar de mi cabeza los recuerdos gratos que tengo de ti. Seguro estarás preguntándote “¿cuáles?”, probablemente muy poco me recuerdas y tampoco es para morirse, está dentro de mi presupuesto, por decirlo de alguna forma.
Cada domingo en la iglesia era, para mí, más que un encuentro con Dios, un encuentro con mis más puros sentimientos hacia ti; a pesar de que me relacionaban tanto con la linda G., mis sentidos estaban totalmente direccionados hacia tu llegar, tu quehacer, tu retirada. Pensaba siempre en acompañarte a tomar el bus o la combie que te llevara hasta tu casa en Los Olivos, pero nunca lo hacía sino en grupo y viéndote conversar con cualquiera de nosotros menos conmigo. Mis mañanas dominicales acababan bien cuando mi padre ofrecía llevarte a tu hogar ante la insistencia de mi hermana, quien veía a la Panamericana Norte como un eterno y serpenteante camino de paseos, y tú, tan bella y encantadora, soltabas tus más lindas sonrisas reconociendo y retribuyendo el esfuerzo que significaba para él recorrer tantos kilómetros, gastando el combustible que fácilmente podría hacerle falta durante la semana entrante. Eso lo sabías y con tu sonrisa le agradecías y a él le bastaba, a mí me enamorabas. Luego, cuando me enteré gracias a J.L. de que existía algo llamado “Legión de María”, que se llevaba a cabo los sábados a las 5 p.m. y que además contaba con tu presencia, no dudé ni un segundo en apuntarme y alistarme como el más asiduo legionario sólo por tener la oportunidad de verte unos minutos más que lo usual. Y así era, casi siempre te veía los sábados en la legión, a veces no ibas y me quedaba con las ganas de verte, me iba a vagabundear por jirón, entraba a cualquier lugarete, compraba algún cachivache, me imaginaba regalándote algo y luego regresaba a casa creando mil y un historias huachafas sobre nuestro hipotético e inexistente romance. Los paseos y retiros eran oportunidades perfectas para poder acercarme tanto como quería, o mejor dicho, como podía, a ti. Y es por eso que no lo pensaba dos veces cuando R. nos proponía clubes chosicanos y chaclaqueños, con la vieja y maravillosa excusa de “fortalecer los lazos” de nuestro variopinto equipo y a ritmo de salsa romántica (era fanático, de eso seguro sí te acuerdas) fuimos en repetidas ocasiones hacia dichos paradisíacos antros alejados de la ciudad, donde jugábamos a la pelota, nos bañábamos en la piscina y nos ensuciábamos con el polvo que salía de los pastizales mal cuidados. Todo tan perfecto que hasta parecía un cuento. Pero yo, encerrado en mis ideas tontas y fantasiosas, perdí tantas oportunidades que ni contarlas puedo, en especial aquella oportunidad de la cual me arrepiento a horrores. La verdad es que hasta he soñado con retroceder el tiempo y regresar justo a ese momento. Si no lo recuerdas, te lo narro::
Fue una excursión a un club cuyo nombre no recuerdo, eran casi las 6 de la tarde y el cielo había tomado una coloración rojiza tan bella que ni podía creer que se tratase de Lima. Nos ubicamos en una banca larga, frente al río, tú, mi hermana, J.L. y dos personas más de las que no recuerdo ni siquiera sus rostros. Yo escuchaba canciones roladas por emisoras radiales utilizando mi Walkman, recuerdo que pasaba por las emisoras latinas, Panamericana, luego entraba a Radiomar y me quedé escuchando una canción de Willie Gonzáles que musicalizaba perfectamente tus gestos y movimientos mientras conversabas con el resto de chicos. De pronto viro mi rostro hacia el barranco, y el río se veía tan libre que llamó mi atención por completo. No sé cuánto tiempo estuve viendo el río, sólo recuerdo que al regresar mi vista hacia la banca estabas sentada tú, solamente tú y nadie más. Mi corazón se me subió a la garganta y comenzó a latir tan rápido como aquel caudaloso río y cuando escuché tu “Rubén, siéntate, ven”, prácticamente sentía venir una taquicardia. Tardé más de lo debido en sentarme a tu lado, y tú te me pegaste un poco, me quitaste el audífono derecho y comenzaste a escuchar la misma música que yo escuchaba. Mi sudor ya se traducía en gruesas gotas que eran absorbidas por el polvo acomodado en mi rostro después de un día de diversión y mucha suciedad. Por instinto, y nerviosismo extremo, cambié la emisora y llegué a una estación cumbiambera. Aguamarina sonaba al son de su “tu amor fue una mentira”. Eran los mejores tiempos de la cumbia norteña y los limeños comenzábamos a asimilarla como parte de nuestro contexto cotidiano. Rápidamente soltaste un comentario que aligeró un poco el tenso ambiente, al menos por mi lado: “no me gustaba esa canción, pero ahora sí me gusta, adivina por culpa de quién”, no te miré mientras mencionaste esa frase, pero estabas tan cerca que sentí el cálido viento que provenía de tu boca, oyendo esa voz que denotaba risa y gracia. Recordé que mi hermana se había vuelto una gran seguidora de la cumbia y su nombre fue lo primero que se me ocurrió, y lo solté: “¿Rocío?” – te empezaste a reír como si hubiese hecho una buena broma y yo te seguí casi de forma subconsciente mientras decías que había acertado. De pronto nos quedamos callados, muy juntos, a menos de 10 centímetros de distancia. Comencé a temblar al darme cuenta de que EN VERDAD estábamos absolutamente solos, de que ni siquiera el ruido de los autos se podía escuchar en esos segundos tan mágicos. De pronto recostaste tu cabeza en mi hombro derecho, y yo estaba al borde de la locura. Aguamarina seguía sonando.
Todos los discursos tristemente ensayados se fueron al diablo, en ese momento nada pude hacer, el cassette se me borró, no había preparación que valga, simplemente la timidez me devoró como a un bocado. Los minutos pasaban y la presión se hacía cada vez más pesada, tenía que hacer algo y tenía que ser rápido. No calculé el tiempo que estuvimos en silencio mientras tu hermoso rostro llenaba mi hombro de divinidad, pero sé que fue mucho más de lo que cualquier muchacho promedio hubiese requerido para declararse a cualquier chica que le gustara. Cuando J.L. llegó con unos helados supe que la había cagado. Y de qué forma. Todos volvieron a la banca y, metros atrás, arribaba el segundo grupo que estábamos esperando desde hacía buen rato. Lentamente sacaste tu cabeza de mi hombro, y volviste a sonreír para ellos mientras ibas abriendo la envoltura de tu helado. Telúricamente atónito, sólo pude ver tu indiferencia hacia mí, como si nada hubiera pasado, como si no hubieses imaginado nada de lo que pasó por mi mente – obvio, era mi mente, no la tuya. Completos todos, procedimos a salir del club y yo, en silencio, le iba diciendo adiós a la posibilidad de, si quiera, expresarte lo que sentía.
Los siguientes días fueron de mucha confusión. Ya todos sabían que me gustabas y no faltaban chismes, bromas y burlas al respecto, aunque en realidad yo no me sentía tan mal por eso, sino porque sabiendo que me gustabas comenzaste a ejercer un pequeño y sutil alejamiento de mi lado. No quedaste como sobrada ni vanidosa, mucho menos como la típica mujer egocéntrica a la cual le encanta ser afanada. Eso es meritorio en ti.
Semanas después invito a Y. a la catequesis. Lo consideraba, en ese entonces, como mi mejor amigo, y pensé que alivianaría mi malestar con su compañía incondicional. Lamentablemente no fue así y en menos de un mes, después de un retiro espiritual al cual no pude ir por problemas de salud, las campanas eclesiásticas representadas en veloces murmuraciones, anunciaron su emparejamiento. Me sentí traicionado, pero no precisamente por la “competencia” perdida, sino por la forma sombría como se dieron las cosas, situaciones que no me corresponde detallarte, y menos por este medio. Salí abruptamente de la catequesis y arrastré a mi hermana en un lío totalmente mío; ya no podía seguir estando con ustedes, mi imagen andaba por los suelos, mi autoestima también. Fue un golpe fuerte, que hoy me convence totalmente de que los sentimientos no se miden por la edad, sino por la intensidad. Y lo que sentí por ti fue tan intenso que hasta hoy siento algunos rezagos. Tiempo después, Y. y yo nos volvimos a ver, cuando surgió la idea (no mía) de salir en grupo junto con M. y G., mi hermana también se apuntó, y J.L. fue otro de los presentes (faltabas tú, creo que trataron de ubicarte, aunque en el fondo no quería que estés… no sé cómo hubiese reaccionado). Para ese momento creo, sólo creo, que tu relación con Y. había culminado, él y yo no hablamos nada al respecto, yo ya no tenía resentimientos, aunque tampoco le devolví mi confianza, la pasamos bien pero finiquitamos con un “hasta pronto” que ni un inocente bebé se hubiese creído. Hasta el día de hoy no he vuelto a saber nada de él.
Al año siguiente reintenté, ya algo más cuajado, una relación con G. pero los resultados no fueron nada auspiciosos, aunque de verdad siento que si le hubiésemos puesto el esfuerzo necesario las cosas hubieran marchado de maravillas, pero no fue así y lamentarse no sirve en estos tiempos tan poco misericordiosos. Rehice mi vida y mi autoestima en la academia, luego en la universidad; créeme, me ha ido bien y eso no quiere decir que todo haya salido como quise. Pero me fue bien, no sé si me entiendas, tengo fe de que sí. Ahora soy más fuerte, aunque mis inmadureces me siguen costando caro, no lo niego, pero es parte del aprender. Me hubiese gustado aprender contigo, junto a ti. No sé si ya esté delirando, pero tengo la clara certeza de que hubiese madurado contigo y que nos estaría yendo bien si hubiésemos iniciado algo los dos, algo más que una amistad. ¿Qué faltó?, ¿gustarte?, es lo principal. No te gustaba o tal vez sí, ahora que he vivido tantas cosas últimamente y tenido tantas sorpresas nada me agarraría desprevenido, aunque la verdad si me entero de que te gustaba me volveré aún más loco de lo que estoy. Faltó, quizás, más atrevimiento de mi parte. Si supieras que eso es lo que me ha sobrado en los últimos años. Hay tantas cosas que contar, tanto que conversar.
Tengo la dirección de tu casa en los Olivos en un papel arrugado que encontré en una de esas casacas que usaba, esas que ya no me quedan. Espero que sigas viviendo ahí, de lo contrario esta carta no podrá llegar a tus manos (aunque sinceramente no creo que te la envíe).
Espero que estés bien, muchos saludos a tu familia. Y aprovecho para decirte algo que hoy digo con relativa facilidad a muchas personas, pero que, estúpidamente, nunca te dije a ti:
Te quiero, Pily.
Un abrazo, Rubén.
Lima, 13 de Julio del 2003”.
Hay muchas formas de enfocar estas experiencias, pero me seduce más la idea de lo linda que es la etapa adolescente, llena de sueños, de timidez platónica, pero en el fondo con una puereza increíble, lejos de la contaminación del juicio y del prejuicio. Y es porque en escencia éso es lo somos interiormente. Gracias por hacerme recordar lo que yo también he vivido.
ResponderEliminarYa me hiciste llorar :(
ResponderEliminarNo sé qué pensaría Pilar ahora si leyera esta carta, a mí desde luego me has seducido con tus formas, tu transparencia, tu sencillez y ese halo melancólico que subyace en toda la declaración. Titulas este post: "Cartas cobardes..." bueno, no me parece que fueras cobarde ni entonces ni ahora, ya sólo el hecho de sacar fuera lo que sientes es un acto puro de valentía. A veces simplemente o no es el momento, o realmente no es la persona. Yo creo que lo más bonito de esas situaciones no es en sí mismo conseguir el beso correspondido de la persona a la que amas, yo creo que lo realmente valioso es que esa persona consigue que tú, al amarla, quieras sacar lo mejor de ti mismo, y puede que en aquel momento no supieras cómo hacerlo,pero con estas palabras tan sinceras ella sí lo ha conseguido, y tú... la paz contigo mismo al hacerlo.
ResponderEliminarUn abrazonube.
Rosa.
Hola, Rosa.
EliminarAdiós, Rosa...
PD. Lo siento, no sé qué decirte, me has dejado sin palabras. Supongo que este es el precio de escribir: no calcular las distintas reacciones que lo que escribas pueda provocar, al punto de hasta intimidarte con ellas (¿ves que sí soy un cobarde?). Gracias por leer, gracias.