domingo, 31 de agosto de 2014

Humildad, soberbia... hipocresía

Hace unos días, en el marco de una acalorada discusión, alguien me dijo que me creo «superior a los demás». No es la primera vez que me lo dicen. De hecho, admito que soy soberbio en ciertas cosas -si se puede ser soberbio de forma parcial-, considerando que ser soberbio es aceptar, y presumir de -según las exigencias del momento-, que superas en algo a alguien. Y aunque el enunciado cae en un error típico de generalización, no deja de tener un lado cierto. No en todo me siento igual a todos, eso es verdad, y eso automáticamente me excluye de ser humilde. Sin embargo esto implica que, así como me siento más que algunos, en otros casos me siento menos. 

Supongo que es natural rendirse ante talentos que nosotros no tenemos. Veamos, en una discoteca, por ejemplo, -en ese breve o amplio período de visita- me siento menos que la mayoría de muchachos, quienes van mejor vestidos que yo, oliendo mejor, son más extrovertidos y confiados, suelen ser más guapos, esbeltos, y presumiblemente tienen más dinero que yo en los bolsillos -al diablo con eso de que es plata de sus padres, en una discoteca nadie te pregunta eso y tu dinero vale lo mismo venga de donde venga-, por tanto tienen más posibilidades de, digamos, pasarlo mejor o tener éxito en los diversos objetivos que uno se puede trazar en una noche de sábado. En un centro de labores me siento menos que mis jefes y gerentes, por obvias razones. Ganan más, son más exitosos y están encima de mí jerárquicamente, al menos mientras dura la jornada laboral, que es casi siempre. Me siento menos, también, que la gente que admiro. Los músicos, escritores, deportistas, científicos y políticos a los que considero genios, y a algunos hasta ídolos. Y creo que ahí paramos de contar a los que me hacen sentir inferior, no necesariamente porque me hayan menospreciado -con respecto a los últimos ejemplos, al menos, ni siquiera saben de mi existencia- sino por simple criterio. Es decir, me sé menos que ellos en aspectos puntuales, ¿cómo podría admirarlos si no fuera así?; siento no estar a su nivel intelectual, artístico, de éxito, qué sé yo, tantas cosas. Y creo que eso no está mal siempre y cuando no sea capaz de ir y mamarles la verga o dejar que me humillen de alguna forma.

Ahora vayamos a los que me hacen sentir más.

Los que me hacen sentir más son los idiotas, pero no cualquier tipo de idiotas, pues hay idiotas que saben muy bien que son idiotas -créanme que eso es algo que también admiro, aunque no al punto de sentirme menos, claro-, que prefieren muchas veces el más prudente silencio antes que decir cualquier sandez que se les ocurra y que gracias a eso viven en armonía con el resto de personas, así estas no sean idiotas. No, con ellos no me siento más, más bien, como acoté, los llego a admirar mucho porque son sensatos, y eso para mí es una gran virtud, más allá de las ideas retorcidas e incongruentes que pueden tener sobre determinados asuntos. Durante mucho tiempo, por cierto, creí ser un idiota de ese tipo. Luego, cuando superé parte de mi baja autoestima, concluí que si bien no llegaba a ser como la gente que admiro hasta hacerme sentir menos -y que nunca lo seré- tampoco soy un idiota sensato que sabe que es idiota, sino un poco más que eso. Podría autocatalogarme, entonces, como un casi idiota sensato, por decirlo de cierta manera. Pero insisto, este tipo de idiotas, que de vez en cuando pueden lanzar uno que otro espasmo memorable, producto más de la inspiración que de su capacidad intelectual o de raciocinio, son mis idiotas preferidos y de los que suelo rodearme para pasar momentos muy gratos. 

Los que me hacen sentir más son, justamente, los idiotas que ignoran que lo son. ¿Cómo identificarlos?, no es nada difícil: siempre creen tener la razón, aún cuando todos los argumentos críticos los desarman por completo. Pero porfían hasta cierto punto -aquí es donde se empiezan a diferenciar de otros tipos de idiotas-, de pronto amenazan y proponen «solucionar el problema» a golpes. A ver, yo no soy pacifista. Rechazo la violencia, sí, pero el hecho de que no me guste pelear -confieso que antes sí me gustaba, antes, cuando no cumplía ni los quince- no implica que no me sienta capaz de moler a alguien a trompadas, ni mucho menos que no reaccionaría «mal» si alguien llega y me pone un dedo encima. Con la poca experiencia que tengo en cuestiones pugilísticas, cien kilos de peso y 1.75 de altura, al menos en este país, no creo ser rival fácil para nadie, pero yo prefiero la discusión alturada, el debate sano y a la vez condimentado, algo donde al menos se pueda sacar conclusiones, aprender, entre otras cosas. En pocas palabras, intentar razonar con alguien. Lamentablemente no siempre se puede y soy consciente de ello. Por eso cuando un idiota me reta a pelear -o sea ensuciarme las manos y ropa, porque eso es lo único que trae consigo una pelea- sólo porque no puede superarme argumentalmente -lo que en su modesta cabeza es una causa justa-, no dudo un segundo en anteponerle su dolorosa verdad: que es un idiota insensato. Entonces el idiota insensato me dirá que me creo superior a él -a manera, obviamente, de crítica- y yo le diré que sí, efectivamente, aunque no soy superior en todo, probablemente ese idiota tenga talentos que yo no tengo, pero al menos en lo intelectual, sí, soy superior, no hace falta explicarle más -probablemente no lo entendería-. Y si ser soberbio es ser consciente de que no soy igual a ese tipo de idiotas, entonces, sí, soy soberbio. Poniéndolo a la inversa: si ser humilde significa sentirme igual que este tipo de idiotas, entonces no soy humilde, y agradezco sobremanera a lo que sea que me haya permitido no serlo.

Tras esta reflexión, que de seguro a muchos no les terminará de gustar, concluyo que los conceptos de humildad y soberbia están bastante condimentados de hipocresía, al menos en la sociedad donde vivo. Sociedad donde no se trata de ser realmente humilde o soberbio, sino de aparentar o no aparentar, según el caso. Perdonen, pero las apariencias no van mucho conmigo. El ser un eterno antipático me es más que suficiente, al menos para estar tranquilo.

domingo, 17 de agosto de 2014

Sobre ser hincha (pequeña teoría sobre los idiomas distintos)


Soy hincha de Alianza Lima. Pude haber sido hincha de Universitario, pues un familiar relativamente cercano siempre estuvo muy relacionado con el club crema -incluso hay quienes dicen que gracias a él fui hincha de la 'U' por una tarde, cuando quien escribe no pasaba de los siete años de edad (mi familiar es casi diez años mayor que yo)-, sin embargo no logró que me uniera permanentemente a sus filas. Pude ser hincha del Sporting Cristal. Mi madre es simpatizante de los rimenses. Además tuve unos vecinos algo insistentes que intentaron también, sin éxito, llevarme a sus laderas pasionales desde que era pequeño. Mi padre es simpatizante blanquiazul, pero no es un hincha consumado. Pocas veces me llevó al estadio, aunque sí me hablaba, recuerdo, de pericos, nenes, cholos y poetas. Mi hinchaje por Alianza nace, pues, muchos años después de estos acontecimientos que bien pudieron cambiarme la vida. 

Disfruté plenamente del aliancismo, creo yo, finalizando mi adolescencia e iniciando la universidad, aunque justamente debido a estas actividades académicas -y posteriormente laborales- no fueron muchas las veces en las que fui al Villanueva a alentar a la azul y blanca. Me considero un hincha que fue poco activo hasta que comencé a investigar y escribir sobre el equipo. Crónicas, sucesos históricos, anécdotas, ídolos, fundación. Alianza acaparó toda mi atención y gran parte de mi tiempo desde entonces. Salieron a la luz proyectos que quizás algunos de ustedes conozcan y de los que me siento orgulloso haber sido parte. Contribuí -y lo digo con toda la humildad que jamás en mí hayan visto- con el conocimiento y re-conocimiento de la tradición, evoluciones e involuciones de Alianza Lima, justo en tiempos en los que el internet empezaba a explotar mundialmente mediante las redes sociales. Hoy, los resultados de este trabajo -el cual no hubiera podido hacer solo, por supuesto- saltan a la vista. Tenemos hinchas más informados, objetivos e interesados en seguir conociendo más y más sobre toda la cultura que encierra y despliega nuestro amado club. Pero claro, por más objetivo que intente ser, siempre me toparé con un hermoso muro. Impenetrable, almidonado y acolchonado. Un muro donde podría recostarme, ilusionarme, soñar y vivir por el tiempo que duren los latidos del corazón, pero que nunca podré traspasar sino sólo respirar algunos vientos que vienen del otro lado, donde se respira puro racionalismo. Ese muro es precisamente el de ser hincha. 

¿Qué es ser hincha?, confieso que antes de escribir esta línea del texto había ensayado conceptos fugaces -y algunos feroces- sobre el hinchaje, pero no era nada que no se haya dicho antes, así que preferí dejarlo; ahora estoy siendo un poco más honesto. 

Antes de seguir, es importante que sepan que no pretenderé enseñar a nadie a ser hincha ni mucho menos recomendaré que lo sean. Esto porque no soy quién para ninguna de estas funciones. Gracias.

Las cosas como son. Para algunos el ser hincha es algo que roza o se sumerge indefectiblemente en la estupidez. Es comprensible lo que sostienen porque, ¿qué se gana siendo hincha? Más allá de efímeras alegrías, no hay un rédito visible o palpable para el hinchaje. No corresponde, en absoluto, a una suerte de inversión guiada por la inteligencia. Entonces, ¿quienes somos hinchas somos estúpidos?, es probable en cierta medida, pues muchas veces el ser hincha se recompensa más con el sufrimiento que con la satisfacción -sobre todo si se es hincha en países como el mío-, pero no es tan sencillo. Mi experiencia personal me dice que ser hincha es una especie de devoción cuya principal recompensa es vivir. Así es, vivir, no el sentido biológico de la palabra, sino en un sentido más profundo -llámenme cursi, los oigo- y sublime. Vivir sucesos, compartir momentos, hacer amigos, grandes amigos, enemigos, grandes enemigos, discutir, pelear, divertirse, llorar, incluso enamorarse. Ser hincha amplia nuestro marco social -aunque es cierto que los restringe en ciertos casos, pues hay personas que no soportan a los hinchas y prefieren mantener su distancia- de una forma paulatina, espontánea e inevitable. De pronto estamos sentados en ese cómodo sillón de la aburrida reunión de un amigo medio aburguesado, cuando escuchamos a alguien hablar del equipo que seguimos. El corazón empieza a acelararse, lo miramos para que note que lo comprendemos, que compartimos el mismo sentimiento, y una vez que enganchamos conversación no hay quien nos detenga. Ni siquiera el resto de asistentes a la reunión, quienes de un momento a otro sentirán que son ellos los que sobran. Esto a manera de ejemplo. 

Ser hincha es casi una garantía de que no estaremos más solos de lo necesario.
Una última prueba personal de lo que significa el ser hincha es que me voy a Ecuador a ver a Alianza. Averigüé precios, rutas y estadias. Pedí una semana de vacaciones en la empresa donde laboro. Junté el dinero necesario -en realidad aún falta completarlo con un pequeño préstamo-, y listo. El ser hincha me llevó a conocer más hinchas. Es otro plus. Ser hincha es casi una garantía de que no estaremos más solos de lo necesario -y lo dice alguien que aprecia muchísimo la soledad-, así que en Ecuador seremos varios. Por cierto, ¿han visto cómo está jugando Alianza?, bueno, no está en su mejor momento por decirlo de una forma. ¿Creen que pienso que Alianza puede ganarle a un equipo de Ecuador -por defecto un país más desarrollado que el nuestro en deportes- en el mismísimo Ecuador? 

Agradezco de todo corazón a los genios que me dicen que Alianza va a perder en Guayaquil, ¡qué haría sin su imponente sabiduría! Estoy seguro de que, a su manera, están tratando de hacer que no malgaste mi dinero -ni mis vacaciones- de esa forma tan mundana y escasa en raciocinio. Gracias, de verdad, por su preocupación; pero yo no estoy persiguiendo un resultado -aunque si se da, ¡bienvenido sea!-. Estoy persiguiendo a una parte de mi vida que dejé entrar en mi corazón desde edades tempranas. Véanlo como si se tratara de un gran amigo, un familiar importante o la mujer de sus vidas, sólo para graficar. Porque, parte de lo que soy ahora, para bien o para mal, se lo debo a mi club. Sé muy bien que estos genios, que están al otro lado del muro, son ganadores envidiables. En ese lugar, firmen donde firmen, nunca hay pierde. Se hace todo de forma calculada y metódica. El éxito por ahí siempre será seguro. Aunque, alguna vez un racional me confesó que se apoyó por curiosidad en el otro lado del muro, intentando sentir un poco lo que sentimos los de aquí. Lejos de ser acolchonado y amildonado, me contó, ese lado era duro y su superficie estaba atiborrada de púas rociadas con algo similar al gas pimienta. El daño fue inmediato y esa persona supo cuál era su único lugar. Se me acaba de ocurrir algo: los genios que me aconsejan quedarme en Lima tal vez no sepan que hasta hablamos en idiomas diferentes. Disculpen, ustedes dicen que no me entienden, pero la verdad es que yo tampoco los entiendo a ustedes. ¿Y si lo dejamos así?, gracias, nosotros nos vamos a Ecuador. Nos vamos a seguir viviendo.