jueves, 27 de marzo de 2008

La incomprendida pero "siempre ahí" familia




Pueden tener miembros fundamentalmente distintos, opuestos en cruz. De hecho, pueden ser las personas con las que más puedes discrepar en cualquier momento de tu vida. Y además de todo, siempre se termina en una pelea, en un “vete a la mierda”, o en un silencio sepulcral que termina por hundir intenciones de supuesta armonía o paz armada. Pero lo cierto es que la familia tiene la particularidad de emanar una energía inigualable. Cuando los miembros de una familia llegan a un nivel de compenetración subconsciente, esa energía no para de emanarse, hasta colmar tus vacíos y darte una fuerza que no esperas. Lo más triste es que es una energía difícil de diferenciar, se parece mucho a la que te da un amigo, una pareja o cualquier persona que tenga cierto afecto hacia a ti. Se parece, pero no es lo mismo. No crean que sea un aventajado de la vida, y que pueda diferenciar entre todos los tipos de energía que existen en la tierra. Lo que sucede es que me gusta escuchar, me gusta aprender y conozco, seguramente como muchos de ustedes, gente que no tiene familia. Ojo. No estoy hablando de personas con familia en provincia, ni de las que tienen sólo a su papá, a su mamá o a su hermano mayor. Tampoco de las personas huérfanas que se quedaron a cargo de sus pequeños y quisquillosos hermanitos menores. Estoy hablando de gente que no tiene a nadie, así como suena, a nadie. Y son estas personas las que sienten la impactante diferencia entre una persona sola y una persona con familiares.

Para visualizar mejor la diferencia entre una persona con familiares y una sin ellos, traté de indagar (a pura conversación, no me gusta entrevistar ni encuestar a nadie) lo más posible sobre las vidas de dos individuos. Uno de ellos, al cual llamaré “José”, es el típico joven problemático que siente que su familia no lo entiende. Tiene 20 años, y cada vez que buscó cierto refugio en su familia para amilanar sus naturales penas, terminó maldiciendo nacer en el seno donde nació. Desde hace varios años ha decidido mantenerse al margen de sus compañeros de hogar, tragándose solo sus pesares con la esperanza de que amigos, amigas, enamoradas o desconocidos de bar, ocupen el lugar que, supuestamente, sus padres y hermanos dejaron vacío.

A “Coco” lo conocí en la universidad. Nació en Ayacucho hace 20 años, y a los 10 presenció una tragedia que marcaría su vida: un incendio en su casa le quitó la vida a sus padres y a su pequeña hermana de 4 años. Desde entonces fue criado por parientes lejanos y fríos, por orfanatos informales, y por gente desconocida; en poco tiempo se hizo un niño de la calle, aunque nunca dejó de estudiar. Aplicado como pocos, decidió probar suerte en San Marcos, donde afortunadamente existe una residencia universitaria para aquellos que no tienen un hogar en Lima – él tampoco lo tenía en provincia. Tenía 18 años cuando ingresó a la universidad, ocupando un buen puesto. Su carrera es la de Matemática Pura – “¡Qué asco!” – le dije riéndome cuando me contó lo que estaba estudiando y él, serio como nadie, me dijo que esta carrera es la más hermosa de todas, y que no sé de lo que me estoy perdiendo.

La vida de Coco es complicada sólo porque él la hace así. No tiene padres, hermanos, tíos, primos o abuelos a los que visite en fechas especiales, a cambio de eso tiene muchos amigos y una cantidad insuperable de cosas por hacer en su humilde depa universitario. Entre tragos, una noche de viernes sanmarquina, me confesó que cambiaría todo lo que ha obtenido por tener una familia a la cual saludar en Navidad. Después de conmoverme, empecé mi comparación.

Al poner a José y a Coco en un particular “versus”, encontramos lo siguiente: José tiene algo que Coco desea con especial devoción, una familia. Sin embargo José desea estar solo, daría lo que sea por tener una independencia que le permita alejarse de la casa que sus padres construyeron y formar su propia vida con sus propias cosas. En tanto que Coco, sólo quiere el calor de un hogar, llegar a casa y que lo reciban con un beso, o con la cena preparada para compartir mientras conversan de los triviales acontecimientos de sus rutinarios días. Ellos no se conocen, pero lo más probable es que, de conocerse, hagan una extraña y novedosa transacción: un cambio de casa. José sería feliz en el departamento universitario que el gobierno le dio a Coco. Ahí no hay nadie, no hay ruidos, no hay gente molestosa, sólo un cuarto de 2 por 2.5, tu cama, tu mesa de noche, y si quieres tu tele de 14. Obviamente te la tienes que comprar. El resto de departamentos que se encuentran aledaños albergan chicos aún más silenciosos que tú, y que no te molestarán en lo más mínimo con situaciones no deseadas, llámese fiestas, reuniones, chupetas, orgías sexuales o simplemente música a todo volumen. En tanto, Coco sería feliz en la casa de José, con padres adoptivos que, aunque secos, estarían ahí para él, ante cualquier circunstancia. Siempre oídos atentos a lo que el buen ayacuchano pueda contarles: que el trabajo que me dejaron, que la raíz múltiple, que la ecuación de 5 variables, y un numérico, aritmético y algebraico etc. Imagino la dicha, la satisfacción en el rostro de Coco, cuando se dé cuenta de que ahora tiene personas que lo escuchan y cobijan de manera incondicional. Sería todo un acontecimiento para él.

Independientemente de lo que pueda pasar con estos dos personajes tan comunes y emblemáticos de nuestra sociedad hay quienes, teniendo una familia, no le damos el valor que realmente merece. Particularmente pienso que mi familia podría servirle a un psicoanalista para hacer su tesis sobre la disfuncionabilidad. Somos tan distintos, pero eso nos hace tan humanos y tan compenetrados que a veces parecemos una sola persona.

Conocer tanta gente y escuchar tantos casos hizo que le diera a mi, tantas veces maldecida, familia una importancia especial. Simplemente sin ellos no sería nada, al menos soy algo eso lo tengo claro, pero sin ellos, nada. Yendo al plano real, lo más probable es que Coco y José jamás intercambien refugios; y si lo hicieran, al menos José no duraría ni un mes lejos de sus tan “detestables” padres; los extrañaría a horrores, y quién sabe, de repente Coco extrañaría su soledad. Esto demuestra que el ser humano es el líder de la insaciabilidad: nada nos complace, y siempre tendremos carencias. Supuestamente buscamos un equilibrio constante, pero es muy difícil conseguirlo en cada aspecto de nuestra vida. Por ello, lo mejor que podemos hacer es valorar lo poco o mucho que tengamos, e intentar ser felices así.

Un viejo amigo me dijo que el sólo hecho de intentar ser feliz, ya te aleja de la infelicidad. Habría que preguntarle si ya lo logró.

sábado, 8 de marzo de 2008

Mi romance más duradero



No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que jugué un videojuego de consola. Tampoco recuerdo mi edad, ni el año en aquel tiempo. Lo que sí recuerdo es que mendigaba por algo de distracción. Que tenía unos amigos, hermanos ellos, cuyos padres (con cierta posición económica) tuvieron la enorme posibilidad de regalarles cada año, cada navidad o cumpleaños, los últimos adelantos de la tecnología japonesa. El primero que recuerdo tenía un nombre raro para muchos, para otros algo familiar: el Atari.

Recuerdo que en ese entonces iba cada tarde a “molestar” a mis amigos; quienes a cambio de unas risas por mis payasadas me daban el privilegio de disfrutar de aquella extraña y magnífica invención nipona aunque sea por un instante. Mis padres, al ver esto y sintiéndose impotentes de comprarme aquella consola, sólo atinaron a ver cómo mi dignidad iba cada vez más al fondo de la decadencia. Entonces llegó una navidad, y todo cambió. No sé qué pasó. Creo que a mi padre le fue bien en su trabajo de entonces, aún no lo sé. Sólo recuerdo su rostro y el de mi madre aquél 25 de Diciembre pasando las 12 de la noche. Sus rostros eran cansados, de satisfacción, pero cansados. Mi padre, cansado de tanto trabajar, y mi madre, cansada de haberme visto tan arrastrado, y de insistirle a mi padre para que aquella situación terminara de una buena vez. Y la satisfacción que sentían al ver nuestras sonrisas (la mía y la de mi hermana), tal vez las más brillantes de todas, era indescriptible incluso para mí, que pude sentirla en ese instante, y filosofarla ahora que ha pasado el tiempo y comienzo a entender mejor las cosas que tiene la vida.

Una historia paralela vivía mi hermana menor, en ese entonces una pequeña niña que moría por tener la misma “Peloncita” que tenía su amiga de jardín. Y la tuvo. Justo esa misma noche buena, entre el panetón, el chocolate, el pavo y la ensalada rusa con pecanas; yo obtuve mi Atari. Si bien es cierto esa no fue la única sorpresa que recibiríamos las siguientes navidades, debo decir que la del Atari es la que más recuerdo. Por lo que significó: una lucha ferviente entre el poder y el no poder. Lucha que mis padres afrontaron hidalgamente, lucha que hasta ahora agradezco y trato de recompensar a diario, una lucha que fortaleció un romance (el de mi familia y yo), y creó otro: mi romance con los videojuegos de consola.

Desde ese entonces sólo comencé a ver a mis amigos al momento de ir al colegio y cruzármelos por el camino, en la salida con un simple “hola” y un raudo “chau”, tal vez unas cuantas veces en la panadería, en la bodega de la vuelta o en una cancha de fultbito, y por último, en mi casa, cuando iban a preguntarme por los trucos para uno u otro juego. No fue (y aquí quiero hacer énfasis) mi intención realizar una venganza desmedida en su contra, o hacerles lo mismo que me hicieron a mí para darles lecciones de vida. No, a mí no me interesaba eso en lo más mínimo. Era un niño, tal vez de 7 u 8 años, que sólo quería jugar, jugar, y jugar. Nada más que eso. Lo demás no llegaba a mi órbita. Se quedaba en el espacio exterior que había en las afueras de mi habitación.

Llegó la preocupación de mis padres por la cantidad de horas que permanecía sentado frente al único televisor que teníamos entonces, mientras corrían rumores de una supuesta epilepsia, entre otras cosas aún más disparatadas que se inventaron para sacar del mercado a un “boom” que se tumbaría a más de un juguetito tonto y caro. No me hice problemas con ese malestar en mis padres, lo apacigüé regalándoles felicitaciones de maestros, tareas bien hechas, lecturas bien leídas, y diplomas de primeros lugares, para que se sientan orgullosos de mí. Todo ello a cambio de que me dejaran tranquilo, al menos tres horas diarias tratando de terminarme todos los juegos que tenía. Así pasó el tiempo, y un año más tarde, el Max Play me sorprendió con un Atari malogrado. La brillante y amarilla consola japonesa (manufacturada en Taiwán) llegó haciéndole un magnífico preámbulo a la firma que cambiaría la historia de los videojuegos: la Nintendo. Como era de esperarse, los primeros en tener el Max Play a nivel del barrio (y tal vez del Perú) fueron mis amigos. Sí, los mismos que mencioné líneas atrás, quienes nuevamente podían lucirse ante todos, y darse el lujo de chotearnos cuando les pasábamos la voz para jugar fulbito, a las escondidas, o a matagente. Procuré no arrastrarme más, y claro está, mis padres tampoco permitirían eso, y aunque obviamente nada me decían al respecto, hoy tengo la certeza de que por las noches, mientras yo dormía, y sabiendo la situación de aquel momento, ideaban estrategias para poder regalarme el Max Play que tanto quería. Y no pudieron dar mejor zarpazo.

No esperaron las fiestas de Navidad para regalarme un Nasa. “¿Nasa?, ¿qué es eso?” se preguntaban todos los que escuchaban mis emocionadas palabras – “Max Play nomás hay” – cuán equivocados estaban todos. En aquel momento yo sólo me emocioné por la consola, muy distinta a la del Max Play, y por la cantidad de juegos incorporados que tenía. Pero el Nasa encerraba un misterio que se develaría tiempo después. Era, en su composición total, una consola más adelantada que el Max Play; nada menos que el prototipo de lo que sería la consola Nintendo, la primera y más histórica de todas. En otras palabras, la Nintendo (hoy empresa ultrapoderosa en lo que a videojuegos de consola se refiere) lanzó su pre-modelo en algunos países, y yo lo tuve. Yo lo tuve (el honor es grande) y fui uno de los primeros. Mis padres, tal vez “sin querer queriendo”, me otorgaron una consola de la que pocos han gozado, y que aún conservo como trofeo en mi contadísimo grupo de recuerdos, en el almacén de mi casa.

Poco tiempo después una nueva crisis económica azotaría mi hogar, y sólo pude ver cómo diversas consolas desfilaban en mis narices, entre ellas, la gran consola Nintendo Entertainment System, o simplemente NES, la hermosa consola cuadrada con la cual muchos delirarían a finales de la década de los 80, hasta mediados de los 90, consola que no tendría entre mis objetos más queridos. Mi frustración era enorme, pero la contrapesaba con la comprensión y madurez infantil de entender lo que les sucedía a mis padres, quienes eran los primeros en sufrir por nuestras carencias.

Con el tiempo la situación mejoró y mis padres pudieron levantar en el primer piso de mi casa un negocio de alquiler de videojuegos. Era la gloria. Tenía a mi alcance las últimas consolas, incluyendo al Súper Nintendo, y la última gran novedad de aquel entonces: el Sony Play Station. Luego, conforme se iba actualizando el mercado, mis padres adquirían los más sofisticados aparatos y consolas, la última que tuvimos antes de cerrar el negocio fue el Nintendo 64. Y de a pocos me hice un conocedor eximio de toda la riqueza video-lúdica que se cosechó en los noventas. ¿Por qué quebramos?, se lo debemos a la Internet y a la debilidad del peruano promedio por la moda, la monada, la novedad del momento. Y ese momento se prolongó tanto que los negocios de video-juegos tuvieron dos opciones: o bajar sus precios hasta el subsuelo, o cerrar, vender e intentar por otro camino; elegimos la segunda opción con dignidad y cerramos.

Me quedé con unas cuantas consolas, las cuales se fueron vendiendo de a pocos, hasta que sólo me quedó el Play Station One (en ese momento no se sabía que era el “One”) con el cual viví jornadas inolvidables con diversas sagas. De esa manera afiancé de una manera casi desforzada una relación entrañable entre los videojuegos y este humilde servidor. Si me preguntan por mis sagas favoritas pondría como primer lugar la saga de Final Fantasy. Jugué casi todas las entregas, salvo las que no llegaron a América o las que sólo salieron para PC. Luego, y muy cerca elijo a la saga de The Legend of Zelda, qué maravilloso juego. Los que han tenido la oportunidad de jugarlo no me dejarían mentir y seguramente hasta dirán que me he quedado corto. Y como tercer lugar entre mis sagas favoritas ubicaría a la de Castlevania; casi todas sus entregas me hicieron vibrar con sus historias y personajes, en especial el “Symphony of the Nigth” (prometo hacer un post especialmente para este juego tan perfecto); en un honroso cuarto lugar, pero ya fuera del taburete ubico a la saga de Mario Bros. Definitivamente la injerencia de Mario está más en la forma que en el fondo, es una saga pionera y nadie le puede quitar ese mérito, pero salvo el Super Mario World, el Super Mario 3 y el Mario 64, las demás entregas han recurrido siempre en tramas y situaciones monótonas, algo de lo que siempre ha huido mi saga favorita.


Hoy en día tengo un Play Station 2 y un Nintendo Game Cube estacionados en mi cuarto; tengo además un Play One… lo he usado bastante desde que lo compré en el 2004. Son 3 consolas que forman parte de mi historia, y si soy algo, sea bueno, malo, extraño, loco, aburrido, divertido, atractivo, repugnante o lo que sea, se debe en gran parte a todo el conocimiento y a las destrezas que he adquirido jugando videojuegos. Al igual que este blog, ellos son parte de mi vida, y a los 60 años, si es que llego, con esposa, hijos, nietos y bisnietos, seguiré pensando lo mismo y seguiré siendo uno de los clientes estrella de Polvos Azules.

La advertencia está hecha, señoritas posibles futuras esposas.